Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví


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modernas y sus mecanismos diferenciados de inclusión, y no solamente la falta de acceso a ellas, como fue la principal preocupación de los estudios sobre marginalidad de algunas décadas atrás. Pero así como la acumulación de desventajas consolida espacios de inclusión desfavorable, también debemos tomar en cuenta que la concentración de ventajas consolida espacios de inclusión privilegiada. Antes que exclusiones relativas se trata de exclusiones recíprocas; la privación y el privilegio dan cuenta de la coexistencia de mundos aislados (Saraví, 2008).

      En México (y tal vez esta sea una hipótesis válida para el conjunto de América Latina), la fragmentación social representa una derivación de la desigualdad que ha devenido en la conformación de espacios mutuamente excluyentes de inclusión desigual. Se trata de una diferenciación de espacios en la que se combina la jerarquía propia de la desigualdad, con la ruptura de las relaciones entre categorías o segmentos de la población propia de la exclusión (Vranken, 2001 y 2009). Exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales.

      La profundización y persistencia de la desigualdad objetiva, sin embargo, no es suficiente para poder explicar la evolución de la desigualdad en fragmentación. La ruptura supone un distanciamiento social entre esos espacios de inclusión desigual, el cual es producto de las brechas en las condiciones estructurales y de ingreso. Pero también es resultado de la emergencia de repertorios y fronteras socioculturales que los aleja y produce un extrañamiento recíproco. Tal como lo señalan Tiramonti y Ziegler (2008: 29), la fragmentación denota “una distancia que se expresa en términos de extrañamiento cultural y fronteras de exclusión”, lo cual nos obliga a examinar las dimensiones que dan forma a la experiencia del sujeto: sus prácticas y sentidos. Aunque aún poco exploradas, las dimensiones subjetivas de la desigualdad constituyen un factor determinante en este proceso de fragmentación social.

      La desigualdad objetiva no es suficiente para dar cuenta de la fragmentación social. Las disparidades y contrastes en las condiciones materiales de vida, en la distribución de los ingresos, o en la asignación de otros recursos y capitales, no explican ni generan automáticamente el distanciamiento social y cultural que define a la fragmentación social. La jerarquía como eje de diferenciación no se transforma por sí sola en fracturas sociales, aun cuando en su profundización esté inscrita la génesis de la fragmentación. Las condiciones estructurales de desigualdad favorecen, e incluso a partir de cierto nivel promueven, el aislamiento y distanciamiento social, pero lo hacen “a través de” y “en interacción con” otras dimensiones de desigualdad a las que aquí denominaré subjetivas, por estar basadas en la experiencia del sujeto.

      Las dimensiones subjetivas de la desigualdad no son equiparables con las perspectivas subjetivistas o constructivistas de la desigualdad, para las cuales la desigualdad es en principio una interpretación socialmente construida, sin ninguna otra dimensión estructural relevante que la contenga (Harris, 2006). Tal como lo observa Reygadas críticamente, “en el constructivismo extremo la desigualdad se reduce al flujo siempre cambiante de las interpretaciones creadas en las interacciones entre los sujetos, perdiéndose de vista las estructuras que dan continuidad y persistencia a las inequidades” (Reygadas, 2008: 55). Dicho en otras palabras, se la reduce a un fenómeno exclusivamente ideacional desligado de sus condiciones objetivas. Nada más alejado de nuestro propio planteamiento.

      Al analizar las dimensiones subjetivas, asumo como premisa fundamental que toda experiencia social está condicionada desde su inicio por los constreñimientos y oportunidades que impone el posicionamiento estructural de los individuos. Y esto es especialmente así en el caso de la experiencia de la desigualdad, en la cual, como expuse en algunas páginas previas, la condición de clase deviene un componente central.

