La Espera y otros relatos oscuros. Abel Gustavo Maciel
sonreír, pero sabía que jamás volvería a realizar tal gesto. Las palabras, entonces, me parecieron pronunciadas por otro.
—Es que estaba… asesinándome.
Él, ella y ellos
Ella me visita de noche.
Es transparente a los avisos previos. Me he acostumbrado a esas apariciones repentinas, perfumadas de un aroma místico similar al de los sahumerios en los velorios, más allá de una despedida molecular, y adornadas de flores silvestres.
Se materializa en el living de la casa, delante de la puerta balcón que la separa del jardín de otoño, allí donde los árboles derraman sus hojas secas cubriendo la hierba preocupada en no crecer.
En los últimos tiempos me he planteado sobre la necesidad de sus apariciones. Al principio, como era lógico de pensar dada la extraña contingencia de sus visitas, creía que se trataba de una impronta asociada exclusivamente a mi persona. Luego, en la medida en que los acontecimientos se fueron desarrollando, comencé a dudar de esta afirmación. De todas formas, más allá de la locura implícita en la trama de estos encuentros, la dependencia que mi alma fue adquiriendo resultaba indudable.
Su figura, en principio, me parece etérea. La proyección tarda unos minutos en estabilizarse. Y la bruma que la rodea también toma su tiempo en disolverse. Una vez precipitada la escena, su sonrisa se hace cargo de mis miedos. Entonces, puedo contemplarla sin culpas.
En esos momentos intento navegar su bajorrelieve femenino, dotado de claroscuros insidiosos que se pierden en la profundidad de los abismos no asequibles a los sentidos de superficie. Luego, me atrapa el sentimiento de impronta prohibida. Lo producen los seres virtuales cuando han decidido transponer las fronteras asignadas por la razón divisoria de la realidad.
El cuerpo irradia fragilidad, al igual que la sustancia que lo constituye. Sin embargo, se muestra firme al tacto. Pero esta circunstancia es solo eso, una circunstancia derivada de otra, y de otra y de otras…
Su cabellera es rubia y cae como libre catarata sobre los hombros. La túnica dorada, de una sola pieza como suele resultar común entre los seres imaginarios, acompaña el alineo cubriendo de manera cómplice un cuerpo desnudo.
El primer encuentro fue desagradable. Tal vez influyera lo espontáneo de la precipitación. O simplemente respondiera al terror que siempre he sentido por las mujeres.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó a quemarropa, sin abandonar esa sonrisa que sabía penetrar la coraza de mi armadura.
Contemplé esos ojos centellantes, faros nocturnos suspendidos en la bruma densa de un puerto clandestino. Ella miraba a través de mí sin dejar de controlar cada uno de los movimientos. No me agradaba el timbre de su voz, mezcla extraña de autoritarismo y reclamo de niña solitaria en busca de un abrazo protector. Ella podía ser ambas cosas a la vez y muchas otras también. Rápidamente caí en cuenta de la desnudez de mi alma frente a esos ojos palpitantes.
—¿Por qué me llamaste, niño desvalido? —insistió desde su sonrisa endiablada.
—Pero… yo no…
Supe entonces que la nuestra sería una relación asimétrica, un vínculo enfermo —como diría un psicoanalista desde la comodidad de su sillón asimétrico—, una relación matizada por la estereotipia de la experiencia amo–esclavo. Sin embargo, en esos primeros encuentros no resultaba importante esta disonancia. Los campos inductivos se hacen cargo de todo tipo de asperezas y cubren en su resonancia los accidentes del bajorrelieve.
Ella bajó de su pedestal, virtual por supuesto, y señaló el único lecho de dos plazas emplazado en el recinto. Mi departamento en esas épocas era reticente en mobiliario.
—Hoy lo haremos rápido, mi amor…
“¿Mi amor?”, pensé entonces. Nada de esto es real, me dije. La piel etérea, la túnica dorada, la cabellera cayendo sobre los hombros y mi oculta necesidad de pertenencia; ilusión, partícula buscada por la cuántica moderna tan lejos del átomo como el viento de la piedra que erosiona.
