El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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la película de Carri las reinscribe, pero despojadas de las certezas de la convención discursiva. Los Playmobil de la escena son juguetes para niños, pero no son juguetes cualesquiera en tanto reinscriben, desde la perspectiva de un niño, la época de la dictadura como una época de uniformización social forzada y de rendición económica a las importaciones transnacionales. (Andermann, 2015, p. 196)

      Son múltiples las mediaciones entre el gesto de la cineasta y el material al que da forma. Mediación de una actriz para interpretar a la directora; mediación de las pelucas rubias; mediación de la tecnología; mediación de las ideologías; mediación del ente burocrático de la cinematografía argentina que cuestiona el proyecto presentado por Carri para obtener apoyo; mediación de los Playmobil, haciendo las veces de una representación de aquello que ocurrió. Mediación impuesta por los filtros de las memorias de los compañeros de los padres.

      Los testimonios aparecen siempre mediados, en un televisor, a espaldas de la directora (a su vez, mediada por la actriz)… En todos los casos se trata de buscar alguna forma cinematográfica que subvierta la expectativa de un documental común, clásico. (Noriega y Panozzo, 2016, p. 156)

      Pero no solo se busca una forma; las mediaciones dan cuenta de la imposibilidad de llegar de modo directo a la “verdad” investigada.

      Los documentales que recrean memorias personales traen a colación las cuestiones del “yo” representado, del realizador y su perspectiva, y del sujeto o “actor social” que se pone en escena. En este caso, el derrotero de la pesquisa remite a la iniciativa de la realizadora del filme, pero ella no se encarna o se identifica con el cuerpo visible en el encuadre. El “yo” que organiza e impulsa la película solo aporta marcas de subjetividad, pero sin imponerse como la voz inapelable de una “autora” que guía y dictamina. La estrategia consiste en transitar por las vías imprecisas del retrato personal y de la construcción de un personaje de ficción que tiene cuerpo (el de la actriz) y capacidad de representación colectiva (la de los hijos de desaparecidos), trascendiendo el “yo” personal. El nombre de Albertina Carri adquiere, por eso, valencias distintas en el curso de la proyección de Los rubios: es documentalista; es actora social, con presencia representada en el encuadre; es personaje interpretado por una actriz. Su papel es performativo, ya que su participación supone un pacto entre ella y el espectador. Sabemos que actúa, que delega poderes, que interviene, que motiva al equipo, que recuerda, que siempre está ahí aun cuando no la veamos3.

      La película apela a la performance de Carri, de Couceyro y del equipo de filmación, a los que vemos llevando pelucas rubias, ya que “los rubios” era la apelación usada por los vecinos para designar a los padres desaparecidos en señal de diferencia clasista y prueba de que los afanes por proletarizarse fueron ilusorios para tantos militantes de izquierda en los años setenta. Es un gesto polisémico. Tiene de afirmación solidaria (como diciendo “todos somos rubios y desaparecidos”), a la vez que designa un sentimiento colectivo de filiación y de orfandad, pero también de radical alteridad4. “Los rubios” del equipo de rodaje, que llevan grotescas pelucas, no son, ni serán, equivalentes a aquellos que desaparecieron. Siempre serán “distintos”.

      Al cabo, la subjetividad de Albertina es compartida. Las piezas de su identidad fragmentada se completan con la construcción de una “familia” por procuración: la que le ofrece el cine, ya que la familia auténtica no solo desapareció, sino que es imposible de reconstituir. “Más que recuperar las figuras de Roberto Carri y Ana María Caruso, Los rubios pone en escena la imposibilidad del cine de reconstruir lo irreparable. La película es el documento de una frustración” (Noriega, 2009, párr. 25).

      Ante ello, se apunta la melancolía, ya que no el luto. Al respecto, Giorgio Agamben (1995, p. 52) escribe:

      mientras el luto sigue a una pérdida realmente acaecida, en la melancolía no solo no está claro de hecho qué es lo que se ha perdido, sino que ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una pérdida.

