El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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té de las cinco de la tarde (“la once”, como le llaman en Chile). Es un registro que se prolonga durante cinco años. La cineasta graba a las octogenarias camaradas recordando el pasado, celebrando un año más de su salida de la escuela o disfrutando el hecho de estar juntas mientras comprueban que el tiempo pasa y que el grupo se desgrana. Una constatación dolorosa que aceptan con serenidad. La película evidencia el cumplimiento de un designio. Católicas hasta el fin, amas de casa, esposas leales, madres y abuelas protectoras, ellas sustentan una domesticidad vivida como destino inevitable. Esas ancianas se reúnen para verificar que las semillas sembradas por su educación dieron los frutos esperados.

      Ante la consciencia de la cercanía del fin, lo que importa es el modo en que el relato señala el transcurso de episodios, años, estaciones, épocas. Los veranos sucesivos hacen las veces de marcadores temporales entre una larga elipsis y la que vendrá. En cada fragmento queda el registro de una intimidad que es franqueada solo por la familiaridad existente entre la cineasta y su abuela. En los espacios grabados se ven recuerdos del pasado y fotos familiares. Y muchos utensilios, manteles, teteras, tazas y platos, signos de una convivialidad que va aparejada con las reglas de la etiqueta y la formalidad de las apariencias1.

      Inquieto por el subtexto, el espectador bien puede preguntarse por la forma en que esas contertulias vivieron el pasado personal y social que hoy es tema de conversación y de añoranza. Esas mujeres, que bordeaban la cuarentena en los años setenta, ¿de qué lado estuvieron en los días de la conmoción y el dolor? La comodidad burguesa de las ancianas –atendidas por diligentes sirvientas– puede ser un dato que permite suponer la respuesta, pero no es suficiente. La realizadora no debate ese asunto, pero tampoco lo deroga. Está ahí, como pregunta implícita y parte de una interrogación acerca de su pasado familiar. Y sobre ella misma; sobre su filiación de clase y la línea de su ascendencia.

      A diferencia de La once, en Sibila (20l2), la encuesta sobre el pasado familiar se desarrolla de modo frontal. La realizadora chilena Teresa Arredondo, sobrina de Sybila Arredondo, decide visitar a su tía para conocer de primera mano las informaciones sobre la vinculación de la viuda del escritor José María Arguedas con la violencia criminal provocada por el movimiento en el que militó, el Partido Comunista del Perú, Sendero Luminoso.

      Teresa Arredondo todavía era niña cuando su familia se enteró del apresamiento y condena de la tía. Desde entonces, Teresa crece en medio del silencio impuesto por su entorno acerca del destino de esa mujer que purgaba condena carcelaria en el Perú, sentenciada por terrorismo. Quince años más tarde, la realizadora decide enfrentar esa callada conspiración y romper la invisibilidad de Sybila. Para hacerlo elige dos procedimientos sucesivos: el de la encuesta preparatoria y el de la entrevista personal y el cotejo con el personaje.

      Parte observando el panorama familiar, pulseando los desacuerdos en su interior y penetrando en los costados sensibles del asunto. Sobre la mesa están las fotos familiares, las publicaciones periodísticas que hablan de la viuda de José María Arguedas involucrada en actos violentos y los objetos que la recuerdan. La tía es todavía un personaje ausente y lejano.

      Los familiares más próximos son los primeros visitados. La pregunta recurrente gira en torno a los motivos que llevaron a borrar la presencia de Sybila del imaginario familiar. La respuesta es previsible: construyeron una presencia fantasmal a causa de su vinculación con actos repudiables. Una barrera de avergonzado silencio se estableció entre la convicta y su entorno familiar. Esa actitud solo resultó quebrada por la solidaridad de Matilde Ladrón de Guevara, madre de Sybila.

