El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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y la única perceptible. Acaso las derrotas y las decepciones de la historia ahora tracen el horizonte de un futuro que resulta menos utópico que probable.

      Los lazos entre la construcción de la identidad, la cosmología y la tragedia histórica son visibles también en El botón de nácar, que hace las veces de filme complementario de Nostalgia de la luz, o segunda pieza de una trilogía que se completa con La cordillera de los sueños (2019).

      Guzmán observa una gota de agua atrapada en un pequeño bloque de cuarzo desde hace miles de años. Es el inicio de una reflexión personal acerca del origen de los océanos, la aparición de las primeras comunidades ligadas a las riquezas del mar y la construcción de sus mitologías allá lejos, en un territorio ubicado en el extremo sur del continente. Pero también es la llamada de atención hacia su extinción progresiva, la liquidación de las comunidades patagónicas y, con ellas, la desaparición de sus ritos, lenguas y visiones del mundo. Pueblos del extremo sur de Chile que estuvieron vinculados, desde siempre, con las riquezas del agua, pero a los que la modernidad da la espalda. Expulsados de sus tierras por colonos interesados en establecer una economía basada en la ganadería, se convierten en nómadas que rememoran los relatos sobre los orígenes de su estirpe.

      Una vez más, los rastros de la historia aparecen, para la mirada de Guzmán, adheridos a la presencia de lo natural. El mar y los ríos esconden secretos de saqueos y exterminios llevados a cabo en nombre de la civilización. Ahí también yacen las víctimas de la dictadura de Pinochet, arrojados desde avionetas y helicópteros. El mar se ha convertido en un inmenso depósito de lo siniestro.

      La voz del “yo” del cineasta adquiere una entonación poética y una construcción que se aleja de la voice over del documental tradicional. Es decir, de la figura propia de “ese discurso científico-administrativo cuyo sujeto está ausente”, según lo señala Pierre Legendre, citado por Niney (2015, p. 108). El método es explicado por Guzmán: “A cada secuencia, aunque sea corta, le añado un texto en la mesa de montaje. Voy redactando frases completamente espontáneas, las grabo, y eso queda incorporado a la película” (Estrada, 2016, párr. 3).

      Las miradas reflexivas sobre el pasado y sus consecuencias, sobre los períodos geológicos y los espacios interestelares, poseen en Nostalgia de la luz y en El botón de nácar una serenidad que contrasta con el tratamiento plagado de incertidumbres de Chile, la memoria obstinada, ese testimonio del reencuentro del cineasta con los participantes de La batalla de Chile y con el país que resistió a la dictadura. Una serenidad que se sustenta en la observación, el análisis, el cuestionamiento, la expresión de las dudas, la especulación sobre bases firmes de conocimiento científico. La voz de Guzmán es la de un ensayista que expresa desalientos, posibilidades y deseos a la vez que comparte algunas epifanías cosmológicas.

      El cine hilvana recuerdos y construye una subjetividad. Todo comenzó por el fin (2015), del colombiano Luis Ospina, traza un autorretrato íntimo que pretende ser también el amplio fresco de una generación de destino contrastado: la de los amigos que, en la ciudad de Cali de los años setenta del siglo pasado, intentó vivir como lo demandaban el tiempo y la historia.

      En el inicio de la película, Ospina se muestra en la cama de un hospital, conectado a máquinas y escáneres, entre una maraña de tubos que penetran en su cuerpo. Es una representación del quebranto orgánico, a la que se añade una cuota de horror. El deterioro físico del cineasta, la presencia de la enfermedad y la irreversibilidad del envejecimiento se muestran de modo hiperrealista. El ánimo del realizador está golpeado por un posible diagnóstico oncológico.

      Esos pasajes recuerdan algunos contenidos en Le filmeur (2005), del francés Alain Cavalier, que se aboca al registro del deterioro del propio cuerpo como una experiencia compartible. El apunte del diario íntimo se hace público. Si Cavalier muestra la lesión cancerosa sobre su rostro, Ospina lo hace con las circunstancias de su internamiento clínico, ajeno a cualquier acento narcisista o intención de crear expectativas mórbidas. Acaso, sí, salpica las imágenes con una suerte de impudor extremo –como el del italiano Nanni Moretti insertando fragmentos de las filmaciones de su quimioterapia en Medici, el tercer episodio o “apunte” de Caro diario (1993)– y con el ánimo contrastado de quien se enfrenta a la posibilidad de su desaparición. Es el documentalista cuya presencia como “autor/ narrador suele funcionar como garante de la mostración, es decir, como médium o intermediario de los ‘hechos del mundo’ ante el espectador” (Carrera y Talens, 2018, p. 149).

