El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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añejos y acaso decadentes.

      Sin proclamarlo, el autorretrato del realizador se redondea a fuerza de oposiciones: la del cineasta que abandona su molicie para enfrentar la realidad social que decide retratar; la del entrevistador que formula cuestiones imprecisas, divaga y cambia de temas de modo abrupto; las del ciudadano que se enfrenta a realidades que le resultan lejanas o infrecuentes, aunque conviva con ellas. Rehuyendo cualquier paternalismo, Agüero se interesa por las circunstancias de los personajes visitados, proyectando una mirada horizontal sobre ellos. Eso los convierte en coautores de la película. Aportan sus historias personales, pero también sus escenografías domésticas y el sonido de unos ambientes que solo exhiben su austeridad. Al final, el documentalista acredita a una de sus anfitrionas, una joven de Valparaíso, como colaboradora en la realización.

      En Como me da la gana II, la intención de ofrecer un testimonio del estado del cine chileno en un tiempo específico de su desarrollo le permite examinar una realidad institucional, dar cuenta de su permanente movilidad y recrearla, que es también un modo de imaginarla. Realizada treinta años después de su documental Como me da la gana (1985), en Como me da la gana II, Agüero indaga por el estado del trabajo de sus colegas, los cineastas chilenos. A ellos les formula una pregunta invariable: “¿Qué es lo cinematográfico?”.

      Agüero aparece en el encuadre como realizador de su película y como personaje (lo que también ocurre en El otro día), representando sus dudas y curiosidades, poniendo su subjetividad en cuestión y contrastándola con la de los otros. Como me da la gana II, de ese modo, se convierte en una experiencia intercambiable, de armazón polifónica: la mirada de Agüero se modela en el contacto con la de sus colegas, como Pablo Larraín, entrevistado mientras rueda Neruda (2016), Alicia Vega, Christopher Murray, Marialy Rivas, Niles Atallah, José Luis Torres Leiva. La presencia de esos directores equivale a las intervenciones de aquellos residentes de los barrios populares de Santiago que eran visitados en El otro día.

      Pero ese contacto y colaboración con los otros no impide la afirmación de una autoría fílmica distinguible. A la manera de un artesano, Agüero privilegia el trabajo individual que empieza con la labor de investigación y se extiende hasta el trabajo de edición. En el trayecto, entremezcla las imágenes registradas para el documental que está grabando con aquellas que provienen de sus películas pasadas o de sus filmaciones personales y caseras. Lo cinematográfico se convierte en una fusión de tiempos, experiencias y modos de registros, mezclados ad libitum, “como le da la gana” al propio cineasta.

      Carta a un padre (2014), del argentino Edgardo Cozarinsky, formula las preguntas que el cineasta nunca pudo hacerle a su padre. Preguntas que Cozarinsky, a los veinte años de edad, cuando muere el progenitor, no había tenido tiempo de elaborar, carente aún de esa madurez que puede sembrar dudas sobre una figura enigmática. Pasado el tiempo, ya con 75 años de edad, el realizador organiza una pesquisa sobre el propio pasado y su entronque filial.

      La voz del cineasta marca las etapas de un diálogo imaginario con la figura de ese hombre, nacido en la localidad de Entre Ríos, que eligió un destino errante y cosmopolita luego de alistarse en la Armada Argentina. De él solo quedan algunos objetos, que son palpados por el realizador. Unas manos los dejan caer en desorden. Son tarjetas coloreadas, pruebas materiales de esa comunicación distante que anudó las relaciones entre el hombre ausente, asociado al universo fantástico y aventurero de los viajes a lugares exóticos y remotos, y el hijo que iba formando su sensibilidad y vocación artística. Las postales que muestra Cozarinsky provienen de países repartidos por los siete mares o contienen recuerdos del Japón imperial y guerrero, tal como se lo percibía antes de la Segunda Guerra Mundial. El padre, viajero impenitente, fue también testigo del ascenso del nazismo en Europa y de la amenaza que representaba para judíos como él. La historia física y cultural de la inmigración judía en Argentina es un asunto que se vincula con la identidad del marino perpetuo y, por ende, con la memoria del hijo, heredero de ella.

