La Espera y otros relatos oscuros. Abel Gustavo Maciel

La Espera y otros relatos oscuros - Abel Gustavo Maciel


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dilatadas y ambas manos agitándolas por sobre mi cabeza. Todo un arlequín de dimensiones místicas y devoradas por la resonancia de la mente infantil con el plano molecular, donde la Edad de la Razón impone fronteras carcelarias a la impronta creativa. Repito, querido demonio detrás de esta superficie pulida, me divertían tus movimientos.

      Por supuesto, en esos tiempos te creía mi amigo, mi mejor amigo. El único a quien recurrir en los fríos espacios de soledad. Me acompañabas en todo momento, a todo lugar que visitara. Aquella superficie replicaba su existencia con la obstinación que la psicosis impone.

      Solía encerrarme en los baños de las casas ajenas para disfrutar uno de esos encuentros. A solas, vos y yo. Íntimo, por supuesto. El mundo observa con ojos sospechosos este tipo de vínculo. Hay algo clandestino en ellos, algo que remite a tiempos remotos y arcaicos donde el terror tiene sustancia propia más allá de la mente que lo experimenta. Por eso estos encuentros deben realizarse en territorios aislados del bajorrelieve del mundo. Detrás de la puerta, siempre hay más seguridad…

      Supongo que todos han caído alguna vez bajo tu influjo, así como yo lo he hecho en mi etapa adolescente. Entonces, era un muchacho extraño. La soledad era mi tierra prometida y no me refiero a la mera evidencia de la falta de compañía. Esa es una soledad bastarda, fácil de lograr y complaciente con el mundo. Basta acercarse a los demás y recorrer el silencio producido por tal contingencia.

      Se trata de una experiencia buscada por los viajeros místicos o los ladrones furtivos que se ocultan del prójimo por razones profesionales. Es decir, como todo lo originado en Lo Explícito, no deja lugar a la auténtica nostalgia que debería precipitar.

      De tal manera, aprendí a disfrutar la “verdadera” soledad en compañía de la gente. De muchacho, entonces, enfrentándote en el living de mi casa paterna, o encerrándome en los baños ajenos, me dedicaba a contemplarte serenamente y a pocos centímetros de tu presencia.

      Por supuesto, ya no ejecutaba las morisquetas pasadas. Nuestra complicidad en el tiempo había perimido, quizás para siempre. Ahora pulsaba la necesidad de estudiar tu bajorrelieve.

      De todas formas, poco pude avanzar en esa dirección. Más allá de la aprensión que produce una visión detallada como aquella, preñada de abismos sin respuesta explícita a su rebelión metafísica, la experiencia buscaba su escape sumergiéndose en una profunda estereotipia. La inquietud genuina producida por la simetría inversa, naturalizada a partir de la repetición de esas paredes pulidas en la geometría universal, simetría plana al fin de cuentas, dejaba paso al paisaje revelado que se tornaba anodino, repetido, falto de interés a la luz de mis investigaciones.

      Interrumpí el experimento cuando caí en cuenta de lo desagradable que comenzaba a parecerme aquel semblante.

      Luego, la esclavitud del mundo se apoderó de mi alma, como suele suceder al emprender el sendero de los años adultos. La prisión, emplazada según instrucciones del protocolo social, hizo el resto.

      Nuestro vínculo se volvió frío y litúrgico. Solíamos encontrarnos frente a frente en las mañanas, impronta ineludible toda vez instalada en la cultura humana el concepto de “higiene” asociado a la topología de “baño”. El peine, objeto transicional en esta notable ceremonia, realizaba la gestión mediadora entre nosotros.

      Vos estabas allí, esgrimiendo tu mano izquierda en tanto acomodabas los cabellos. En simultáneo, yo, con la derecha, concluía la faena.

      El rito se repetía día tras día, ceremonia programada y ancestral. Volvía a realizarse en las noches, cumpliendo el movimiento cíclico que edifica las paredes de esta cárcel. Y a veces, al regreso hogareño de la vida fruitiva, nos mirábamos tras la concesión de la ducha.

      Y así pasaron los años. Encuentros obligados en los baños, privados o públicos, en el altar de los mingitorios; en los livings donde se construyen los escenarios de las reuniones sociales; en los hoteles baratos donde el amor se vuelve compulsión y paga peaje; en los vidrios de los trenes durante atardeceres bifurcados.

