Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví
de estas dos posibilidades. Ortner, por ejemplo, añade inmediatamente después de la frase citada más arriba que al referirse a la subjetividad lo hace también “a las formaciones culturales y sociales que dan forma, organizan y provocan esos modos de sentir, pensar y demás”. Pero, cómo compatibilizar entonces el condicionamiento sociocultural y la agencia individual que supone la subjetividad.
Al incluir una dimensión propiamente subjetiva en el análisis de la experiencia de la desigualdad, lo hago desde este consenso disciplinar, asumiendo el carácter sociocultural del proceso y la condición de subjetivización. Las dimensiones culturales y sociales que revisamos en párrafos previos, y en particular su definición como componentes de la dimensión subjetiva de la desigualdad, hacen evidente mi afinidad con esta conceptualización de la subjetividad. La experiencia que tienen los sujetos de la desigualdad o, lo que es lo mismo, la experiencia subjetiva de la desigualdad, está social y culturalmente modelada.[5] La subjetividad es en sí misma una condición social.
Este reconocimiento, sin embargo, no debe interpretarse como un retorno a las perspectivas estructural-funcionalistas ya superadas. Paralelamente a las dimensiones culturales y sociales, se sitúa una dimensión propiamente subjetiva de la experiencia. Es decir, un espacio de libertad en que el sujeto se convierte o puede convertirse en actor de sí mismo. Más allá de la inevitable inmersión de los individuos en una atmósfera cultural y en un entramado de relaciones sociales, no todos respondemos ni sentimos siempre de la misma manera: los individuos tienen sentimientos diferentes, personalidades diferentes, y disposiciones diferentes tanto a lo largo del tiempo como en un momento cualquiera en particular (Luhrmann, 2006). Como lo plantea este último autor, estamos incrustados y somos creados por lo social pero, al mismo tiempo, libres de lo social: “¿cómo entender, entonces, esta construcción social del mundo interior cuando los agentes individuales son tan diferentes entre sí?”, se pregunta Luhrmann como corolario de esta reflexión. Su respuesta, a través de la interacción de seis factores que constituyen la estructura fundante de la subjetividad, no me resulta, sin embargo, del todo convincente. Su principal debilidad reside en que si bien esta estructura contempla factores sociales y psicológicos (e incluso biológicos), sólo da cuenta de una dimensión exclusivamente emocional de la subjetividad, y es incapaz de explicar o incorporar la reflexión, el pensamiento, la búsqueda de sentidos. La subjetividad es emotividad y reflexividad.
Para resolver este dilema, la sociología de la experiencia (Dubet, 2010) provee una salida que se ajusta mejor a mi perspectiva e intereses. El espacio de libertad para la emotividad y la reflexividad, expresado en la dimensión propiamente subjetiva de la experiencia, es producto o, mejor dicho, se sitúa en los intersticios que deja abiertos la confluencia de diversas —y a veces contradictorias— lógicas de acción. La subjetividad propiamente dicha tiene un origen social e incluso cultural como fenómeno, mas no necesariamente en su contenido. Este pequeño matiz tiene implicaciones sustanciales que permiten intentar una explicación menos retórica y más convincente de la agencia que la intentada desde la antropología. Esos intersticios se manifiestan como espacios de libertad, y al mismo tiempo de tensión, en los que el individuo se expresa como un sujeto que siente, piensa, reflexiona; un individuo que crea y busca sentidos.
Las combinaciones de lógicas de la acción que organizan la experiencia no tienen “centro”, no descansan sobre ninguna lógica única o fundamental. En la medida en que su unidad no viene dada, la experiencia social genera necesariamente una actividad de los individuos, una capacidad crítica y una distancia en relación a sí mismos. Pero la distancia en relación a sí mismo, la que hace del actor un sujeto, es también social, está socialmente construida en la heterogeneidad de lógicas y de racionalidades de la acción (Dubet, 2010: 85).
Estas tensiones o incongruencias sociales en las que se sitúa la subjetividad dan por el suelo con toda pretensión funcionalista respecto a una absoluta coincidencia entre el actor y el sistema (Touraine, 2000). Precisamente, el sujeto se constituye (o pretende constituirse) en actor al enfrentar estos dilemas y contradicciones. Dicho en otros términos, no solo los roles ya no definen ni proveen una identidad subjetiva, sino que el habitus no siempre ni a todos provee de preferencias y respuestas satisfactorias, complacientes y tranquilizadoras para el sujeto. Por eso la subjetividad, como lo han hecho notar algunos autores, y como se percibe en múltiples estudios empíricos, tiende a manifestarse con mayor transparencia bajo situaciones de sufrimiento y angustia. Es decir, cuando el sujeto es puesto a prueba.
