El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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persona, los recuerdos de su infancia en un Santiago de Chile de costumbres recoletas y provincianas. Eran épocas ya lejanas, cuando los presidentes podían salir a pasear sin escoltas ni resguardos. Tiempos en los que el realizador adquiere la pasión por la cartografía –la fascinación ante la representación de su país, esa franja de tierra larga y estrecha– y la astronomía, afición ensimismada, de paciente observación y fantasías sobre el pasado y el porvenir. Un antiguo telescopio alemán le enseña a condensar la inmensidad celeste a través de un dispositivo escópico. El pequeño Patricio imaginaba el cosmos como un inmenso écran, una gran pantalla celeste, mientras contempla el firmamento de un Santiago apacible, como intocado aún por las tormentas de la historia. Luego, vendrían los tiempos de la militancia, del compromiso político y, luego, el gran viento que se llevó la estabilidad democrática en el Chile de los años setenta.

      El título establece el lugar de la enunciación: la nostalgia que refiere es una experiencia íntima, personal, que llega del pasado, como la luz de las estrellas que será el asunto en debate durante el curso de la película. Es “mi” nostalgia, dice Guzmán, usando el posesivo como antes lo hizo para denominar Mon Jules Verne (Mi Julio Verne, 2005) a uno de sus filmes. Para evocar ese Chile de la quietud y la contemplación, Guzmán traza una poética, expone su método de trabajo, habla de sus gustos y preocupaciones, mira en su entorno, pasa de la observación de lo más distante a lo más próximo. Atiende a lo que ocurre sobre la tierra, a cientos de kilómetros al norte de la capital, en el desierto de Atacama, el territorio más reseco, menos húmedo, del planeta.

      Ahí, en un inmenso observatorio, astrónomos de diversas nacionalidades tratan de desentrañar lo que ocurrió en los inicios del universo. Para ello siguen el camino de la luz que viene del pasado. Un pasado que, según explica un astrónomo, es la única realidad perceptible a causa del retraso con que las señales luminosas llegan hasta nuestra consciencia. Si el presente es puesto en cuestión, solo queda persistir en la memoria. El documental, parece decirnos Guzmán, es como un prisma que descompone la luz de la realidad para ofrecerla en sus distintas facetas. Pero ninguna de esas facetas da lugar a certezas. Un documental puede ser tan preciso y tan engañoso como la luz que vemos con intensidad sobre el firmamento, pero que emana de estrellas muertas hace miles de años. El presente siempre es esquivo y jamás podemos percibirlo, al decir de los astrónomos. El documental registra la realidad tangible, pero lo hace organizando una ilusión. Como la alimentada por Agnès Varda, en Les glaneurs et la glaneuse (2000), al empeñarse en asir lo más pasajero y volátil para abarcarlo entre sus dedos2.

      Al mismo tiempo, Guzmán registra otras búsquedas por el presente ilusorio. La de los arqueólogos de sitio y la de los parientes de los desaparecidos durante la dictadura militar de Augusto Pinochet que, al pie del observatorio astronómico, recorren el desierto de Atacama en pos de rastros y huellas del pasado. Tal como señala Irene Depetris Chauvin (2015, párr. 15):

      Como en otras expresiones artísticas de los últimos años, el documental de Guzmán propone una “espacialización de la memoria”, una relocalización de su campo de acción, y un rodeo metafórico que potencia el alcance de ese discurso de memoria al hacer posible una ampliación de la comunidad afectada por la pérdida.

      Los astrónomos buscan con la vista puesta en el firmamento. Los arqueólogos y los deudos lo hacen mirando hacia abajo y escarbando en la superficie de la tierra. El dispositivo documental pasa de la introspección a la encuesta científica y a la indagación sobre la memoria histórica. Esa historia que no se puede cerrar porque aún está incompleta. O que se repite, pero no como farsa, sino como prolongación del horror: en Chacabuco, donde se habilitó un campo de concentración para presos de la dictadura, existió un siglo antes un campamento minero que confinaba a los trabajadores en lugares que tenían algo de panóptico y de células de reclusión para esclavos.