      Cuatreros (2017) lanza a Albertina Carri en un empeño laberíntico: interrogar la orientación política y los intereses intelectuales del padre desaparecido. Es una nueva búsqueda, aunque resulte contradictoria con la primera. En Los rubios, la pesquisa apeló a los recursos del documental performativo, de la sátira, de la representación de sí misma, de la construcción de una familia alternativa, la del cine. Cuatreros radicaliza esa opción. Multiplica los relatos y las voces incorporadas en la narración, tanto como las texturas fílmicas de los materiales de archivo a los que la película acude. Tira de los hilos del ensayo, de la autobiografía, de la memoria personal, de los puntos de vista de los “personajes” involucrados. Y apela al found footage.

      La hija de Roberto Carri, desaparecido por la dictadura en 1976, se pregunta por el interés de su padre en la figura del rebelde Isidro Velázquez, el bandolero de El Chaco, insurgente por motivos sociales, sobre el que escribió un libro. Sus acciones eran consideradas por el sociólogo Carri como ejemplares de las formas “prerrevolucionarias de violencia”. Sobre Velásquez también se hizo una película, Los Velázquez (1972), dirigida por Pablo Szir, hoy desaparecida, al igual que su director, secuestrado en 1976, cautivo en el mismo lugar de reclusión de los padres de Carri.

      La voz over de la realizadora se deja oír de principio a fin. La entonación es la misma y la velocidad del fraseo acumula hechos e informaciones que desafían la capacidad de atención del espectador. Pero eso es parte de la estrategia expositiva. La dinámica de la retención y los procesos de la memoria no hacen distinciones entre los materiales que pasan por la conciencia: se suceden documentos históricos, reconstrucciones de ficción, fragmentos de noticiarios, spots publicitarios, imágenes de figuras de la televisión, dichos de los dictadores militares celebrando la paz que impusieron. Todos llevan las marcas del deterioro temporal. Con la pantalla dividida y en un formato panorámico que intenta abarcar la multiplicidad de materiales y el deseo de contrastarlos, los episodios graves o triviales de una época exceden los marcos del encuadre, rebasan sus límites y exigen expandirlo.

      En la banda sonora, el acento vocal de la narradora se mantiene invariable aun cuando aluda a episodios trágicos o narre anécdotas picarescas, o mencione a sus compañeros y colegas de profesión, como Lita Stantic, Mariano Llinás o Fernando Martín Peña. O cuando sienta su posición crítica sobre la situación de Cuba y de su régimen político, que fue un modelo de acción para los revolucionarios de la generación de sus padres. O cuando afirma su activismo queer, incorporando referencias a su vida de pareja y a la crisis que atraviesa en su proyecto de formar una familia basada en el matrimonio igualitario. O cuando vincula la figura de su hijo pequeño con la del padre desaparecido (Cuervo, 2018, p. 120). Porque de eso se trata, de hallar al padre, pero sin adherirse a todo aquello que él suscribió. Pero sí interesándose en el personaje del cuatrero que Roberto Carri investigó, o afirmando que ella pudo militar en la forma en que lo hizo su progenitor, aunque tal aserto resulte contradictorio con otros. Es la forma que encuentra Albertina Carri para contrastar el pasado, pero también para retarse a sí misma.

      El documental M (2007), primer largometraje del argentino Nicolás Prividera, también indaga en las circunstancias que rodearon la desaparición de familiares, pero dando cuenta de una subjetividad afirmativa y sonora, por ratos estridente.

      El sujeto Nicolás Prividera, el “yo” que conduce el movimiento de la película y se representa a sí mismo, es un personaje autónomo y activo que pretende conocer lo que ocurrió. Busca en el pasado, interroga e interpela. En su tiempo y en su lugar, busca un protagonismo que le permita entender los hechos sucedidos, y lo que le pasó a él mismo, para, desde ahí, interrogar a los miembros de su generación, indecisos o abúlicos ante su propio pasado.

      El sentimiento motriz de la película es la insatisfacción, la frustración y hasta la rabia. A Prividera nadie le ofrece explicaciones razonables sobre el objeto de su propia búsqueda. Como las instituciones oficiales fracasaron en la tarea de dar cuenta a la sociedad civil de lo sucedido en los tiempos de la violencia programada desde el poder, decide emprender la tarea de autoesclarecimiento como un empeño ineludible. Prividera quiere conocer


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