Pensar en escuelas de pensamiento. Libardo Enrique Pérez Díaz

Pensar en escuelas de pensamiento - Libardo Enrique Pérez Díaz


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por distintos expertos pertenecientes a unidades académicas diversas? Parece que lo óptimo es permitir que haya la variedad de posibilidades, quien se sienta más cómodo y creativo en un ambiente disciplinar, pues adelante; y quien prefiera el interdisciplinar, tanto mejor. Ambos tipos de escuelas de pensamiento son necesarias para consolidar la academia en una universidad.

      Segunda tensión: ¿Estructuradas o desestructuradas? Tras este interrogante se encuentra la inquietud por el protagonismo que debe jugar lo institucional como apoyo a la libertad y espontaneidad creadoras. Muchas invenciones e iniciativas no logran ponerse en acto por falta de recursos, respaldo empresarial o gubernamental, mecenazgo de una universidad con toda su capacidad logística. Las universidades contemporáneas planifican su accionar futuro, su agenda de prioridades y la canalización de sus recursos a través de planes institucionales de desarrollo quinquenales. Que las escuelas de pensamiento se incorporen como parte de la prospectiva de la Universidad, garantiza lo que más requiere este tipo de proyectos: visión y apoyo de largo plazo.

      Tercera tensión: ¿Localizadas o deslocalizadas? En el transcurrir de los siglos la arquitectura universitaria fue incorporando a su campus edificios que les daban un lugar físico a expresiones concretas de su ideario educativo. De esta manera, fueron apareciendo las aulas, las bibliotecas, los templos, los espacios administrativos, los teatros, los paraninfos, los museos, los laboratorios, las clínicas, las fincas, los polideportivos, los gimnasios, los auditorios, las salas de informática, etc. Cuando una nueva función fue tomando carta de ciudadanía en el mundo universitario pronto apareció su correspondiente lugar arquitectónico en el campus. Así, el más reciente, la investigación, ha ido suscitando en las universidades las denominadas “vicerrectorías de investigación” con sus correspondientes edificios de ciencia y tecnología con equipos de punta. ¿Qué decir desde este punto de vista respecto a las escuelas de pensamiento? No demos respuesta por ahora, porque el planteamiento que se hacen las universidades del mundo entero se enrumba por contestar la pregunta: ¿cómo debe ser la arquitectura universitaria en el siglo XXI cuando los procesos pedagógicos evolucionan vertiginosamente sintiéndose el impacto, entre otros frentes, de la cibercultura y la

      neurociencia?

      Cuarta tensión: ¿Protagonistas monofunción o polifuncionarios? Vaya dilema. Lo que se avizora, al menos por un buen tiempo, es que quien trabaje en el mundo universitario colombiano le corresponderá afrontar de forma recurrente labores de producción académica, de investigación, de docencia, de gestión, de creación, de extensión y de educación continuada. Esto durará en tanto las condiciones del país y de las instituciones puedan contar con los recursos necesarios para privilegiar aquello que en sus agendas aparezca como prioritario.

      Quinta tensión: ¿Deberes profesionales versus posibilidades creadoras? Una cuestión muy realista que proporciona el polo a tierra a los ideales, sueños y proyectos. Correspondería hacer el “máximo histórico posible” tomando en cuenta las circunstancias de cada uno para hacer opciones conscientes y operativas.

      En resumidas cuentas, las tensiones, como las cinco anteriormente mencionadas, no deben inquietarnos, donde hay vida en efervescencia siempre habrá tensiones, principalmente en los espacios donde el saber emerge. De esta manera: “donde quiera que se genere conocimiento nuevo se tiene la posibilidad de construir una escuela de pensamiento. Nuevo conocimiento es sinónimo de innovación e innovación es sinónimo de creación. Para innovar hay que crear y para crear hay que pensar” (Coronado, 2013, p. 277), y el pensamiento es por definición tensión creadora, controversia, debate siempre abierto. Bienvenidas pues las tensiones porque de ellas nacen vigorosas las escuelas de pensamiento.

