El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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se construye como personaje. Para ello se dota de una memoria que debe visualizarse. Se expresa en los materiales de archivo, sobre todo fílmicos: imágenes de su propia vida familiar. Y en sus lecturas, porque Di Tella se forma en la relación amical y de admiración por la literatura y la ensayística de Piglia, así como en su vinculación con la figura del escritor Macedonio Fernández. Por el contrario, el Piglia convertido en personaje de 327 cuadernos afirma no reconocerse en sus antiguos apuntes. Frente a sus diarios, se declara un desconocido. Para recrear el tiempo condensado en los cuadernos de Emilio Renzi, Di Tella recurre al método que elige para documentarse a sí mismo: toma imágenes de archivo que ligan lo personal con lo histórico. Vemos imágenes de la caída de Perón, de la muerte del Che Guevara, del mundo literario y cultural contemporáneo a la juventud de Ricardo Piglia. El personaje del escritor, y el de su heterónimo, es recreado por una memoria que es compartida por todos los argentinos. La historia política se entrelaza con una trayectoria personal, como ocurrió en Montoneros, una historia (1994), de Di Tella.

      La obra 327 cuadernos perfila su condición de registro de no ficción con la ocurrencia de un hecho inesperado durante el rodaje: Piglia es diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica. El documento se impregna entonces de un tono elegíaco, pero también se interroga sobre sus propios límites. ¿Hasta dónde seguir con el registro? ¿Cómo evadir el presente del testimonio sin ser fiel a él? ¿Cuál es el encuadre justo para dar cuenta de aquello que podría abrir las puertas a la obscenidad de mostrar un cuerpo deteriorado?

      El acercamiento a Piglia tiene un antecedente en la obra de Andrés Di Tella: Hachazos (2011). En esa película, el retrato de un artista cercano y querido sirve como reflejo ideal del autorretrato que Di Tella tramita. El cineasta experimental argentino Claudio Caldini –cultor de los rodajes en el formato fílmico de súper 8 milímetros– está en el centro. Se muestra su obra y su personalidad, su vigencia en los años setenta, seguida de un eclipse casi total, pero también se intercalan las memorias del propio Di Tella que narra su encuentro inicial con Caldini en 1976. A ello se añaden los signos de reconocimiento del trabajo del uno en el del otro. Como Caldini, Di Tella se interesa en observar su entorno, en trabajar la materialidad de los soportes de la imagen y el sonido, y en pensar la posición del cineasta.

      Santiago (2007), del brasileño João Moreira Salles, registra la comparecencia de un personaje ante la cámara. En 1992, durante cinco días sucesivos, el realizador, heredero de la fortuna de una rica familia brasileña dedicada a las finanzas, filma el testimonio de vida del mayordomo que trabajó en su residencia durante casi cuatro décadas. Moreira Salles concentra el objetivo de la cámara en la presencia de Santiago, el viejo y fidelísimo empleado de origen argentino, para atender a su relato oral, a sus gestos, a la expresividad de su cuerpo y sus movimientos.

      El dispositivo de observación excluye todo aquello que pueda distraer del retrato de Santiago Badariotti Merlo que evoca, con fruición, la opulencia del medio en el que sirvió, las rutinas de la domesticidad, su inalterable devoción por la cultura del Renacimiento y por la ópera. Mientras ello ocurre, la cámara constata los afanes del anciano, propios de alguna compulsión grafomaníaca, volcado a la labor de registrar los linajes de las casas reales europeas y anotar, ayudado por una vieja máquina de escribir, las minucias biográficas de diversos personajes de la historia universal.

      El dispositivo que observa a Santiago es también el que interpela al que está al otro lado de la cámara, en un fuera de campo permanente. Es decir, el propio Moreira Salles, que reconstruye su biografía a través de la memoria del mayordomo de la mansión familiar. Filmada en 1992, pero editada en 2005, los trece años de diferencia entre ambas fases del proceso de realización le otorgan a la película una cualidad especial. Para el realizador, sus propios materiales fílmicos archivados por más de una década se convierten en “metrajes encontrados” que es preciso intervenir. Son residuos de una filmación que no se pueden dejar tal como están. Es preciso interrogarlos. Pero las preguntas que se les pueden hacer hoy son distintas de aquellas que pudieron formularse años atrás, durante el rodaje.