      Por supuesto, la repetición cotidiana precipita la naturalización de un evento. Y esta ley, viejo compañero, nos incluye a ambos. Un ritual difundido en el mundo y aceptado por los viajeros del destino. Una doble identidad de verdaderos gemelos en el movimiento.

      Sin embargo, el día memorable por fin llegó…

      No recuerdo situación previa que representara antecedente a ese descubrimiento. Tal vez respondiera a una observación registrada en el territorio inconsciente de la percepción libre y flotante, esa a la que apelan los psicoanalistas para no caer en la sutilidad extrasensorial. La cuestión es que, decidido, un día me paré delante del vidrio y observé el detalle impropio en tu mirada.

      Me encontraba en el baño de la Estación Retiro. Había viajado a esa colmena de almas ensimismada que llamamos Ciudad de Buenos Aires, donde la búsqueda deja de ser un medio para transformarse en un fin en sí mismo. Estaba rodeado por la marea humana que la invade a media tarde, cuando el hombre dormido regresa a su hogar con la sensación alienante de haber cambiado su tiempo por dinero, líquido, por supuesto. Una energía cuya precipitación física y efímera la vería al finalizar el mes, pero que tranquilizaba en estos menesteres de supervivencia en un mundo ajeno al llamado de los sueños.

      Traté de disimular mi estupor delante de quienes maniobraban el entorno abriendo canillas, cerrándolas, operando las máquinas de aire caliente emplazadas en las paredes. Una energía punzante y repentina me desinstaló de mí mismo.

      Aquel descubrimiento era demasiado grande como para compartirlo con esas mentes dormidas. Además, la incredulidad suele gobernar las opiniones a la hora de romper con un mito literario.

      De allí sobreviene el descrédito y el repudio posterior y público. Todo eso daba vueltas en mi cabeza. Sin embargo, la impronta era trascendente y no podía evitar cierto temblor en las manos.

      Allí estaba la prueba, delante de mis narices y a los ojos del mundo. Allí, reflejada en el espejo donde algunos hombres contemplan a esos seres que impunemente impostan sus imágenes.

      La simetría inversa siempre estuvo revestida de sospechosa en mi visión de los paisajes, pero la exactitud de tus movimientos mimetizando los míos lograba sostener el mito ancestral de la física clásica. Ese que nos explica la imagen construida a partir de la incidencia luminosa, una de las tantas explicaciones materialistas de las ciencias que logran calmarnos frente al acecho de un mundo paralelo al nuestro…

      El fenómeno habrá durado un segundo, tal vez menos: un destello temporal revistiéndose con la naturaleza de un diferencial.

      En el momento que desviaba la mirada del vidrio, tus ojos permanecieron fijos observándome. Mi visión periférica, ejercitada en los años infantes durante aquellas prácticas místicas, supo captar la sutileza. Pude percibir la intención en tus pupilas, quizás un dejo de reproche gélido y siniestro, pero también un cansancio ancestral imposible de ocultar. Y esa altanería típica de quien conoce con mayor profundidad el objetivo de la existencia, así como el dolor que causa no poder transmitir esta relación a los seres dormidos que se mueven detrás del vidrio.

      Todas esas sensaciones y muchas otras imposibles de narrar atravesaron mi alma en aquel instante único. Cuando abandoné la visión periférica y te observé de manera directa, el mito volvió a recomponerse detrás del cristal. La impostura de geometría inversa reconstruyó la creencia milenaria. Y todo pareció volver a la normalidad. Pero ese reproche en tus ojos…

      Incapaz de sostener esa mirada de vidrio, aparté los ojos del espejo y contemplé el paisaje a mí alrededor. Los hombres dormidos se movían mecánicamente, inconscientes del drama que acontecía en los sanitarios de la Estación Retiro.

      Con el impulso provocado por el terror que circundaba mi corazón, abandoné las instalaciones atropellando a un par de personas en mi fuga. Ellas me miraron sorprendidas. Se hicieron a un lado permitiéndome la huida.

      Por supuesto, aquella noche cubrí todos los espejos de mi casa con una tela negra que adquirí en la tienda del barrio. En tanto realizaba la maniobra, evité posar mis ojos en la superficie


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