El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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      Es decir, que cada vez que se rememora algo, se está revisando de nuevo la memoria y los recuerdos aparecen bajo una nueva perspectiva: son igualmente vivencias desplazadas de aquella relación inmediata con la realidad que en algún momento mantuvieron… El cineasta ensayista no comenta, sin embargo, los recuerdos, propios o ajenos, con los que trabaja, sino que piensa a través de ellos, con ellos; los recompone para construir el hilo de una reflexión que es como un acto de habla prolongado y, fundamentalmente inacabado, no porque la película no tenga fin, sino porque cada imagen es en sí misma una ruina, un resto de lo que fue cuando era representación directa de la realidad. (Català, 2014, pp. 339-340)

      Otro rasgo introspectivo. Al mostrar su cuerpo frágil, Ospina realiza una evocación de sus propios gustos cinematográficos y de los inicios de su carrera como cineasta. El realizador ha reconocido la influencia que tuvo para su generación un título como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero (Bittencourt, 2019). Generación que descubre también Martin (1978), otra película de Romero, así como los primeros filmes de David Cronenberg, con el horror surgiendo del interior del cuerpo humano y de las trasformaciones orgánicas que provocan neoplasias. El terror mezclado con la política y la mirada crítica hacia el poder, o hacia todos los poderes. En una de las primeras películas de Ospina, Pura sangre (1982), las disfunciones corporales articulaban la fantasía del horror y la desconfianza hacia las jerarquías sociales y el sistema. Todo comenzó por el fin le da la posibilidad de detectar la fuente del horror en su propio cuerpo, que reacciona activando la memoria de una época. Lo que nos da pie para una lectura posible: Ospina rinde tributo al admirado Cronenberg ya no por las vías de la ficción, sino por las del retrato personal.

      Las películas del chileno Ignacio Agüero conforman la crónica, en primera persona, de una identidad cambiante. En ellas, lo vemos preguntándose sobre su oficio, examinando su pasado, cotejando las imágenes de sus películas previas, evocando las presencias familiares ya desaparecidas y contrastando su talante con el de muchos otros, de identidades tan esquivas como la suya.

      La preocupación central de su cine es la de la subjetividad construyéndose en el tiempo y en el cotejo con los cambios en la ciudad –Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací), 2000– y con los otros, sean ciudadanos anónimos o colegas cineastas. El otro día (2012) y Como me da la gana II (2016), dan cuenta de la naturaleza e intenciones de su emprendimiento.

      En El otro día, las reglas del juego se establecen con nitidez desde el inicio. El realizador se impone un deber de reciprocidad, casi un imperativo ético: a cada una de las personas que llamen a la puerta de su casa, por el motivo que fuere, les solicitará una autorización para visitarlas y entrevistarlas, ante su cámara, en su respectivo hogar, no importa cuán lejos se encuentre. Se convertirán así en “personajes” de su documental, que queda abierto al azar de las visitas.

      El cineasta, instalado en el barrio santiaguino de Providencia, se pone en guardia, pero antes deja que su memoria se exprese a través de los objetos de otras épocas. Empieza mostrándose en un entorno apacible y crepuscular, una casa tachonada de recuerdos familiares, objetos marinos y memorias antárticas que evocan la profesión del padre, oficial de la Armada chilena. Algunas de las imágenes que se insertan, como la foto de sus padres recién casados, parecen ratificar el aserto de Michel Beaujour, citado por Adrian Martin (2008, p. 46), que afirma: “El autorretrato sería antes que nada un paseo imaginario por un sistema de lugares, un depósito de recuerdos en imágenes”. Y un memorial del tiempo perdido que queda coagulado en las fotos enmarcadas, en los adornos de las paredes, en el perfil del realizador proyectando su sombra sobre los espacios domésticos. Son las formas materiales de la melancolía.

      También vemos fragmentos de sus películas, como No olvidar (1982) y Sueños de hielo (1993), y la cámara recorre por “dibujos infantiles, un mapa de Santiago, pinturas, libros, que dialogan con los recuerdos y las asociaciones que el director hace a partir de ellos” (De los Ríos y Donoso, 2014, p. 64). En el cine de Agüero cuentan los factores íntimos, sociales, políticos, pero sobre todo importan el impacto de lo sensible y las mutaciones de lo tangible. De aquello que puede ser registrado por la cámara. De lo que puede ser sentido, conocido y aprehendido y, por eso, tiene el poder de transformar.