      Los escenarios de los periplos del padre impregnan de melancolía la evocación de Cozarinsky. No solo porque aparecen como lugares de memoria teñidos con el aura de los bienes perdidos y del gozo desvanecido, sino porque remiten a los amplios territorios que recorrieron los inmigrantes judíos que colonizaron zonas de Argentina que Cozarinsky reconoce como espacios de fundación.

      La visita del director a la localidad de Entre Ríos hace las veces de un tributo que tiene de conmemoración fúnebre y de un viaje hacia el comienzo de las cosas, al inicio de su propia historia. Por eso, la carta que el abuelo Abraham dirige al padre marino, y que lee el nieto cineasta, establece una línea sucesoria que resume trayectorias y pérdidas. Se convierte en el soporte de un diálogo que solo puede ya mantenerse a través de la escritura poética y la fantasía de la memoria. Esa carta convertida en un objeto encontrado es un signo de la continuidad sucesoria, mientras que el puñal para el ejercicio ritual del seppuku que atesoraba el padre luce como el objeto emblemático de los quiebres y separaciones entre esos hombres, sus trayectorias y sus propias épocas.

      La nostalgia es un componente esencial en la visita a Entre Ríos, como suele ocurrir en las películas que exponen el yo del cineasta.

      Las estrategias de evocación poética de estos filmes, en general dan forma a una estética del desarraigo o del desamparo que transita entre la filiación y la orfandad, en este constante ir y venir entre el alejamiento y el acercamiento desde/hacia los orígenes. De ahí que no es de extrañarse que los registros de enunciación narrativos sean la reminiscencia, la nostalgia, el desaliento, la fragilidad del recuerdo y el futuro incierto, la “saudade” que se impregna en los pequeños detalles, gestos e interjecciones. (Lagos Labbé, 2011, pp. 60-80)

      Tiempos del padre, coincidentes con períodos de dictadura y represión política en Argentina. Tiempos del hijo, hombre de letras fascinado con las mitologías del París bohemio y tumultuoso de los años sesenta. Pero también intelectual notable y liberal que, desde el presente, se inquieta con la probable –pero no comprobada– colaboración de su padre en faenas represivas durante los días de las dictaduras en las que le tocó vivir. Esa línea de la pesquisa queda irresuelta.

      La imagen del padre, arraigada en la memoria de la provincia de Entre Ríos, también se conecta con las vivencias del cosmopolitismo asociado a lo exótico y lo lejano, a otras lenguas y otras épocas. Tiene una cualidad nocturna y onírica: “Anoche soñé con Entre Ríos”, dice el cineasta como emparentando su experiencia con la de la segunda señora de Winter al evocar Manderlay, al inicio de Rebeca (Rebecca, 1940), de Alfred Hitchcock.

      No es casual que el desarrollo de la carrera cinematográfica de Edgardo Cozarinsky esté marcado por la extraterritorialidad. Siempre mantuvo un pie en su país y el otro en Europa, filmando en lenguas distintas, como también ocurrió con Raúl Ruiz, otro exiliado. En sus películas encontramos empeños estéticos diversos, desde los afanes experimentales de Puntos suspensivos (1971) a las derivas autoficcionales de Ronda nocturna (2005), así como el examen de las trayectorias creativas o biográficas de personajes de diferentes lenguas e intereses culturales, desde Stefan Zweig (1998) hasta Italo Calvino (1995), pasando por Henri Langlois (Citizen Langlois (1995), Jean Cocteau (Jean Cocteau: Autoportrait d’un inconnu, 1983), Ernst Jünger (La guerre d’un seul homme, 1982), Falconetti, Le Vigan y otros extranjeros en Argentina (Boulevards du crépuscule: Sur Falconetti, Le Vigan et quelques autres en Argentine, 1992). Es la extraterritorialidad que recibió como legado del hombre de Entre Ríos.

      En La televisión y yo (2002), del argentino Andrés Di Tella, la experiencia de la evolución de la televisión argentina se imbrica con la memoria personal. La televisión y yo adopta las formas del autorretrato y del ensayo para convocar la memoria de la formación de la identidad del cineasta como espectador.

      La televisión es el “aparato” que media su relación con el mundo (la versión televisiva de un golpe militar es un recuerdo indeleble para el niño) pero también es una institución ligada al manejo patriarcal de dos empresarios pioneros: Jaime


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