La Espera y otros relatos oscuros. Abel Gustavo Maciel

La Espera y otros relatos oscuros - Abel Gustavo Maciel


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a quien lo posee lo vuelve un autómata desesperado.

      Aquella noche me acosté temprano. No pude conciliar el sueño; tampoco responderle a Alicia su invitación sexual. Hacía tres meses que convivíamos. Mi relación con las mujeres era inconstante, a veces manipuladora y cruel. No entendía bien el motivo que le permitía a ella soportar ese vínculo enfermo y alienante.

      Sin embargo, la psicopatía de mis actos en lo concerniente a los espejos la obligó a marcharse una mañana. Pobre Alicia, la convivencia con alguien que ha descubierto la dimensión paralela, evidente y a la vez ignorada, despertó en ella sus mecanismos de defensa ancestrales y horrorosos.

      Comencé a recluirme en mi casa. Las vidrieras de los comercios del barrio fueron acechándome en la medida en que percibía de ellas el reflejo de aquella silueta esperando con paciencia mi atención.

      Abandoné las reuniones con los amigos. En sus viviendas, los livings y los baños abundaban en esas puertas dimensionales emplazadas a cierta altura del piso, dispuestas a devorarnos con sus campos inductivos. Estaba convencido de que ellos, los habitantes de aquel territorio instalado en la simetría inversa, algún día saldrían de sus marcos y buscarían una venganza bien justificada. Nadie puede vivir en la esclavitud realizando la mímica de otra persona durante siglos y siglos y no acumular genuino rencor.

      Ahora vivo encerrado en estas cuatro paredes, haciendo caso omiso de tu voz murmurando detrás de las telas negras. Más allá del terror que a veces me invade en las noches de insomnio, una pregunta sin respuesta persiste en recorrer los pasillos de mi mente: «¿Cómo podemos los humanos convivir con estos demonios, contemplarlos detrás de esos vidrios fríos y sumergidos en un mundo invertido?»

      Jazmines eternos

      Y finalmente la dama de rostro inexpresivo y silencio nostálgico ingresó en la casa de los jazmines eternos.

      Su figura, como suele suceder en los momentos trágicos, pasó desapercibida para los habitantes de la vivienda. Pocos de ellos eran permanentes, tan solo el dueño de casa y su criada, mujer de obesa geometría y expresión taciturna. Ella daba vueltas por los ambientes trayendo y llevando bandejas pobladas de canapés, pequeños pocillos con el negro brebaje ansiado por todos y algún que otro licor, según lo acostumbrado en esas ceremonias.

      Ella caminó con el garbo de la nobleza invisible, atravesando paredes y puertas sin producir el más mínimo murmullo. Los visitantes permanecían apostados en el living de amplias dimensiones y los pasillos, conversando amenamente. Algunos lo hacían impostando gestos de prudencia y miradas taciturnas. Otros reían descaradamente y elevaban sus voces en el recuerdo de anécdotas pasadas o acciones destacadas en el último partido de fútbol.

      La dama detuvo su andar en el gran salón y los contempló detenidamente uno por uno. Por supuesto, ninguno de ellos reparó en su presencia. Resultaba imposible aquella impronta dada la evanescencia de esa silueta perteneciente a los planos virtuales de la existencia. Continuaron con sus charlas, ignorándola por completo.

      Daniel sintió aquella brisa suave y gélida acariciando su rostro. La reconoció de inmediato; era el mensaje que esperaba, breve, tanto como lo era su esperanza de amante condenado; palabras encerradas en los dedos etéreos posados levemente sobre su piel. Sin embargo, y a pesar de la sensación de ausencia penetrando su alma, supo en lo inmediato que aquel crepúsculo irreverente llegaba a su fin.

      Aparecieron en su mente destellos inconexos de los últimos acontecimientos. La mansión de Pilar, en la ruralidad bonaerense, ahora revestida de bruma lúgubre pero también melancólica, había sido el escenario para el devenir de una obra todavía inconclusa.

      Las recaídas en la salud de Isabel incrementaron su frecuencia en los últimos meses. Su esposa recorría un equilibrio suave y diáfano como las tardes de otoño cuando el sol abandona el firmamento.

