Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví


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económico relativamente favorable, nuestra región continúa siendo la más desigual del mundo (cepal, 2011).

      En México, la desigualdad ha marcado históricamente de manera profunda y persistente la estructura social. Desde su pasado colonial y en sus dos siglos de vida independiente, el país se ha caracterizado por los fuertes contrastes en las condiciones de vida de diferentes segmentos de la población. Pese a los innumerables avances logrados en diversos indicadores sociales, la desigualdad ha persistido e incluso, en algunos momentos, las brechas sociales se agudizaron. En los años más recientes, no ha habido cambios sustanciales, más bien, las mismas tendencias globales y regionales mencionadas en el párrafo anterior parecen haber acentuado el carácter desigual de su estructura social.

      La concentración del ingreso medida por el Indice de Gini, por ejemplo, se incrementó de 0.45 a 0.48 entre 1985 y 2010, alcanzando niveles muy altos en los años noventa. Los ingresos reales en el país crecieron mínimamente durante todo este período, pero mientras los ingresos del decil más pobre (aún con programas masivos de transferencias condicionadas) aumentaron 0.8%, los del decil más rico crecieron el doble (1.7%). Junto con otros factores, esto se tradujo en una ampliación de la brecha entre los más y los menos privilegiados. En los países de la ocde, la relación entre el ingreso promedio del último y el primer decil es de 9 a 1, pero en México, el ingreso de los hogares ubicados en el decil más rico es 27 veces mayor que el ingreso de los hogares del decil más pobre (ocde, 2011).[1]

      Estos indicadores muestran una brecha profunda que separa los extremos de la estructura social; pero la desigualdad no se reduce a la distancia entre estos dos polos. También se expresa en los contrastes entre la mitad de la población que vive en la pobreza y lucha cotidianamente para sortear múltiples privaciones y desventajas, y el 20% de las clases más altas que disfrutan estándares de vida equiparables o superiores a los de clases similares en países más ricos y desarrollados. De acuerdo con las estimaciones más recientes del coneval para el año 2012, 53.3 millones de mexicanos son pobres, lo cual equivale a 45.5% de la población total.[2] La desigualdad también se deja ver en una pequeña clase media difícil de asir, pulverizada y vaciada de sentido como categoría unívoca, homogénea y perdurable, y que se ve atravesada por significativas desigualdades intracategoriales y diacrónicas.

      Pese a su magnitud y centralidad en la sociedad mexicana, los estudios sobre la desigualdad han sido escasos y se han concentrado sobre todo en una sola dimensión de carácter económico. Como consecuencia, hoy predominan los estudios de carácter cuantitativo, centrados principalmente en el análisis de la distribución del ingreso a través de diversos indicadores y en asociación con diferentes factores. La contribución de esta literatura ha sido y continúa siendo fundamental para conocer y entender mejor la dimensión objetiva de la desigualdad, su evolución a través del tiempo y su asociación con diferentes procesos socioeconómicos. Sin embargo, ni las bases de datos más amplias ni los modelos estadísticos más complejos son capaces por sí solos de transmitir una imagen correcta y completa de la realidad social (Collins, 2000). La escasez de estudios, por un lado, y el predominio de un perfil cuantitativo, por otro, limitan nuestras posibilidades de entender la vida y el orden social bajo tales niveles de desigualdad, y resultan insuficientes para responder cómo se vive en y con la desigualdad, o cuáles son sus consecuencias en las experiencias de vida individual y social.

      La desigualdad no se reduce a una sola dimensión. Dubet (2001) ha señalado que en relación a la desigualdad pueden asumirse dos posiciones: intentar describir las desigualdades, sus escalas y registros, su crecimiento o su reducción, lo que supone escoger una dimensión particular, como el consumo, la educación o el trabajo; o analizar las desigualdades como conjunto de procesos sociales, de mecanismos y experiencias colectivas e individuales. Para encontrar una respuesta a las interrogantes anteriores coincido en que es necesario asumir esta segunda posición.

