El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


Скачать книгу
al ser asistida por algunos vecinos.

      Calle Santa Fe empieza como un diario de viaje. En el mapa se marca la trayectoria seguida en el exilio. Al retornar, se reconocen los escenarios donde se asesinó al dirigente político y se visita el espacio que acogió la intimidad de la realizadora y su pareja. Refugio que ahora también es un lugar de memoria. Paola Lagos Labbé (2011) ha definido a los “diarios de viaje filmados” como una suerte “de road movies documentales” que “dan cuenta de la intimidad de una vida cotidiana en tránsito”.

      [La] búsqueda identitaria y genealógica en que se embarcan sus autores –comúnmente personas desplazadas, desterradas o desarraigadas– se traduce narrativamente en que estos, en algún punto de sus vidas, emprenden viajes de retorno a la Arcadia perdida, a la historia pasada, al país de la infancia y adolescencia que han abandonado, al hogar y los ritos de su cotidiano, sea este un lugar físico concreto, o un espacio imaginado y recordado que sólo es asequible por la vía de la memoria. (Lagos Labbé, 2011, pp. 60-80)

      A la intención de esclarecer los incidentes del hecho político, el viaje de vuelta a la casa de la calle Santa Fe suma el efecto emocional de la visita al reducto de los proscritos, el último sitio en el que fueron felices y vivieron en peligro. Esta es, en consecuencia, la crónica de una militancia política, de una relación amorosa, de una experiencia de la clandestinidad, de un embarazo interrumpido por la violencia, de un exilio, de un retorno y de una búsqueda. También de un gesto impulsado por la evocación de lo que se perdió para siempre. La melancolía juega un papel motor en la activación de la memoria. De ahí la importancia que adquieren los objetos encontrados en las fuentes del recuerdo: fotos, grabaciones, audios, home movies, instrumentos que ligan el presente con aquellos bienes que fueron manipulados por los ausentes.

      De acuerdo con Jonathan Flatley, es posible pensar el potencial político de la melancolía, asumiendo que “melancolizar” no implica necesariamente caer en un estado de parálisis depresiva, sino que puede funcionar como el impulso para la reconquista de deseos o reescrituras de la historia. (Depetris Chauvin, 2015, párr. 24)

      La película no es la crónica de una vivencia de la posmemoria. Por el contrario, es la reconstrucción de la memoria de una superviviente que expresa su intimidad a través de la voz over, en primera persona y en sincronía con lo que vemos. Y se representa a sí misma: es la documentalista, siempre visible en el encuadre, presente e inquisitiva. La voz de Carmen Castillo se convierte en el recurso que moviliza la curiosidad por el pasado, dando cuenta de su necesidad de enfrentar a la “historia oficial”, de reescribir los hechos ocurridos y de interpretarlos a la luz del presente. Es una voz de entonación modulada, acaso monocorde, pero no exenta de afectos que se filtran1. El cuerpo y la voz de Castillo imponen la experiencia de un aquí y ahora que señala el tiempo cero de la reconstitución de los hechos. Un tiempo que es interrumpido, una y otra vez, por las imágenes de archivo. Ellas son las que motivan el duelo que Castillo procesa. Luto que imbrica las dimensiones de lo histórico y de lo público. Si la demanda inicial que formula Castillo está dirigida a sí misma y versa sobre el sentido o el interés que tendrá su pesquisa para alguien “que no sea yo”, sus reflexiones finales –al cabo de un periplo que es también pesquisa– no son más afirmativas o certeras.

      La memoria no se asienta sobre versiones únicas e inconmovibles. El efecto Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, se impone como principio organizador del montaje de la película: cada manifestación de los vecinos del barrio reconstruye una parcela del hecho ocurrido. La “verdad” solo puede ofrecerse de modo fragmentario. Para Castillo cada uno de esos fragmentos remite a una construcción mayor que vincula lo cotidiano con la historia, conduciendo a la pregunta por el mar de fondo social: la historia del MIR y su vínculo con el gobierno de la Unidad Popular, así como el papel jugado por Miguel Enríquez en ese período. Y por las consecuencias de la ruptura del proceso democrático, la irrupción del golpe militar violento y la llegada del exilio, experiencia compartida por tantos chilenos. La documentación de la época da cuenta de convicciones ideológicas fervientes, tramitadas desde el radicalismo, que contrastan con la liviandad de hoy y los desencantos extendidos. El viaje a la Calle Santa Fe, lo que encuentra en ella, y la cosecha de los testimonios recogidos, ponen en tela de juicio las certezas que aún abriga Castillo. Pero esas lealtades no impiden ser confrontadas por opiniones diversas de su propia familia, de sus viejos camaradas o del círculo de amigos. El balance generacional guarda alguna concordancia con la autorreflexión fílmica de Román Goupil sobre su activismo en mayo del 68 y la muerte de su camarada Michel Recanati en Mourir à trente ans (1982).

