El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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se extiende en Poesía sin fin. Una vez más, Fellini es el modelo. Pero aquí, Amarcord parece convocar a Los inútiles (I vitelloni, 1953), con su retrato de una juventud que busca un lugar en el mundo. Es el retrato del psicomago adolescente. Lo carnavalesco parece ganar la partida y se suceden secuencias de cierta autonomía que muestran comparsas fantasmales, combatientes ninjas, personajes salidos de alguna rutina de cabaret, una amante del protagonista que es interpretada por la misma actriz que encarna a su madre, figurantes con anomalías físicas, alegorías satíricas sobre algunos hechos históricos, recuerdos del pasado que buscan proyectarse sobre el presente en forma de grandes fotografías que cubren el paisaje urbano. Es la gran parada de los fetiches del director. Ellos nos conducen a una secuencia culminante en la que caen las máscaras del simulacro narcisista y autocomplaciente que vemos en tantas de sus películas: la emotiva despedida del padre6.

      Arqueologías del luto: memorias y posmemoria

      ¿Cómo acercarse al pasado luctuoso que se mantiene irresuelto o que se recibió como narración formulada por los mayores?

      Una promoción de realizadores latinoamericanos nacidos a mediados, o en los años finales, de la década de los setenta del siglo pasado, ha indagado en la memoria borrosa de sus propios orígenes y en el trauma originado por la muerte o la desaparición de sus familiares durante los gobiernos dictatoriales establecidos en diversos países de la región.

      La familia como institución permeada por los avatares de la Historia se convierte en protagonista de películas que formulan hipótesis, trazan recorridos inciertos, examinan indicios, irrumpen en las zonas imprecisas de la memoria familiar o social. No aspiran a encontrar verdades inamovibles, como pretendían los miembros de las generaciones anteriores, movidos por la convicción de un cambio social que se proclamaba desde las certezas doctrinarias indiscutibles. Por el contrario, los cineastas que documentan sus subjetividades, conscientes de sus límites, intentan autorrepresentarse mientras llevan a cabo sus pesquisas.

      El dispositivo cinematográfico se convierte en mediador entre el trabajo arqueológico que desentierra recuerdos personales y el “montaje” de lo hallado. El registro fílmico se adecua al modo de la búsqueda, investigación o pesquisa del pasado a partir de una conciencia que vigila desde el presente.

      Piedras (2014, p. 28), refiriéndose a los tópicos del cine argentino reinterpretados por el documental en primera persona, enumera los siguientes: “la revisión de un pasado traumático saturado de represión, muerte y violencia; la conformación identitaria familiar, étnic[a] y/o cultural; y los imaginarios del centro y su periferia”. Esos son también los motivos recurrentes en muchos otros títulos inscritos en esa línea de la no ficción latinoamericana. El volver sobre los traumas dejados por el pasado político de sus respectivas naciones es constante en esa modalidad de la representación documental.

      La necesidad de examinar las circunstancias de la desaparición y muerte de personas cercanas o amadas suele gatillar esas indagaciones. Acaso se trate de los padres que nunca conoció el cineasta, o los parientes que cayeron en sus luchas militantes, o que se vieron afectados por otras razones. Esas desapariciones, acaso lejanas en el tiempo, permanecen como marcas en la conciencia, impulsando un proceso de elaboración personal, ordenamiento de informaciones recibidas, búsqueda de motivos, acopio de fuentes, selección y síntesis de testimonios, cotejo de versiones a veces contradictorias, relecturas de los hechos e interpretaciones de lo obtenido. En esa confrontación crítica con el pasado –y de insatisfacción con el presente– los realizadores asumen un gesto cuestionador, político.

      A diferencia del cine de ficción argumental que dramatiza las circunstancias del pasado en el tiempo presente del relato, incluso en los casos de realizadores que no vivieron la experiencia de la historia narrada, en la no ficción predominan las reconstrucciones testimoniales. Se impone el cotejo de lo registrado en los archivos con las historias dramáticas que los hijos o los nietos recibieron como legados de sus mayores. Los cineastas encaran la representación de un pasado que no vivieron, pero que les llega a través de los traumas heredados de los padres y abuelos, o por las narraciones llegadas hasta ellos. Hirsch (2002, p. 22) describe la experiencia de la posmemoria como la de “aquellos que crecieron dominados por narrativas previas a las de su nacimiento” y por las historias procesadas por una generación anterior que enfrentó hechos traumáticos que se resisten a la comprensión y a la recreación.