La subjetividad tiene como sus dos dimensiones básicas la emotividad y la reflexividad. La experiencia de la desigualdad no está exenta de estas dos dimensiones. Al menos como posibilidad teórica y, en muchos individuos, como manifestación empírica. La desigualdad sitúa a los individuos, pobres y ricos, ricos y pobres, frente a numerosos dilemas y contradicciones irresueltas; incongruencias entre diversas lógicas de acción. Son tensiones del propio sistema que cristalizan en la experiencia social de algunos sujetos; en esos intersticios se abren espacios de libertad para la agencia, aunque generalmente acompañados de conflicto, crisis y sufrimiento.
Mientras para muchos jóvenes la desigualdad ha devenido prácticamente imperceptible e irrelevante como consecuencia de la misma fragmentación social, para algunos otros y en situaciones no poco frecuentes ocurre lo contrario: la emotividad y la reflexividad afloran ante situaciones contradictorias o incongruentes que delatan la desigualdad tras el manto de la fragmentación. De manera menos evidente en el primer caso y más explícita en el segundo, en ambas circunstancias la subjetividad es una dimensión presente que marca la experiencia del sujeto. Por un lado, aun las situaciones de extrema fragmentación exigen un trabajo emocional de parte del sujeto; ignorar, incluso de manera inconsciente, exige al pobre pero también al rico, voltear la mirada y focalizar la emotividad en espacios menos desestabilizadores. Tal como lo ha observado Collins (2000: 38), “los individuos tienen la posibilidad de elegir en qué situaciones depositan su compromiso emocional; pueden retirar la atención de sus situaciones laborales para concentrarla en sus vidas privadas de consumo”, por ejemplo. El velo de la ignorancia o la indiferencia ante determinadas circunstancias es una construcción tan social como subjetiva. Por otro lado, aun en mundos aislados y distantes, la desigualdad se filtra a través de incongruencias o contradicciones que exigen al sujeto. Tal como lo ha explorado Sennet (2003) la desigualdad puede crear malestar, y dar lugar a una cadena emocional y reflexiva en los sujetos sobre sí mismos, su inevitable posición social y su experiencia social.
Socialización y fragmentación: creciendo en mundos aislados
Retomando un precepto marxista que no ha perdido vigencia, podemos decir que la fragmentación social es un proceso en el que el hombre construye las circunstancias en la misma medida que las circunstancias hacen al hombre. Más allá del descuido de género de esta formulación —por otro lado, atribuible a una época— lo que me interesa destacar es el énfasis y el carácter de la relación individuo-sociedad. Aplicada a nuestro tema de interés, nos permite sugerir que la fragmentación social es socialmente construida, pero al mismo tiempo que los individuos nacen, crecen y viven en mundos aislados que condicionan sus experiencias de vida e incluso su propia subjetividad, produciendo y reproduciendo las condiciones de desigualdad que le dieron origen.[6] Este planteamiento nos conduce irremediablemente a un problema clásico de la teoría social como es el de la reproducción social y, en términos un poco más complejos, al de la consistencia entre la realidad objetiva (o estructural) y la realidad subjetiva (o experiencial). Tanto en la sociología como en la psicología, y desde distintas perspectivas en cada una de ellas, la “socialización” ha sido el mecanismo por excelencia para interpretar y dar una respuesta a ambos dilemas.
En efecto, la socialización es la respuesta clásica al problema del orden social. Principalmente durante la niñez, pero continuando a lo largo de toda la vida, el individuo internaliza el mundo exterior, y su posición en él, a través de la mediación de otros significantes. Simultáneamente con este proceso de aprehensión de la realidad objetiva, también se construye una subjetividad acorde con ese mundo exterior. En este sentido, hay un doble juego constituyente (o constructivo) de la socialización: por un lado, una realidad cognitiva y semánticamente aprehendida que se convierte en realidad objetiva; y por otro, una forma de actuar y sentir que es modelada a través de las