      Un arquetipo común

      ¿Existen unas características esenciales que permitan identificar cuándo se da una escuela de pensamiento? Podemos inferir una respuesta afirmativa del completo estudio histórico sobre la Escuela de Fráncfort del alemán Wiggershaus (2011). En la introducción de su obra habla de al menos cinco rasgos que, para el caso de la Escuela de Fráncfort se concretizaron en algunas épocas, de manera continua o de forma recurrente. Tales atributos son: un marco institucional de apoyo que existe todo el tiempo o de manera rudimentaria en determinados momentos; una personalidad intelectual carismática, que está imbuida por la fe en un nuevo programa teórico, que está dispuesta y es capaz de llevar a cabo una colaboración con científicos calificados; un manifiesto originante —un discurso, un texto fundacional— al que constantemente se refieren las presentaciones que posteriormente la escuela hace de sí misma; un nuevo paradigma teórico; y una revista u otros medios para la publicación de los trabajos de investigación

      de la escuela.

      Estos rasgos explicitados por Wiggershaus al caracterizar la Escuela de Fráncfort nos sirven de pretexto para nuestra disquisición en el ámbito universitario. De su planteamiento podemos derivar varios temas a examinar: el primero, si una escuela de pensamiento tiene origen en una persona o en un grupo; el segundo, si se inscribe en una tradición o hace parte de una innovación; el

      tercero, si una escuela de pensamiento es cuestión de élites o de masas; el cuarto, si sus creadores son profesores júnior o sénior; y el quinto, si se visibiliza por obras de autor o por expresiones colectivas.

      Persona o grupo: vivimos la era de los emprendimientos humanos colectivos, en los cuales la primacía la tiene el trabajo de grupo sobre el individual. Se premia más la iniciativa de conjunto que la de la persona en solitario. Es una especie de florecimiento del plural sobre el singular. Pero si bien este es un distintivo de nuestro tiempo, hablando de la creación de escuelas de pensamiento estas se distinguen por tener indistintamente su origen en uno o en varios individuos, primando en unas el genio individual, en otras el grupo constituido por gente notable, y en otras ocasiones la mezcla de los dos con diferentes intensidades. Sea lo uno o lo otro, lo cierto es que en las escuelas de pensamiento lo que encontramos es gente no convencional —no son necesariamente individuos bohemios o esotéricos, pues llevan vidas convencionales— pero su pensamiento es divergente, se aproximan a mirar las cosas de una manera nueva. Es natural que las relaciones interpersonales y las labores creativas se potencien, ya que son equipos humanos que se salen de la normalidad.

      Tradición o innovación: en la idiosincrasia colombiana todavía hace carrera, en especial entre los políticos y entre todo aquel que anhela dejar su huella indeleble para la posteridad, el que las cosas comienzan con ellos. Es lo que el editorialista de El Espectador (2010) denominó “el síndrome de Adán”, inspirándose en el supuesto de que si Adán fue el primer hombre, fue el encargado de ponerles nombres a las cosas: “vio un fruto verde o rojo y lo llamó manzana, vio un animal rastrero y lo llamó serpiente, contempló absorto a la hembra que salió de su costilla y la llamó Eva, oyó la voz del ser omnipotente y le dio un nombre secreto, que en hebreo no se debe pronunciar jamás, pues su solo sonido tendría la misma potencia de Dios”, lo cual, traducido a la colombiana, se aplica a aquellos que “creen que al cambiar el nombre cambian la realidad o le conceden algún valor mágico al objeto, que como por arte de magia, pierde el apelativo que le ha dado la tradición popular para convertirse en un objeto nuevo”. A manera de ejemplo, el editorialista citaba, entre otros, los cambios de nombre de la capital de Colombia a lo largo de su historia (Bacatá, Santa Fe, Santa Fe de Bogotá, Bogotá), y el debate que se dio por el querer substituir el nombre del aeropuerto El Dorado por el de Luis Carlos Galán.

      No es poca tentación tal síndrome cuando de escuelas de pensamiento se trata. Como afirma Vásquez (2012), “[…] reconocerse como continuadores o renovadores de una tradición en el pensamiento” (p. 100) vendría a ser el inicio del buen camino. En virtud de su propia naturaleza, una escuela de pensamiento combina necesariamente tradición e innovación, integra lo clásico con lo nuevo. El quid del asunto radica en la mayor o menor proximidad a las fronteras, pues el conocimiento nuevo se desarrolla en las fronteras; es allí, en las fronteras intelectuales y sociales, en donde las personas innovadoras son más libres para dejar vagar su imaginación, para responder de forma creativa y audaz a las urgentes necesidades de un país. Se trataría entonces, inspirándonos en las conclusiones del 45° Capítulo General de los Hermanos Lasallistas (2014), de una tradición e innovación que van más allá de las fronteras: de la frontera geográfica, de la

      cultural o religiosa,


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