La Espera y otros relatos oscuros. Abel Gustavo Maciel
cabo de un corto tiempo la intrusa me acarició los cabellos con actitud maternal. Ahora la sonrisa era tierna y comprensiva.
—No te preocupes, querido. Estas cosas suelen suceder. A veces las energías las tenemos en otra parte y la mente nos juega una mala pasada. He visto flaquear a gladiadores con muchos combates en sus prontuarios. Debo marcharme ahora. Te dije. La fiesta con mis amigos…
Los guardianes diurnos, ocultos detrás del ventanal, contemplaban mi defección con rostros serios y calculadores.
La dama cubrió su cuerpo con la túnica de una sola pieza y me dirigió una última mirada.
—Mañana a la noche, como dice el contrato, nos volveremos a ver.
—¿Qué…? ¿El contrato?...
Y así como se había materializado en mi cuarto, sin otro preámbulo que su propia decisión, el cuerpo desapareció con un pequeño destello color ámbar. Entonces, un perfume misterioso invadió mi mente. Aquel había sido nuestro primer encuentro.
La promesa de volver a vernos la noche siguiente me produjo gran angustia. Busqué cobijo en el lecho y rápidamente caí en los brazos de Morfeo. A esas tierras mis guardianes no pueden llegar. Algo había aprendido con el descubrimiento de la prisión diurna. Los sueños acontecen más allá de esta celda de vigilia.
Las actividades amparadas por la luz que ciega resultaron tan rutinarias como mis expectativas lo esperaban. Nueve horas realizando tareas previsibles en el Museo de Ciencias Naturales donde cumplía mi condena diaria, otras cuatro horas recibiendo adoctrinamiento en una universidad local, regreso a mi celda personal con la promesa de parte de mis amigos de visitar el Jardín Botánico durante el fin de semana.
Ella, según lo estipulado en el contrato, se materializó durante la noche tal como lo había hecho en el primer encuentro. Lo hizo nuevamente frente al ventanal. Yo la esperaba desde hacía una hora, impaciente y dispuesto a intentar otra impronta entre las sábanas. Me excitaba imaginar la fiesta con esos amigos a los que suponía promiscuos y libertinos como ella misma se insinuaba.
Contemplé la catarata color oro cayendo sobre los hombros, las pupilas diminutas y aquella piel casi transparente. Supe entonces que deseaba su presencia. Ella, en forma irremediable, despertaba el esclavo que había en mí…
—Tardaste —se me ocurrió balbucear. Cuando la palabra me pareció impertinente no pude evitar el sonrojarme.
Sonrió, ajena a mis sentimientos.
—Un poco, es cierto. El contrato dice “por las noches”, querido. No especifica horario. Además, tenía que desandar el camino de la fiesta. Mis amigos… a veces se vuelven un tanto… pesados. ¿Te acordás? Ayer te dije…
—Sí, sí. La fiesta… —respondí, nervioso.
Durante un segundo la sonrisa pareció borrarse de su rostro. Fue tan solo eso, una ilusión óptica, seguramente. Ella jamás perdía el control de la situación. Era buena contratista y sabía cumplir los compromisos asumidos.
Con movimientos torpes la empujé sobre el lecho y me abalancé con el deseo de romper aquella maldición. El ambiente se asumía pesado y el silencio era buen rector de mis movimientos. Durante el día había pensado mucho en ella. La mente es territorio de los guardianes, pero por lo general prestan poca atención a tus pensamientos. Quizá les parezcan estructuras de bajo monto. La omnipotencia gobierna a esos dioses.
Después de meditar el problema lo suficiente, decidí que una violación anularía sus pretensiones de regreso en los días siguientes. En realidad no me gustan las violaciones. Luego de acontecer y según la violencia aplicada, dejan un sabor amargo y una extraña situación de soledad. Sin embargo, estaba convencido de algo. Su juego era diferente. El empleo de la violencia a veces resulta necesario para atemperar la pulsión interna.
Cuando procedí a rasgarle la túnica comenzó a reír a carcajadas. No comprendía el motivo de la risa y el rencor fue refugiándose en mi corazón. Furioso, apresuré las maniobras hasta que la impotencia se transformó en mi obsesión.