      En Los rubios (2003), de la argentina Albertina Carri, asistimos a la tensión entre el deseo de ofrecer testimonio sobre una realidad y afirmar una subjetividad que se enmascara para luego descubrirse en un ejercicio casi vertiginoso de encubrimientos, simulacros y revelaciones.

      Ana María Caruso y Roberto Carri, los padres de Albertina, fueron secuestrados cuando ella tenía tres años de edad. Desde entonces solo escuchó narraciones acerca de la existencia de aquellos militantes políticos y de las circunstancias de sus desapariciones. Sus recuerdos personales son borrosos, casi inexistentes, e intenta restaurarlos apelando a las herramientas del cine. Por eso, la de Albertina Carri es una inquietante posmemoria, construida a partir de relatos precisos o difusos, idealizados o distantes. Ella convoca a dos figuras “imaginarias”, las de los padres, vislumbrados desde las fantasías de la infancia. Figuras que se reformulan en cada etapa de su vida. La subjetividad de la realizadora se manifiesta de modo indirecto. La autorrepresentación es una puesta en escena que alterna la inmediatez del testimonio con el simulacro.

      Por eso, en el curso de la película –que se interroga sobre ella misma y sus mecanismos en un ejercicio permanente de autorreflexividad– la necesidad de conocer la “verdad” sobre los desaparecidos es un requerimiento que se desplaza para dejar en el centro el diálogo de la realizadora con las limitaciones de sus recuerdos y sus conocimientos, con las narrativas que los modelaron y con las ficciones que dieron forma a esos personajes llamados “los rubios”.

      Porque de eso se trata: en la perspectiva de la memoria, hasta los seres reales, los de existencia verificable, se convierten en personajes. Sean inasibles e incorpóreos (los padres) o representados, como la propia realizadora. Los rubios apela a la evocación de aquellos que conocieron a esos padres esquivos. Pero, sobre todo, registra el esfuerzo que hace la propia Albertina Carri para desembarazarse del lugar reservado institucionalmente para los “hijos de desaparecidos”. Es decir, rehúsa la empatía exigida por el dolor. Parte a la búsqueda de su propio lugar en la historia de su país y de una identidad que va tramitando y que no le debe nada a nadie. Para hacerlo, deja a un lado también el lugar de la cineasta-víctima, de la que somete su discurso al lamento, y decide travestirse. “Mi nombre es Analía Couceyro y en esta película represento el personaje de Albertina Carri”. Con esa frase se introduce a la actriz que va a encarnar a la directora, a la que veremos más tarde ensayando con Couceyro el monólogo escrito por ella para dar cuenta de sí misma.

      El documental, tradicionalmente exigido de dar cuenta de la alteridad, en la actualidad es conminado a dar cuenta de sí mismo (del sí mismo autor y del sí mismo cine), aunque sea para develar –al decir de Rimbaud– que finalmente siempre “yo es otro”. El giro subjetivo del documental como espacio privilegiado de experimentación visual y narrativa para la expresión de la intimidad, evidencia la puesta en escena de un “autos” (autobiografía; autorretrato; prefijo de origen griego que significa “uno mismo”) que construye una narración alrededor de sí. (Lagos Labbé, 2012, pp. 12-22)

      El autorretrato está hecho aquí a través de una persona interpuesta2. A partir de la presentación de Analía Couceyro, el documental se abre a la reflexividad, al juego especular entre la máscara y el rostro (los de la actriz y los de su representada), al testimonio personal por persona subrogada, al reportaje documental, al diario de trabajo en tránsito, al trabajo de campo, a la observación participante, al registro periodístico, a la película coral que incorpora al propio equipo de rodaje en la representación, al juego de la memoria que emplea muñecos Playmobil –antecediendo a los métodos usados por Rithy


Скачать книгу