      El cineasta Moreira del año 2005 cuestiona al cineasta Moreira de 1992. Le reprocha no haber tenido la serenidad, la paciencia, la madurez o la experiencia requerida para registrar, captar o conservar la sustancia del testimonio de Santiago. Trece años después, solo le queda la oportunidad de aprovechar lo que tiene entre manos, dándole coherencia y adoptando un punto de vista que unifique el conjunto. Pero también le es posible prestar atención a los sentidos subterráneos de ese material que reaparece, tratando de salvar aquello que dejó de lado entonces a causa de su inexperiencia o de su incapacidad para comprender algunos hechos o razones.

      La edición del material genera interrogantes. Santiago ya no está. Es imposible refilmar o corregir los yerros del rodaje previo. Tampoco se pueden verificar los testimonios o cotejarlos con hechos ciertos. Solo queda un magma de imágenes y sonidos que acaso resulte insuficiente para dar cuenta de la verdad de lo narrado por el mayordomo o para comprobar su naturaleza ilusoria. El dispositivo de Santiago le da la apariencia de ser una película en trance de construcción. Todo es provisorio en ella. Desde la espectral presencia de Santiago, al que sabemos desaparecido hace tiempo, hasta la porosidad de su memoria, acaso fidedigna, acaso imaginaria.

      Moreira entonces decide incorporar materiales filmados que parecían secundarios, ajenos al retrato del personaje. Son tomas por descartar en las que Santiago responde a preguntas tangenciales del cineasta sobre su infancia. Al asimilar ese material, el realizador traza un paralelo entre la imagen del entrevistado y los fragmentos de su propia biografía, tal como es recordada por el empleado de su familia. Santiago es también el retrato del entorno del pequeño João Moreira Salles, el niño de la mansión, creciendo en un mundo que lo mimaba. Vidas paralelas que son también biografías opuestas; destinos antagónicos marcados por las diferencias de clase.

      Santiago responde a los requerimientos del cineasta con elocuencia y sentido de la oportunidad, manifestando siempre una lúcida conciencia de lo terminal. Exclama con frecuencia: “¡todos están muertos!”, “¡todo está acabado!”. En paralelo, con melancolía, evoca un mundo de esplendores ya extinguidos, como sacados de El Gatopardo. En sus fiestas, los ricos y poderosos de un país ya inexistente interrumpían sus rutinas para brindar con champaña por el cumpleaños de Santiago, el imprescindible servidor. Gestos de condescendencia señorial y clasista.

      Al final, la memoria de la subalternidad se convierte en celebración: vemos a Santiago figurándose a sí mismo como un personaje de otros tiempos que se desplaza, con gracia y afectación, por los ambientes de algún palazzo florentino en tiempos de los Medici. En esos fragmentos de película, acaso destinados al descarte, sin el apoyo de la banda sonora, se descubre a Santiago como performer. Es el intérprete, acaso involuntario, de las fantasías que enmascararon su homosexualidad y disimularon esas diferencias de clase que fueron modelando su conducta durante toda una vida. Posa ante la cámara como si gozase con la fantasía de un hecho irreversible y póstumo: tal vez, algún día, su existencia subordinada encontrará la redención (o la sublimación) a través de la imagen.

      La madre de Moreira Salles es la presencia que impulsa el desarrollo de No Intenso Agora (2017). Mejor, las imágenes de la madre, filmadas en súper 8 milímetros durante un viaje a China en el año 1966. Dama de la sociedad acomodada del Brasil, mujer de mundo, con residencia temporal en París, la viajera llega a una China conmovida con los cambios de la Revolución Cultural. Aunque las ondas sísmicas de la trasformación política le lleguen atenuadas por el trato que se le dispensa en su calidad de turista, la presencia masiva de los guardias rojos recitando, como letanías, las líneas del pensamiento Mao, y las proclamas antiimperialistas que penden de las fachadas aldeanas, le crean la sensación de enfrentar a un mundo casi impenetrable para su formación y su estilo de vida.

      Cinco décadas después, su hijo aprovecha esas imágenes para complementarlas con otras, ajenas, pero próximas en la imaginación y, acaso, en los ideales, realizadas por camarógrafos anónimos o identificados, unidos por el ventarrón que agitaba esos tiempos movilizadores, el “intenso ahora” de las revoluciones libertarias del Mayo francés, de la Primavera de Praga, y de los movimientos


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