      Luego del largo trayecto introductorio, la cineasta accede al testimonio de la tía, ahora radicada en Francia, luego de la experiencia carcelaria en el Perú. La entrevistada contradice cualquier presunción de inocencia, niega la existencia de “víctimas” en el conflicto armado interno peruano, ratifica su filiación ideológica y ofrece razones de su militancia en un grupo subversivo dedicado a la comisión de actos violentos de exterminio y terror. Justifica su participación en una “guerra popular”. La encuesta se torna cotejo, enfrentamiento ideológico y debate. La expectativa de Teresa Arredondo en la contrición de su tía es acaso producto de la decepción que le provocan las palabras de la entrevistada. “Lo que quieres es que me arrepienta y pida perdón”, dice Sybila Arredondo, interpretando a su modo la motivación in pectore de la realizadora al emprender su proyecto. Al negarse al reconocimiento de cualquier culpa, en reacción colérica, todas las dudas, resquemores y tensiones familiares se ven ratificadas por el fundamentalismo de esa mujer, ya anciana, que afirma haber tomado las decisiones correctas, aun a costa de miles de vidas perdidas.

      Detrás de la cámara, la cineasta que conserva un discreto lugar, sin mostrarse jamás en el encuadre, procesa el itinerario seguido, revisa las opiniones de su familia sobre la persona que tiene al frente, contrasta sus propias dudas y deja abiertas las conclusiones. La película retrata su perplejidad final.

      “Todas las familias tienen al menos un secreto, y la mía no es la excepción”. La voz de Lissette Orozco, directora de El pacto de Adriana (2017), introduce el asunto que motivará su búsqueda. Desde muy pequeña quiso y admiró a su tía Adriana, llamada la “tía Chany”, esa mujer que entraba y salía de su vida gracias a las largas conversaciones mantenidas por la vía electrónica. Ausente de Chile por mucho tiempo, Chany decide volver de visita a su país, pero ocurre lo imprevisto. El día de su arribo, es detenida en el aeropuerto. La sorpresa se convierte en conmoción para Lissette: Adriana, “Chany”, la tía preferida, sirvió durante un largo período en la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) del régimen de Pinochet, siempre cercana al general Manuel Contreras, jefe de esa institución represiva. Ahora, se le imputa la comisión de actos violatorios de los derechos humanos, como participación en interrogatorios con torturas y, acaso, en ejecuciones extrajudiciales.

      Prófuga de la justicia chilena, radicada en Australia, Adriana acepta participar en el documental que prepara su sobrina. La película puede ser un vehículo para expresar con vehemencia la inocencia que alega. Para la realizadora, en cambio, es un instrumento que le permite enfrentar el secreto familiar, interrogar a la tía mediante comunicación por Skype, y examinar los conflictos que ese descubrimiento provoca en su consciencia. La decisión de hacer la película es un acto reflejo causado por la detención de Chany: “mi intuición me llevó a tomar la cámara”, dice la realizadora. Decisión que la lleva a examinar la invocación que le formula una investigadora en temas vinculados con los derechos humanos: “la verdad objetiva es una. Lo que pase con tus sentimientos es otra cosa”.

      La “verdad” y los sentimientos personales entran en contradicción más de una vez. A diferencia de Sibila, aquí se juega un asunto de confianza e intimidad entre la realizadora y el personaje documentado. Mientras Sybila Arredondo justifica, sin asomo de duda, su participación en los actos que la condenaron, Chany no puede ocultar el trabajo que tuvo, pero niega responsabilidades. Posición que desestabiliza a la cineasta trayendo a colación más de un asunto perturbador. Aunque niegue haber practicado apremios físicos, Chany, como agente de la DINA, obtuvo información de los “comunistas”. Y recibió instrucciones para hacerlo. El método empleado: “acercarse a ellos como amigos”. Es decir, generar confianza en el otro con el fin de extraer la información pertinente. Es inquietante el símil que puede trazarse con el acercamiento de la cineasta que expresa sus dudas sobre la inocencia alegada por la tía, mientras que la interroga para el documental. Una proximidad creada a partir de la familiaridad y de los intereses mutuos, pero enfrentados, de las dos mujeres, puestas a ambos lados de la cámara. En un momento de exasperación, Chany se siente usada por la realizadora. “Cuando termines la película ya no te interesaré”, le dice. Es como reprocharle a la cineasta: ¡me interrogas para después desaparecerme! Un paralelo que resulta ominoso.

      ¿Cuál es el pacto de Adriana? ¿Acaso aquel que vincula a la documentalista con la compareciente para registrar un alegato de inocencia que es, a su vez, un simulacro de actuación, un acto performativo? ¿O es el pacto de la cineasta con su personaje interrogado con el fin de discernir la verdad a través de las mentiras?

      Pablo


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