      En sociedades profundamente desiguales como la de México, la desigualdad social trasciende la variable económica o de ingresos, y permea prácticamente todos los rincones de la vida individual y social. Nos enfrentamos con condiciones-de-vida fragmentadas, pero también con experiencias biográficas y estilos de vida, sentidos y percepciones fragmentadas, con espacios urbanos, escolares y de consumo fragmentados, y con ámbitos de sociabilidad y campos de interacción igualmente fragmentados, por mencionar sólo algunos ejemplos de un mismo fenómeno que puede encontrarse en múltiples esferas de la vida social. La “superposición” y “coincidencia” de estos diversos ejes de desigualdad y diferenciación da lugar a la conformación de espacios de inclusión desigual y de exclusión recíproca. La coexistencia de mundos social y culturalmente distantes y aislados unos de otros es lo que en este libro denominaré fragmentación social.

      Las dimensiones subjetivas de la desigualdad resultan esenciales para analizar y comprender este proceso. En la fragmentación social contemporánea confluyen tendencias estructurales y seculares. La transformación de la desigualdad como categoría unidimensional de estratificación de los individuos sobre un solo eje, en fragmentación como categoría multidimensional de exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales, nos obliga a complementar la descripción objetiva de la desigualdad, con un análisis profundo de sus dimensiones subjetivas.

      La dimensión subjetiva no significa ideacional o individual, sino centrada en el sujeto. Tampoco significa necesariamente micro en términos teóricos ni ontológicos, pero sí supone asumir una perspectiva metodológica micro. La dimensión subjetiva, en términos antropológicos, significa para nosotros centrar el análisis en la experiencia del sujeto de la desigualdad, lo que a su vez implica considerar dos grandes aspectos difícilmente escindibles entre sí como son las prácticas y los sentidos.

      La experiencia de la desigualdad no debe confundirse tampoco con la vida de los pobres o en la pobreza. La desigualdad no son sólo los pobres, ni es un problema que sólo los afecte a ellos o pueda equipararse a la pobreza. La otra cara de este fenómeno es la riqueza y el privilegio; la desigualdad incluye también a los ricos y es un problema que atañe y afecta también a las clases más altas de la sociedad (Scott, 1994). Los estudios sobre la desigualdad, sin embargo, han sido muy reticentes a incorporar en el análisis la riqueza y el privilegio. Tal como lo sugieren Rowlingson y Connor (2010) hay múltiples razones que explican la prioridad otorgada a la pobreza, pero una de las más importantes es que mientras la pobreza es considerada un problema social, no ocurre lo mismo con la riqueza. Hace poco más de una década, Ray Pahl (2001) añadía otra posible explicación; señalaba que se podía ver en Europa un consenso emergente respecto a que los pobres no debían ser tan pobres, pero no se percibía, en cambio, ninguna insinuación siquiera de un consenso similar respecto a que los ricos no deberían ser tan ricos. Este comentario resulta válido para el caso de México y para muchos otros países de la región, y sugiere que la riqueza y el privilegio son temas expresamente olvidados, sino vedados, a la investigación social.

      El análisis de la desigualdad, sin embargo, exige incorporar a unos y a otros, a ricos y a pobres, a las clases privilegiadas y a las populares. Pero la experiencia de la desigualdad no debe confundirse tampoco con un análisis de la vida en la pobreza y en la riqueza, o de los respectivos contrastes; es decir, no alcanza con una simple comparación descriptiva de estilos de vida en la precariedad y la opulencia. Se refiere, en cambio, al análisis de la experiencia de vida de unos y otros, pero no en términos aislados y unitarios, sino como experiencias de vida relativas, permeadas y moldeadas por sus recíprocas existencias y por la distancia que las separa. No se trata de comparar las características de peras y manzanas, sino la relación entre las raíces y los frutos. Es un análisis de una dimensión relacional y social de la experiencia de vida.

      Asumir estos supuestos sobre la desigualdad como experiencia colectiva, de carácter relacional y multidimensional, expresada en las prácticas y sentidos cotidianos de los sujetos, nos conduce a rescatar un concepto por momentos abandonado en la investigación social pero que la persistencia de la desigualdad ha revitalizado en estudios recientes: la clase social. Este libro se refiere a la desigualdad de clase o, dicho en otros términos, entre clases sociales. Los estudios sobre estratificación o los ensayos del marxismo ortodoxo, han utilizado tradicionalmente este concepto como una categoría colectiva preexistente en la cual clasificar y ordenar a los individuos de una sociedad según una


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