      La foto de sus padres recibe una atención especial. Como en El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice, Agüero, al igual que el pintor Antonio López, espera que caiga una luz particular sobre ese objeto, capaz de convocar a la memoria. Direccionada con precisión, pero sin ser forzada, la luz de aquella hora específica de la tarde impregnará el retrato de reverberaciones singulares. Mientras ese momento llega, la cámara recoge el paso moroso del tiempo, rozando acaso la impresión de insignificancia. Es el tiempo del combate del cine con aquello que fluye sin detenerse; la lucha por registrar el paso del tiempo expresándose en la fluencia inestable de la luz.

      Agüero encuentra en ese recorrido luminoso el signo de su propia memoria y de su identidad en tránsito. El devenir lo altera todo y para dar cuenta de él se requiere apelar a modos diversos de enunciación: los del diario personal filmado, el autorretrato y la crónica de viajes. También los de la reflexión ensayística. El material de archivo, la foto conservada del padre, impulsa la pregunta por la actitud que hubiera adoptado el oficial Agüero ante la traición contra la democracia en la que participó la Armada chilena en septiembre de 1973. Arlindo Machado (2010, párr. 24) refiriéndose a las posibilidades del cine como ensayo dice: “Lo único que realmente importa es lo que el cineasta hace con esos materiales, cómo construye con ellos una reflexión rica sobre el mundo, cómo transforma todos esos materiales inertes y en bruto en experiencia de vida y pensamiento”. La imagen del padre marino infiltra en El otro día el peso de la historia pasada y la interrogación acerca de lo que ocurrió en Chile ese fatídico 11 de setiembre de 1973. Pero esa incursión evocativa –aparejada con la reflexión histórica– no paraliza al documentalista. Agüero se mantiene atento a cada una de las llamadas a la puerta de su casa. Es el “ábrete sésamo” que convertirá a los visitantes en colaboradores de la película que está realizando.

      Luego del cotejo consigo mismo, el cineasta se apresta para la excursión y el encuentro con la alteridad. Con independencia de sus identidades, antecedentes, ubicaciones en la jerarquía social, o antecedentes personales, la única regla establecida para los participantes de este casting librado a lo aleatorio es el de haber llamado previamente al timbre de la residencia. En forma progresiva, se incorporan a la película un mendigo, una diseñadora que vive en Valparaíso, un cartero, entre otros. El reto que se les plantea tiene algo de desafiante y de lúdico.

      Teniendo como punto de partida su barrio de la clase media acomodada de Santiago de Chile, Agüero deberá desplazarse hacia zonas periféricas de la ciudad para cotejar a sus visitantes, cumpliendo las reglas autoimpuestas por el dispositivo del filme. Sobre el croquis de la ciudad de Santiago, que sirve para trazar los recorridos de sus visitas, se sobreim-prime un mapa virtual, marcado por la imprevisibilidad de los derroteros y las exigencias impuestas por los casuales visitantes, que ahora se convertirán en visitados. Del centro a la periferia, los desplazamientos del documentalista ponen en cuestión la naturaleza de la mirada hacia el otro. La presencia de la cámara y del propio Agüero, convertido en huésped transitorio, acaso intruso e inquisidor, aunque siempre amable y curioso, trastorna la domesticidad de los anfitriones, y acaso naturaliza su pobreza o su marginalidad. Suman siete los tránsitos del cineasta hacia lugares que tal vez nunca visitó antes y que descubre en compañía de su cámara. Los mapas que grafican los recorridos se convierten en expresiones de esa capital de Chile marcada por la brecha de las diferencias económicas, sociales y culturales.

      Una vez que Agüero se instala en cada uno de los espacios de su recorrido, emprende el registro visual y formula las preguntas esenciales. Es decir, recurre a las herramientas del documentalista, apelando a una metodología de trabajo cercana a la del brasileño Eduardo Coutinho. Observa a los otros en la intimidad de sus afectos y en sus prácticas ordinarias. Pero a diferencia de Coutinho, el chileno no convoca a sus comparecientes a un set de filmación. Por el contrario, acude hasta donde ellos se encuentran


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