Las andanzas de Lara. Raquel García Iñiguez
vete a coger sitio que yo ahora bajo.
Cerré la puerta, me desnudé y me metí en la ducha. Para mí, es uno de los placeres de la vida. El agua, la humedad, es lo que más me gusta. Pero ese día no podía detenerme a darme placer, como me decían las monjas en el colegio —cuando os estéis duchando, hay que lavarse el pelo y el cuerpo corriendo, sin entretenerse en más—. En aquel entonces era una niña y no entendía a qué se referían las monjas con aquello de “entretenerse”.
Por fin, salí de la residencia corriendo a coger el último autobús que me llevaría a la universidad. No me acordaba de que no había comprado aún el abono de transporte y tan solo llevaba un billete de diez euros. Después de suplicar y suplicar al conductor de autobús, este me permitió pagar a pesar de que justo encima de su cabeza había un letrero enorme que ponía “Solo se admitirán billetes de 5 €”. Y es que, en situaciones como aquella, desplegaba mis armas de mujer. Una sonrisa, una inclinación para insinuar mis pechos y una caidita de pestañas hacían que todos y sobre todo todas cayeran a mis pies.
Cuando llegué a la universidad, fui directa a secretaría a formalizar el papeleo de la beca que el año pasado se me pasó totalmente. Me encontré con la puerta cerrada a cal y canto.
—¡Hola, Lara! —alguien me tocaba en el hombro a la vez que me saludaba. Me giré, ya que esa voz era conocida.
—¡Hombre! ¡Digo, mujer! ¡Qué bueno verte, Carla! ¿Dónde está el resto?
—Estamos en la cafetería, ya nos conoces. ¿Y tú? Venía al servicio cuando he visto a una tía que iba a secretaría y he pensado: ¿quién será la inepta a la que se le ocurre venir a estas horas a hacer papeles? Y mira, eres ¡tú!
—Aysss... qué graciosa eres. Es que llegué anoche a Madrid y esta mañana me he dormido —la verdad es que ni me había acordado—. Además, pensaba que no cerraban ya que en las fechas en que estamos habrá mucha más gente como yo con cosillas pendientes de tramitar.
—Eso sí es cierto. Pero bueno, te informo, por si no te has enterado, que abren a partir de las cuatro y media hasta las siete y media. Así que ya sabes, luego puedes acercarte. Anda, vente, que estamos celebrando la vuelta al ruedo.
Carla y yo nos acercamos a la vieja cafetería de la facultad. En una mesa estaban todas mis amigas. Fue un auténtico deja-vù. El mismo lugar, la misma gente que me informó un día como hoy de que “la extremeña” había preguntado por mí. Ummm... ¿qué habrá sido de ella? ¿Estará con el MIR? ¿Llevará el uniforme de doctora buenorra? Seguro que estas, que son unas cotillas, saben algo de ella.
—¿Lara, tía, qué haces mirando con cara de tonta a la puerta? Vamos, entra para la cafetería, que estas tienen ganas de verte y que les cuentes en persona el pedazo veranito que has tenido.
—¡Cómo lo sabes! ¡Ha habido de todo! Ahora os cuento —y, diciendo esto, me acerqué al resto de mis amigas, que ya estaban levantándose de las sillas para saludarme. Nos dimos un gran abrazo, ya que había pasado mucho tiempo desde la última vez que las había visto—. Bueno, bueno, tengo muchas cosas que contaros.
—Y nosotras a ti —apuntilló Elena.
—¿Ah sí?
—Sí, ¿qué te pensabas, que eras la única que ha tenido un verano movidito?
—No, no, ni mucho menos. ¡Sé que sois unas niñas muy malas! Oye, cambiando de tema, ¿qué sabéis de Lidia?
—¿Ya estamos? Creo que está en el MIR. Al final consiguió ser de las primeras de su promoción. Por lo que nos ha llegado, creemos que se va a especializar en ginecología. Mira tú por dónde, qué apropiado.
—¡Qué me dices!
—Sí, eso es lo que se dice, pero ya sabes, las malas lenguas...
—Sí, sí, ni pa´eso. Oye, pero contadme, que en el grupo de WhatsApp me habéis dejado toda loca. Algunas con novio, otras liadas, pero qué es eso que dijisteis al final que no entendí. Eso de que es “de las tuyas”.
