Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví


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Pero la clase también puede ser concebida como experiencia, como una experiencia de clase.

      “La clase se define por los propios hombres según y cómo vivan su propia historia; y, en última instancia, es la única definición posible”, señala Thompson en su ya famoso prefacio a La formación histórica de la clase obrera (Thompson, 1977: 10). Pese a la ambigüedad por la que se lo ha criticado, con esta frase —cuyas derivaciones han sido múltiples—[3] el autor sugiere que la clase no existe afuera de la experiencia vivida por los sujetos, y solo es construida como categoría colectiva histórica o analíticamente. No se trata de una experiencia cualquiera, sino de una experiencia cuya especificidad consiste en estar asociada a la condición de clase, es decir, a las condiciones materiales de existencia derivadas de la inserción de los sujetos en la estructura social. La condición de clase se expresa (no determina) en una experiencia compartida o común de clase.

      Esto no significa necesariamente la presencia de una identidad de intereses o de una conciencia de clase, lo cual en una perspectiva marxista se anticipa inevitable, y en una más ecléctica, como la de Thompson, se asume como resultado de su formación histórica. La identidad de clase, en un sentido más antropológico y menos político, no es un subproducto de la experiencia de clase (ya sea inevitable o histórico), sino que es constitutiva de esa experiencia. La clase como experiencia, despojada de ese debate, coincide así con lo que Bourdieu define como un habitus de clase, es decir un sistema de disposiciones socialmente construido a partir de condiciones de existencia compartidas (Weininger, 2005). De esta manera, la experiencia e identidad de clase se traducen en prácticas y sentidos (Savage, 2000), e incluso en sentimientos y pensamientos (Reay, 2005), todos los cuales son difícilmente asibles a través de una variable clasificatoria.

      Los ingresos, la educación o la ocupación, entre otras posibles variables unidimensionales, no son bases sólidas para sustentar una identidad de clase, como señala DiMaggio (2012), aunque puedan sugerir cierto estatus (por ejemplo, ser universitario o profesional); a decir verdad, esas variables no agotan lo que significamos cuando hablamos de clase, y los agrupamientos que pueden producirse a partir de ellas, además, tienden a ser internamente heterogéneos respecto del resto. Por esa razón, la clase, para nosotros, es al mismo tiempo una herramienta heurística y no una categoría preexistente. La clasificación de los sujetos individuales en una clase puede ser más o menos precisa, pero ello no es lo más relevante para los intereses de esta investigación; lo sustancial es poder sustentar etnográficamente algunos aspectos de una experiencia común derivada de una misma condición de clase. Es así que en lugar de múltiples categorías estrictamente delimitadas, resulta conveniente para nuestros fines partir de categorías amplias y flexibles que denoten condiciones de existencia compartidas, tal como lo planteó Bourdieu al sugerir una distinción entre clases dominantes (les classes dirigeantes) y clases populares (les clases populaires) o, más modestamente, entre jóvenes de clases privilegiadas y jóvenes de clases populares, como se plantea en este libro.

      En este sentido, la experiencia de la desigualdad puede concebirse como una dimensión incrustada en la experiencia de clase. En sociedades con una desigualdad persistente, nadie escapa a ella y se experimenta desde muy temprana edad; podríamos decir que desde que nacemos acompaña y marca toda nuestra experiencia biográfica. DiMaggio ha sugerido algo similar, al señalar que la clase debería ser tratada como un constructo analítico que modela nuestras interacciones a partir de su temprana influencia sobre el capital lingüístico, el habitus, la crianza, las redes sociales y las experiencias de vida de los actores (DiMaggio, 2012: 28).

      Los estudios sobre la niñez y la juventud tienen precisamente esa particularidad de poder situarse en uno de los principales engranajes de la relación individuo-sociedad, en una instancia primordial de la construcción de una sociedad de individuos y de la formación misma del individuo (Elías, 2000). La transformación de la desigualdad social en fragmentación social no es un accidente ni un acontecimiento puntual, tampoco responde a un fenómeno específico y coyuntural; para decirlo con sencillez, no surge ni desaparece de un día para otro, y tampoco se altera con más programas de transferencias condicionadas, con un incremento en el impuesto a la renta, o con una desaceleración del crecimiento económico, por mencionar algunos factores indudablemente asociados.