      La puesta en escena traza líneas simétricas y sugiere paradojas. Las búsquedas del infinito y de lo mínimo son paralelas. Los telescopios y toda la parafernalia tecnológica para aguzar la mirada humana resultan inútiles cuando se trata de hallar las evidencias más pequeñas de los crímenes cometidos aquí, en la tierra, sobre el desierto de Atacama. La metáfora puede resultar esquemática y hasta obvia, pero la exposición traza líneas rigurosas y precisas en la descripción de las leyes del tiempo y del espacio, tanto como en el registro de la obstinación de los familiares de los desaparecidos. Las experiencias de lo vivido se encarnan en la materialidad de las cosas, en las capas de pintura que revisten una pared –esos muros en los que se pintaban los lemas políticos de la Unidad Popular que vemos en Salvador Allende (2004)– y que se descascaran al tocarlas, abriendo paso al ejercicio de la evocación. Las metáforas de la memoria se asocian con el tiempo, con la corrosión de la materia y con la noción de fragilidad. Por más persistente que sea (Chile, la memoria obstinada, 1997, es el título de una de sus películas), la memoria está sujeta a degradación y pérdida. Una tensión representada por Federico Fellini en Roma (1972), al mostrar unos frescos pictóricos del pasado romano desvaneciéndose al contacto con el aire de la modernidad.

      Aparece entonces la figura del arquitecto que supo trazar de memoria cada una de las esquinas del campo de concentración en el que estuvo recluido. Imagen que se confronta con el perfil de su esposa, afectada con la enfermedad de Alzheimer. Es como una metáfora de Chile, dice la voz de Guzmán. Caminan juntos el recuerdo y el inevitable olvido. En paralelo, se escarba en lo que algunos sectores de la sociedad chilena prefieren no recordar. Para muchos chilenos somos “una lepra”, dice una mujer que lleva dos décadas buscando los restos de un familiar en el desierto; es decir, tratando de encontrar la aguja en el pajar. Ella, desafía la corrosión.

      El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 es figura central y asunto medular en la obra del director de La batalla de Chile, La memoria obstinada y Salvador Allende, entre otros títulos documentales. Su imagen de autor se ha forjado en esa recurrencia. En sus películas previas, el pasado de Chile se busca en los rastros de lo “real”, en las imágenes documentales y periodísticas encontradas. En la memoria de los archivos. Pero también en la intervención, en primera persona, del narrador, como ocurre en Salvador Allende, para graficar la destrucción “del país que yo conocí”, o para combinar diversos métodos documentales, desde la incorporación de títulos de otros realizadores (Walter Heynowski y Gerhard Scheumann) hasta el registro de conversaciones o debates entre militantes de las ortodoxias de entonces.

      En Nostalgia de la luz (igual que en El botón de nácar, 2015), como ocurre en las películas de Abbas Kiarostami analizadas por Alain Bergala (2004), Guzmán prefiere indagar por las huellas que están impresas en las configuraciones naturales, en el firmamento, en el suelo endurecido y reseco del desierto, en el fondo del mar. Un científico entrevistado dice que el calcio contenido en los huesos de los desaparecidos que buscan los familiares en el desierto es el mismo que se halla en el material cósmico que existe desde la formación del universo. Ese concepto traza vínculos inesperados entre lo eterno y lo contingente. Como si la tragedia nacional estuviese inscrita sobre el territorio físico y más allá.

      Pero esa ampliación del enfoque no modifica la decisión de Guzmán de insertar su propia subjetividad en el dominio del documental. Como en Salvador Allende, la memoria del personaje político se asocia a la experiencia personal, a la búsqueda de la utopía y al fracaso de un proyecto político. Las películas refieren una vivencia íntima, la de Guzmán, pero también la de todos aquellos que compartieron su fervor y sus creencias. Rascaroli (2012, p. 60) señala que el autorretrato cinematográfico recurre a la interpelación directa al espectador. El realizador se dirige a él –como lo hace Guzmán, con su propia voz– para conducirlo a través de ambientes, personajes y situaciones tal como son apreciadas por un punto de vista, pero que resultan reconocibles por otros que compartieron esas experiencias –o similares–, o son capaces de entenderlas. A la manera del diario íntimo, asistimos a una autorrepresentación. En un punto, espectador y autor se encuentran.

      Es curioso que el cineasta militante, realizador de La batalla de Chile (1975), uno de los clásicos del documental político latinoamericano, devoto del futuro revolucionario, se detenga a reflexionar sobre el pasado y la perennidad del tiempo. Y sobre las luchas de la memoria, acaso tan


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