      Pero la experiencia social tampoco es una reproducción o representación actuada de las condiciones estructurales como pretenderían afirmar los estructuralistas más ortodoxos. Tal como lo expresa Dubet (2010), la experiencia del sujeto no es simplemente una forma de incorporar el mundo a través de las emociones y de las sensaciones, sino una manera de construir ese mundo. En este sentido, las dimensiones subjetivas no solo reproducen o actúan la desigualdad estructural sino que tienen autonomía y contribuyen directamente a la construcción de la desigualdad; es más, como sugiere nuestro análisis, son fundamentales para su transformación en fragmentación social. Es posible identificar al menos tres categorías de dimensiones subjetivas de la desigualdad, todas ellas corporizadas (embodied) en la experiencia del sujeto: una dimensión cultural, una dimensión social, y una dimensión propiamente subjetiva.

      La dimensión cultural parte de una definición antropológica de la cultura, entendida, en términos simples, como el trabajo de producción simbólica de una visión del mundo. En términos más específicos, y basándonos en Clifford Geertz —quien mejor ha logrado sistematizar y operacionalizar esta propuesta—, la cultura puede concebirse como un ethos compartido por un grupo social y, al mismo tiempo, como el proceso permanente de construcción (y renovación) de sentidos que alimentan ese ethos y que permiten significar el mundo y la presencia de los sujetos en él. La cultura da cuenta así de las formas simbólicas a través de las cuales los individuos construyen y expresan significados. Esta formulación antropológica y simbólica de la cultura, brinda la posibilidad de identificar una serie de herramientas a partir de las cuales los sujetos experimentan y significan la desigualdad y al mismo tiempo contribuyen a su producción y reproducción. Es decir, la dimensión cultural de la desigualdad se refiere a esa parte o espacio de significación y producción cultural ligada directa o indirectamente a la desigualdad.

      Algunos autores se han acercado al análisis de esta dimensión privilegiando la identificación de valores, representaciones o creencias sobre la estratificación social y/o la distribución de la riqueza. Lubker (2004), por ejemplo, compara las percepciones sobre la desigualdad en diferentes países y regiones del mundo, centrándose en los niveles de aceptación y problematización de la desigualdad social. Crutchfield y Pettinicchio (2009) se refieren en términos similares a lo que llaman “cultura de la desigualdad”, entendida más que nada como el predominio de valores y creencias que favorecen una alta tolerancia hacia la desigualdad. Con algunas variantes conceptuales pero dentro de este mismo enfoque, Sachweh (2012) analiza la “economía moral de la desigualdad”, a la cual define como el conjunto de creencias morales y representaciones colectivas sobre la estratificación social que son compartidas por todos los miembros de una sociedad. Todos estos estudios, muy recientes por cierto, a los que podrían sumarse algunos otros, se acercan a mi propia perspectiva y han sido insumos esenciales para esta reflexión (véase especialmente el capítulo 5), pero difieren en dos aspectos importantes. La primera diferencia es que ellos parten de una conceptualización más sociológica de la cultura, centrada y limitada a valores y creencias. La segunda, es que priorizan como foco de atención la dimensión más explícita y evidente de la desigualdad, es decir la estratificación o las diferencias de ingresos. Como resultado de estos dos aspectos, el análisis privilegia las interpretaciones y los significados explícitos atribuidos a la desigualdad estructural, los cuales suelen estar condicionados por las concepciones morales y los discursos ideológicos que asumen los individuos y que, cuando son dominantes, se imponen al conjunto de la sociedad.

      Estas percepciones y representaciones sin duda forman parte del repertorio cultural que permite significar y experimentar el mundo, incluyendo la desigualdad. Pero constituyen su dimensión más externa y explícita, o lo que, siguiendo a Swidler (1986), podríamos interpretar como una fase ideológica en el desarrollo de un sistema cultural de significados. La concepción antropológica y simbólica de la cultura, nos permite descender a mayor profundidad en el entramado de significados a través del cual los individuos perciben y experimentan el mundo, para lo cual es necesaria una descripción mucho más densa que permita traerlos a la luz. En este sentido, la dimensión cultural de la desigualdad, por un lado, no se limita a los valores y creencias más explícitas y superficiales, y, por otro, tampoco se reduce a las interpretaciones o significados de la desigualdad en sí misma o en su forma económica más evidente.

      La experiencia de la desigualdad es modelada o vivida a través de ciertos valores y creencias sobre la misma desigualdad, pero también


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