      —No responde al tratamiento, estimado amigo —había dicho el médico con expresión fría e impersonal—. La suerte está echada, como usted comprenderá. Solo nos queda acompañarla en este último periplo…

      Recordó las palabras perdiéndose en los pasillos de su mente. No produjeron dolencia implícita en su semántica. Más bien representaron la liberación perpetrada por una posibilidad no expresada, pero a la vez tangible, como todo objeto perteneciente a este mundo. Detrás de lo molecular acecha una dimensión virtual difícil de describir con palabras, una zona fantasma irradiada en esa geometría de aparente resolución y contenedora de la sustancia nuclear.

      De allí en más, Isabel se fue marchitando como lo hacen los ocasos en el invierno. Recorrían las tardes sentados en el Jardín de los jazmines eternos. En ocasiones charlaban con el entusiasmo de los jóvenes enamorados, ajenos a toda acechanza y ensimismados en los pequeños proyectos. Otras, sumergidos en el espeso silencio que solía envolverlos sin miramientos, permanecían absortos frente al manto de pétalos blancos que cubría gran parte de la superficie del jardín.

      En esos momentos, Daniel cerraba los ojos y en su mente se fusionaba el aroma de las flores con la silueta de su amada, de tal manera que ambos resultaban indivisibles, uno consecuente del otro, como suelen serlo la vida y el deseo.

      El camino se fue haciendo. Al principio semejaba un sendero de lento devenir y sinuoso en su contorno. Luego, con el paso de los atardeceres y la marcha de los duendes nocturnos, la repetición de los días fue aletargando la sensibilidad al sufrimiento. Tan solo quedó la estereotipia abriendo espacios en la casa de los jazmines eternos.

      Durante los últimos quince días Isabel permaneció postrada en el lecho. Era inconsciente del entorno. Permanecía vinculada al mundo molecular mediante aquel hilo de respiración efímera.

      Daniel consumía las horas sentado a su lado. El cuarto, otrora templo santificado de un amor indeleble, fue transformándose, con el repiqueteo de Cronos, en oscura prisión.

      Finalmente, el hilo se cortó de madrugada, cuando el silencio de la noche permitía esparcirse a los sonidos provenientes del territorio onírico. Un grito, primero lejano y luego explanado en briosa presencia, irrumpió el sueño de Daniel con la impronta de un puñal clandestino.

      Despertó con el rostro sudoroso y la convicción de quien espera un desenlace inevitable. Isabel permanecía inmóvil en la alcoba, con la mirada vidriosa contemplando el cielorraso. El perfume a jazmín, surgente desde los espacios intangibles, invadió el cuarto. Aquella esencia fue tan efímera como el último suspiro de su amada. Efímera, sí, pero penetrante en la fisura abierta en su corazón. Luego, de nuevo el silencio…

      Horas después, Daniel observaba la extraña figura erguida en el centro del salón principal. Rápidamente percató la transparencia de aquella silueta, cual si fuera surgente de un bosque encantado o de los infiernos tan temidos. La supo invisible al resto de los visitantes. Sin embargo, el detalle no le importó. Conocía la causa de aquella presencia y, por supuesto, la dejaría obrar libremente dada la naturaleza de su vista. Entonces, procedió a contemplarla detenidamente.

      La mujer vestía túnica negra, en apariencia de una sola pieza, cayendo libremente en tanto cubría el cuerpo esbelto. Los cabellos eran largos, sedosos, abundantes y de color azabache. Su piel, de tonalidad pálida como si hubiera sido bañada por el flujo de Selene, se mostraba delicada. Los ojos lucían profundos y ausentes de toda expresión. Simulaban abismos profundos e insondables donde el viajero podía perderse en la caída sin solución de continuidad.

      La vio reiniciar la marcha rumbo al cuarto principal. Sus movimientos eran sutiles y silenciosos. Parecía deslizarse sobre aquel mosaico de tonalidades tornasoladas. Los visitantes de la casa conversaban ajenos a su presencia, las voces saturaban el ambiente y los ojos del dueño de casa acompañaron el andar cadencioso de la extraña dama.

      Daniel la vio ingresar en la habitación principal con la angustia que provocan los acontecimientos inevitables. Podía proyectar en su mente la escena que se desenvolvía en el interior. El cuerpo de Isabel, frío e irreconocible a los ojos de quienes la habían amado, debía entregar el tesoro que resguardara durante treinta años de permanencia en la secuencia temporal. La dama de negro, imperturbable a su lado, así lo exigía.

      Minutos


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