Ella reía sobre mis oídos con la indulgencia de la que era capaz. Los movimientos, compulsivos y agitados en un principio, fueron aquietándose con la naturalidad de un destino presagiado. Sentía la respiración a flor de piel. Su cuerpo, suave y cálido, acompasaba mis urgencias con actitud maternal.
Luego del forcejeo final, vencido, abandoné mis pretensiones y ella dejó de reír. Comenzó a acariciarme los cabellos lentamente. Permanecimos tirados en el lecho uno junto al otro cual si fuéramos viejos amantes. Poco a poco fui tranquilizándome. Sentía las miradas de los guardianes custodiando la situación ocultos en el entramado del Jardín de Otoño. Eran gélidas, como de costumbre. Y calculadoras…
Aquella noche ella me contó un cuento que ahora no recuerdo. El tiempo fue pasando, furtivo, entre las sábanas. Sus dedos acariciaban mi cabeza con movimientos sensuales en tanto hablaba suavemente. Pensé en el contrato y la situación me pareció absurda. Sin solución de continuidad me entregué a Morfeo como viajero de los mares diurnos retornando al hogar.
Entonces, creo que tuve una pesadilla. Cuando desperté, ella se había marchado. Pensé en la túnica rota y de nuevo me invadió aquel sentimiento de culpa.
Las noches se fueron sucediendo y la estereotipia se apoderó de las acciones. La dama etérea precipitaba su presencia con aquel perfume misterioso cautivando el ambiente, el intento fallido de violación, la túnica rasgada, esas risas estridentes retumbando en el departamento, los guardianes observando en silencio desde sus refugios en el Jardín de Otoño, el cuento sumergiéndose en el olvido y el territorio de los sueños anestesiando mi conciencia. Creo que la pesadilla era siempre la misma, pero no lo puedo aseverar.
Por supuesto, aquella sucesión de eventos ajenos al deseo de mis deseos logró consolidarse como obsesión persecutoria. La naturaleza asimétrica gobernando nuestro vínculo se fue revelando en la medida en que aquella sensación de sometimiento acrecentaba su reinado. El miedo suele ceder su lugar a la impotencia; esta se transmuta en desenfado, cruel e irracional; finalmente, el odio termina por ocupar la parada.
Durante el ciclo diurno, exigido en lo laboral dado el frente externo o administrando vínculos con los amigos, “otros” impropios que sentía lejanos a mi pequeño espacio de pertenencia, ella se precipitaba en mis pensamientos.
Ya he mencionado el desinterés de los guardianes sobre la naturaleza de mis construcciones mentales. O tal vez fueran ellos mismos quienes las instalaban con el propósito de otorgarle geometría a mis rencores. De todas formas, sentía disponer de cierto grado de libertad para ocuparme de la dama etérea en mis fantasías.
La veía allí, proyectada en mi pantalla mental con su aspecto inocente, resguardado su cuerpo por una túnica delgada e incapaz de ocultar la perfección de esas formas. Con la desfachatez de quien se cree dueño de sus pensamientos, jugaba con la silueta desgarrando aquella tela tal como lo hacía todas las noches, sintiendo el contacto con una piel delicada al tacto y unos senos esquivos, tan esquivos como mis propios movimientos, embargados por la premura de un acto sexual solo existente en los escenarios virtuales, donde la mente toma posesión de la cinética en un mundo adolescente de inercia molecular.
Deseaba poseerla con la impertinencia de todo infante dispuesto a ejecutar una impronta que lo supera. Podía extender el brazo y acariciarla con la premura del ladrón furtivo. Sin embargo, la sabía inalcanzable como esa felicidad que, cuando estamos prestos a aprehenderla, se retira unos pasos y nos contempla desde una nueva posición, allí, cercana, sí, cruelmente cercana…
Observando desde sus escondites diurnos, ellos podían percibir mi decepción. Me preguntaba si esas ópticas de dioses impersonales les permitían comprenderla. Pero ¿cuál podría ser el motivo de aquel segundo movimiento? ¿Cómo pueden los dioses gélidos, creadores de la existencia externalizada, comprender el sentido de la Ausencia?
Aquella noche ella se materializó en el living, delante del ventanal. Esta vez rompí el libreto y permanecí sentado en una de las dos sillas disponibles. Sentía el frío