—No creas que siempre será así. —Su rostro denotaba fingido arrepentimiento. De todas formas, sabía yo que el tono en su voz tenía ese dejo de autoritarismo de los líderes políticos, acostumbrados a lograr el vínculo de dependencia mediante expresiones melosas y siempre correctas.
En esa primera noche descubrí su virtuosismo histriónico y aquella extrema capacidad manipuladora.
—Es que en un rato debo reunirme con unos amigos y haremos una fiesta un tanto… especial.
Dejó escapar una risita contagiosa. Sus ojos se achicaban cuando lo hacía, hasta transformarse en dos ranuras alargadas. Era una dulce expresión de niña traviesa que me gustó, debo admitir.
—No te hagas problema por los detalles. A veces me voy de boca, amigo mío. Por supuesto, respetaré al pie de la letra las condiciones del contrato que nos liga.
—¿El… contrato?...
Aquella muchacha no dejaba de sorprenderme. A poco de estar balbuceando todo el tempo temí que me considerara un idiota o algo parecido. Entonces, adopté un aire de mayor seriedad.
—A lo mejor yo te parezca un tipo que…
Pero ella se mostraba decidida a no escuchar mis palabras vacilantes. Me condujo a la cama desarreglada que esperaba a un costado del ventanal. Solía dormir por las noches sobre aquel colchón desvencijado. En esos momentos lo miraba con otro tipo de angustia, la del reo sometido a la prueba de la verdad.
“Es que ella… ella no sabe que yo… que jamás he… ¡Por mil demonios, se va a dar cuenta la desgraciada…!”, pensé, con la desesperación de quien no tiene otra salida.
Todo condenado sabe que no podrá superar la prueba, no puede hacerlo dada la necesidad de cumplir la sentencia previa. Así funciona “la culpa”. De todas formas, en la primera noche estas cuestiones no resultaban demasiado claras en medio de la confusión de los acontecimientos.
A partir de esta circunstancia, el mundo circundante comenzó a transformarse en objeto persecutorio. Soy una persona voluble, lo sé, pero hay una energía especial en la esquizofrenia de persecución. Quizás se trate de alcanzar cierta notoriedad para quien ejerce este rol. Si el perpetrador te persigue significa que tu persona reviste un grado de importancia en su trama de relaciones. Esto calma la ansiedad de saberse observado, pero solo en un cierto punto.
En tanto ella me desnudaba con manos profesionales y dotadas de habilidad para esos menesteres, creía ver detrás del ventanal a mis guardianes diurnos. Ellos son silenciosos y pacientes. Espían desde las sombras. Sus almas frías y aplicadas al protocolo de vigilancia los obligan a contemplarme desde la clandestinidad.
Durante el ciclo diurno ellos manipulan mi mente. Incorporan los programas a cumplir en tanto el sol se desplaza en el techo de esta prisión: trabajo, una familia, reuniones sociales en las celdas de otros prisioneros, el noticiero televisivo y las demás rutinas correspondientes a la vida impropia.
Creo que se sienten invisibles, tal vez los gobierne una poderosa omnipotencia. Sin embargo, puedo ver sus siluetas estilizadas y ocultas detrás de los arbustos en el Jardín de Otoño. Empero, su proceder no me genera odio. Después de todo realizan su trabajo. En las prisiones los roles deben cumplirse. Esto lo aprendí contemplando a los esclavos que dedican sus vidas a rutinas que consideran propias. Por supuesto, desconocen las fuerzas invisibles induciendo sus comportamientos. Si estas acciones no fueran ejecutadas diariamente, siguiendo las costumbres culturales dispuestos para tales efectos, las paredes de las prisiones personales, el piso, el cielo abovedado y nuestra conciencia de fronteras se disolverían. Entonces, solo quedaría esa libertad tan temida…
—Tranquilo, tranquilo, mi amor, yo te ayudo… Para eso estamos aquí, ¿no es así? —murmuraba ella, desnuda a mi lado con su piel blanca y sedosa.
Intenté responder en vano al requerimiento. Cualquier frase que se acomodaba en mi cabeza me parecía idiota,