      La segunda característica de la posmemoria, tal como lo señala Marianne Hirsch, implica una posición de marginalidad. Ajenos al tiempo de sus padres, apartados de las experiencias políticas de estos y de los lugares y acontecimientos de su biografía, se asoman a las vivencias de estos con los ojos del recién llegado. Miran desde “Otro” lado para asediar un pasado que no es el suyo… Pero al crecer entre los susurros de un pasado que no conocieron, la memoria se convierte para ellos en un espacio que requiere ser llenado por una narrativa que pueda reparar la fractura en la que vagabundean los fantasmas. (Waldman, 2007, p. 397)

      Las estrategias de esa búsqueda narrativa se perfilan a través de modos distintos: convocando el pasado a través de los objetos de memoria, desde registros fotográficos hasta prendas personales; poniendo en escena los contenidos de la memoria y sus posibles acciones, o reconstruyendo las escenas tal como pudieron haber ocurrido, o tal como las recuerdan los otros; contrastando lo íntimo y lo social y estableciendo una narrativa que se organiza a la manera de un vaivén permanente con las dimensiones de lo político y lo histórico. Por supuesto, esas líneas de desarrollo no son excluyentes ni unívocas. Ellas suelen entretejer vías de búsqueda, derroteros y afectos que se ponen en juego.

      La posmemoria constituye una experiencia compartida por los cineastas nacidos desde la década de los años setenta del siglo xx, sobre todo aquellos que recibieron de sus mayores las narraciones de la muerte o desaparición de sus padres en el contexto de las dictaduras militares establecidas en Argentina, en Chile, en Brasil, en Paraguay. Son los herederos de una experiencia histórica que no vivieron en forma directa, o que no pueden recordar por razones de edad, pero que procesan a través de lo que conocieron o estudiaron.

      La experiencia de aquella generación que lleva en sí la cicatriz, pero no la herida, y cuyas propias historias se desdibujan por las narrativas e imágenes de los acontecimientos vividos por la generación anterior… Si toda memoria es subjetiva, selectiva y fragmentaria, la reconstrucción de la posmemoria no puede apelar a la prueba; carece de archivos a la medida o de huellas certeras en el origen… Ella es una memoria “otra”, que presupone una relación precaria con el mundo. Su lugar es la “alteridad”, y, por lo tanto, se ubica en un espacio de riesgo, fragmentario y frágil. (Waldman, 2007, p. 396)

      Las narrativas de estas películas suelen tomar las formas de las reconstrucciones de hechos o de experiencias del pasado. En el camino, se suceden las visitas a archivos institucionales o familiares y las visitas a los escenarios donde ocurrieron los hechos dolorosos para entrevistar a testigos, vecinos o sujetos que afirman no haber visto nada y no saber nada. Se traza el horizonte de una pesquisa que tiene como hilo conductor un relato personal, un punto de vista que orienta y significa el periplo. Es un “yo” cotejado con las fisuras de la memoria; que sale al encuentro de los eslabones faltantes de una biografía personal. Esa confrontación con los hechos apela a la combinación de representación y documento, de puesta en escena de la propia persona, de relato confesional, entre otros.

      Calle Santa Fe (2006) muestra a la documentalista chilena Carmen Castillo, exiliada en Europa desde 1975, regresando a su país para tratar de ordenar las piezas faltantes de ese relato fundacional para la izquierda latinoamericana que es la muerte, en octubre de 1974, de Miguel Enríquez, el Secretario General del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), por acción de la policía política, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), del gobierno de Augusto Pinochet.

      Desde el exilio en Francia, Carmen Castillo se propone cotejar su identidad actual con la de aquella mujer joven que asistió a la muerte de su pareja. La clave está en la visita de la casa que ocupó, en Santiago de Chile, junto con Enríquez y su hija, durante un año de clandestinidad. Luego de tres décadas,


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