      La exhibición de ese cuerpo magullado podría entenderse como un ejercicio de extimidad, una puesta en evidencia de lo privado, pero las imágenes nos llevan a lo sustancial: estamos ante una película que reflexiona sobre el transcurso de los años y sobre las marcas que dejan en el cuerpo y en las cosas. El autorretrato no se exime de mostrar la descomposición actual, sobre todo si ella contrasta con el tiempo mítico de la memoria de la juventud. Y más aún si en esa juventud ya estaban sembrados los gérmenes de la disolución.

      La imagen inicial de su fragilidad conduce a Ospina a buscar la opinión (acaso el apoyo, el aliento o el amor) de los otros, esos amigos de antaño que se reúnen para convocar los recuerdos de una Cali cinéfila que ya no existe –la que veía con entusiasmo la aparición de la revista Ojo al cine–, o que ya no es la misma desde hace varias décadas3. La memoria se convierte en refugio para las desventuras del cuerpo. La experiencia del dolor gatilla la memoria personal y aquella que lo vincula con los amigos. El cine se convierte en una fantasía terapéutica.

      Ninguna autorrepresentación fílmica se limita a establecer un diálogo con la identidad del enunciador; más bien, interroga a los más próximos y a sus entornos. Aparecen los datos ciertos y comprobables, los nombres y las fechas, los incidentes y las historias filtradas por la mirada del autorrepresentado. Esas informaciones se contrastan con los límites e incertidumbres de una memoria personal que no se erige en instancia todopoderosa. El deseo del conocimiento propio se sustenta en un sinfín de inseguridades.

      El documental, tan dotado para registrar los efectos corrosivos del transcurso de los años, parte en reversa para alcanzar la época de las utopías. El animal herido se convierte, de pronto, en un cuerpo enérgico, deseoso de recordar y dotado para todas las aventuras creativas. Del viejo dossier de las memorias se extraen fotos, recortes periodísticos, filmaciones en súper 8 milímetros y documentación variada, que incluye el registro de las películas amateurs filmadas por los amigos. Al trazar su autorretrato, Ospina fusiona sus rasgos personales con los de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez, Patricia Restrepo, los compañeros del Grupo de Cali de los años setenta, el llamado Caliwood: el retrato se vuelve colectivo. El rostro y el cuerpo del “yo” es también el de los otros.

      En esa confluencia de rasgos, Ospina contrasta su vivencia de la muerte con la vocación autodestructiva de muchos miembros de su generación, arrastrados por el culto de la vida intensa, la salsa brava, Johnny Pacheco, los Rolling Stones, las drogas y la tentación del suicidio. Y la película se convierte en memoria de los que se fueron y en un encuentro de los supervivientes. La evocación de la ausencia de los líderes generacionales se realiza desde la afirmación del oficio de vivir, para decirlo a la manera de Cesare Pavese. En el cotejo con los ausentes, se esbozan sentimientos contradictorios: la afirmación de vivir y seguir activo en contraste con algún sentimiento de culpa, acaso vinculado con la incapacidad de los compañeros de entonces de haber prolongado los ideales de los años intensos. La impotencia ante las servidumbres corporales es como un correlato –o una expresión material– de esa melancolía.

      Para trazar un itinerario biográfico, Ospina ya no recurre a las técnicas del falso documental, como en Un tigre de papel (2008), ni apela a la documentación sobre el amigo muerto a los veinticinco años de edad, como en Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1986)4. Lo hace dirigiendo el objetivo de la cámara sobre sí mismo. En ese gesto sintetiza su voluntad ensayística, la misma que animó su evocación de Caicedo. Ospina convierte las imágenes íntimas, las viejas películas que filmó en los años setenta, y los recuerdos de vida, en documentos de archivo, en metraje presto a ser


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