La Espera y otros relatos oscuros. Abel Gustavo Maciel

La Espera y otros relatos oscuros - Abel Gustavo Maciel


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se sumergió en las pupilas de horizontes inacabados y sintió el miedo que produce el vacío, allí donde la ausencia establece dominios. En respuesta al grito silencioso que no lograba emerger de una garganta cerrada, los jazmines eternos volvieron a perfumar el ambiente. Supo reconocer la fragancia. El vértigo provocado por aquellos paisajes, yertos en apariencia, se apaciguó cuando la comprensión ocupó el vacío de su alma que ya no era tal. Por el contrario, la paz interior invadió las fisuras calmando toda sensación de impropiedad que cotidianamente embarga el mundo interno de las personas en su temporalidad.

      “Solo percibimos lo superficial de nuestra existencia”, se dijo, intentando mantener la calma frente a la dama que permanecía transparente para el resto de los visitantes de la casa y, sin embargo, era real en su captación fenoménica del entorno. Tan real como las paredes que limitaban aquella mansión de historias encontradas y sentimientos aletargados.

      Pensó en el cuerpo de Isabel echado en su lecho mortuorio. La podía ver reflejada en la pantalla mental. Algo había cambiado en su expresión de ángel dormido. La palidez de las mejillas ahora se mostraba apagada y falta de ese vestigio de vida que suele abandonar lentamente los recuerdos condenados al olvido. Ella había entregado su tesoro.

      “Somos tan ignorantes…”, repitió para sí mismo. La indiferencia comenzó a gobernar su corazón.

      La dama de negro reanudó la marcha rumbo a la puerta de salida. Daniel observó sus espaldas. No eran demasiado anchas ni demasiado angostas. Se deslizaba con pasos suaves e imperceptibles, como una caricia de viento nocturno intentando pasar desapercibida en el juego fruitivo del mundo. A pesar de aquella figura grácil, la percibía soportando una carga adicional, esa que buscara en el cuarto silencioso, ahora gélido y poblado de ausencia.

      La vio atravesar la puerta de calle cual si fuera un espectro devenido en aliento de otros mundos. Se desvaneció ante su mirada sin dejar rastro alguno que comprobara real existencia. Los seres esclavos del mundo molecular necesitamos palpar estos vestigios para atestiguar los hechos establecidos. La historia se nutre de ellos. “Ver para creer”. Y, principalmente, una visión colectiva para dar curso a la legitimidad de un suceso. Aquel desvanecimiento de su silueta transparente transformaba a la dama de negro en un recuerdo fantaseado, una creación virtual de las capacidades de la mente para jugar con nuestro sistema de creencias.

      Los días se fueron sucediendo como una liturgia mecanizada. La partida de Isabel dejaba tras de sí un sendero de recuerdos que de apoco se diluía con el apilamiento de crepúsculos y amaneceres. Y con el desfile de indiferencias también marcharon los amigos, los criados y la fortuna familiar.

      Sumido en el olvido, Daniel también se fue marchitando junto al recuerdo de su amada. El doctor Flores, uno de los pocos amigos que aún lo frecuentaba, intentaba hacer del optimismo el principal instrumento quirúrgico en el tratamiento de sus afecciones, mas no lograba venderle a plenitud aquella impostura. Las noches se sucedían con el letargo de los eventos repetidos. La figura silenciosa se materializaba en sus sueños. Ingresaba al cuarto con la delicadeza de las hadas transgresoras para cumplir la misión, una búsqueda permanente que la mantenía esclavizada a esta tierra donde los viajeros transportan los tesoros en el atanor de sus corazones. Se deslizaba por los rincones oscuros intentando equilibrar el desencuentro cotidiano entre lo que palpita y lo inerte.

      No era atracción lo que sentía. Nadie puede amar en verdad a esa dama. Ella proviene de otros territorios áridos, faltos de acequias y humedales. Simplemente, la silueta proyectada en las noches de insomnio era portadora del sosiego que precede a todo epílogo, ese que se escribe con la tinta invisible de los corazones cansados…

      Finalmente, la luna escondió su carroza detrás de los nubarrones que cubrieron el cielo en aquel crepúsculo. Daniel permaneció boca arriba en el lecho. La vieja mansión languidecía como lo hacía su dueño, solo y postrado, a la espera de una visita. El calor de Isabel se había evaporado de aquellas sábanas hacía tiempo. Sin embargo, esos ojos parecían observarlo entre las sombras instaladas en los ambientes.

      La figura cobró sustento en el umbral de la puerta. Lo hizo de repente. Esbelta, segura de sí misma y silenciosa. Lo miraba con ojos reposados. Una brisa suave acarició el rostro de Daniel, como si fuera la mano delicada de una madre incitando el sueño del pequeño. Supo que era hora de entregarle su tesoro.

      Entonces, cuando el sol se volvía crepúsculo, el perfume a jazmines regresó a la habitación para acompañarlo en la liturgia…

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