      La experiencia de la juventud (y la niñez) nos brinda una oportunidad única para explorar la emergencia de la fragmentación social. La niñez y la juventud representan períodos cruciales en el curso de vida de los individuos. Por un lado, las oportunidades y constreñimientos vividos en esta etapa marcan profundamente las posibilidades y condiciones futuras de bienestar e inclusión; las condiciones estructurales en este período dejan una fuerte impronta para el resto de la vida. Pero, por otro lado, es un momento crítico en los procesos de socialización y construcción de subjetividad que marcan con la misma profundidad los espacios de integración social y cultural de los individuos; las dimensiones subjetivas de la desigualdad resultan claves en esta etapa. Estos dos factores hacen que la experiencia de la desigualdad durante la niñez y la juventud constituya un aspecto fundamental en el proceso de fragmentación social.

      La hipótesis de la fragmentación social emerge en el cruce de dos líneas de análisis más o menos contemporáneas pero que permanecieron mutuamente indiferentes hasta hace muy poco tiempo: la exclusión social y la desigualdad social. En un texto de 2002, por ejemplo, Barry hacía notar la necesidad de profundizar la discusión y análisis de sus posibles relaciones, para lo cual aportaba una interesante reformulación conceptual. En el ensayo introductorio de ese mismo volumen, Burchardt, Le Grand y Piachaud (2002), también manifestaban de manera explícita que el foco de atención de la exclusión social no debía buscarse en la pobreza o la distribución de los ingresos, sino en la discusión y análisis de procesos paralelos como la polarización, la diferenciación y la desigualdad (cursivas mías). En el desarrollo de mi propia investigación previa sobre juventud y exclusión (Saraví, 2009), la vinculación entre ambas líneas analíticas también resultó evidente y emergió como una reflexión teórica inicialmente no prevista pero necesaria para poder dar cuenta de ciertos procesos empíricos. La génesis de esta nueva investigación, cuyos resultados aquí presento, puede rastrearse en aquellas reflexiones y en los problemas irresueltos que me planteó la exigencia de una profundización en el análisis de la relación entre exclusión y desigualdad.

      La exclusión social, en efecto, es una especie de síntesis que recoge todos estos problemas y pretende dar cuenta de una nueva cuestión social que emerge como resultado de esa combinación de aspectos: el debilitamiento del lazo social en determinados individuos y/o segmentos de la población (Saraví, 2007b). Las reformas sociales y la reestructuración socioeconómica que acompañaron la globalización a partir del último cuarto del siglo xx desencadenaron profundas transformaciones en los regímenes de bienestar y en los mercados de trabajo, que agudizaron la desprotección de los sectores más desfavorecidos y sumieron en la vulnerabilidad a muchos otros. La exclusión social se constituyó así en el núcleo de una “nueva cuestión social”, que desde entonces se extiende con mayor o menor intensidad en los más diversos contextos nacionales, y que se manifiesta en la forma de una persistente acumulación de desventajas sobre sectores vulnerables de la población: los pobres, pero también los desempleados, las familias monoparentales, un colectivo heterogéneo de individuos que han sufrido diversos accidentes biográficos, y, muy especialmente, los jóvenes.

      La concentración y encadenamiento de desventajas conduce a un proceso de creciente vulnerabilidad y precariedad social, y amenaza con la posibilidad de que estos individuos y sectores queden entrampados en espirales de desventajas (Esping Andersen, 1999). La fractura del lazo social aparece así como el destino final al que puede conducir este proceso; sin embargo, los estudios sobre la exclusión no necesariamente ponen su mirada sobre los excluidos, sino sobre ese amplio espectro de zonas grises y sectores vulnerables, y sobre el proceso mismo de acumulación de desventajas que mina la relación individuo-sociedad (Castel, 1997). En este sentido, la exclusión social hizo evidente la multidimensionalidad de la nueva cuestión social (Room, 1995; Bhalla y Lapeyre, 1999). De-Gaulejac y Taboada Leonetti (1997), por ejemplo, plantean la “desinserción social” como resultado último


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