—Ah sí, pues nada. Como te dijimos, finalmente nos fuimos de vacaciones sin ti, ya que tú parece ser que tenías mejores planes...
—Ya estamos, tirando a dar, ¿no, Carla?
—Que no, tonta...
Me senté con ellas y pedí un cortado para no quedarme dormida en clase. Carla comenzó a contarme el veranito...
—Era a principios de julio. Las clases ya habían terminado y quedamos las cuatro, Vicky, Elena, Laura y yo, para planear las vacaciones. Tú, Lara, ya nos habías confirmado que te ibas con la inglesita, algo que no entendíamos, porque te volvió loca durante todo el curso pasado.
Bueno, después de discutir que si nos íbamos a República Dominicana o Cuba o Madeira o...
—¡Al coño la Bernarda! Nos fuimos a Tenerife. Hija, Carla, que mira que te enrollas —dijo Elena.
Carla se giró, miró a Elena, le sonrió y añadió:
—Eso es, todas teníamos que poder pagar nuestra parte. Así que finalmente ese fue nuestro destino. Navegamos por la red hasta dar por casualidad con un paquete de vuelo más hotel de lo más baratito. Lo único que solo podíamos llevar una maleta de cabina cada una y las habitaciones solo quedaban dobles. Reservamos dos. El día anterior al vuelo nos fuimos todas a casa de Elena a dormir, así saldríamos juntas hacia el aeropuerto y ninguna se perdería por el camino. Esa noche estábamos solas en su casa y nos entró un hambre voraz. Sacamos litros de refresco y de alcohol, por supuesto, y pedimos unas pizzas por Internet. No sé, Lara, si alguna vez has pedido pizzas así, pero está genial. Puedes ver hasta el estado de tu pedido y sabes cuándo se está acercando el repartidor.
—Carla, tía, te enrollas como las persianas. ¡Al grano! —le espetó Elena.
—Parece que te sientes orgullosa de lo que ocurrió ese día —dijo Carla.
—Pues no, tonta. Venga, continúa, anda...
—Eso, venga, que me tenéis en ascuas —dije, con más curiosidad que un gato en un granero.
—El caso es que cuando llamaron a la puerta fuimos todas corriendo a abrir. Bueno, todas no. Laura se quedó sentada en el sofá. Pero fue Elena la que se hizo con la manilla primero y abrió. El resto nos caímos encima de ella, empujándola sin querer hacia la persona que nos traía la pizza. Un pedazo maromoooo —dijo Carla, mordiéndose el labio inferior— que nada más verlo a las tres se nos hizo el chichi Pepsi—Cola.
—¡Madre mía! ¡Qué fina eres cuando quieres! —exclamé.
—No. ¡Madre mía, cómo estaba el pizzero! —dijo Elena, haciendo aspavientos con las manos.
—Bueno, Lara, aquí la señorita hizo lo posible y lo imposible para que el madelman se quedara. El pobre hombre no sabía dónde meterse y, cuanto más le intimidaba Elena, más rojo se ponía. Hasta que consiguió que allí mismo, en el hall de la casa, llamara a su jefe diciéndole que se encontraba mal y que se marchaba a casa. Que mañana les acercaba la moto. Pudimos oír cómo alguien vociferaba al otro lado de su teléfono, pero a él no pareció importarle. ¡Qué fenómeno! Insistió en que no volvía, alegando una indisposición, y colgó el teléfono. Se acercó al salón. Se quitó la cazadora, la gorra, apoyó el casco en el suelo, dio una palmada en el aire y añadió: “¿Qué? ¿Cuándo empieza la fiesta?” Y agarró la botella de whisky escocés de más de 25 años que tenía el padre de Elena en el mueble bar.
—¡Eh, dónde vas tan rápido! —le gritó Elena, que justo entraba en el salón con la pizza en las manos—. ¡Que eso es de mi padre! ¡Me va a matar! —y diciendo esto apoyó la pizza en la mesa y se acercó al pizzero.
—No pasa nada, mujer, tranquila, ya la dejo. ¡Cómo sois las mujeres! —dijo mientras la depositaba donde estaba anteriormente—. ¿Ya está contenta la señorita?
—Oye, tío, si te vas a