Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví


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semejantes y escindir actores considerados diferentes. Estos límites pueden nutrirse o apoyarse en diferencias preexistentes e inocuas (hombre-mujer, blanco-negro, joven-adulto, etc.), pero son fundamentalmente producto de aspectos culturales y sociales históricamente acumulados. A partir de estas diferencias, señala Tilly, “se generan historias que posteriormente los participantes usan para explicar y justificar sus interacciones”, y luego añade:

      Esas historias encarnan nociones compartidas sobre quiénes somos nosotros, quiénes son ellos, qué nos divide, y qué nos relaciona. La gente las crea en el contexto de materiales culturales previamente disponibles: conceptos, creencias, recuerdos, símbolos, mitos y conocimiento local compartidos. Una vez introducidas, las historias coaccionan las posteriores interacciones a través del límite, y sólo se modifican lentamente en respuesta a ellas (Tilly, 2000a: 76).

      Con otros términos y desde una perspectiva más sociológica, Tilly se refiere a lo que unos párrafos más arriba definí como una dimensión clave en la producción y reproducción de la desigualdad: los límites simbólicos. Pero lo que podemos percibir con mayor claridad ahora es la profunda vinculación entre las dimensiones culturales y las sociales; la cultura se entrelaza incesantemente con las relaciones sociales. Los límites simbólicos, los marcos culturales, los repertorios y habitus alimentan distinciones categoriales y pautan las relaciones recíprocas, pero al mismo tiempo las interacciones y relaciones sociales intercategoriales afectan, modifican o refuerzan esas dimensiones culturales. Y aquí debemos añadir un aspecto más de esta dimensión social, no priorizado en este análisis de las desigualdades persistentes.

      Si bien en algún momento Tilly señala que las personas que crean o sostienen la desigualdad categorial rara vez se proponen fabricarla como tal, en su análisis priman las relaciones sociales de poder intercategoriales. No es explícito, pero la dificultad del autor para explicar con leyes generales la puesta en práctica de los mecanismos de explotación y acaparamiento (e incluso de emulación y adaptación), se resuelve finalmente a partir de “una acumulación histórica diferenciada de poder” entre las categorías socialmente construidas. Es decir, en última instancia, las desigualdades intercategoriales tienen su origen en relaciones de poder que construyen y explotan diferencias entre dichas categorías. Pero la desigualdad social está incrustada en múltiples relaciones e interacciones sociales de nuestra vida cotidiana no directamente vinculadas con las relaciones de poder. Su persistencia es en gran medida debida a esta incrustación que hace que la desigualdad sea producida y reproducida, de manera inadvertida, por los propios individuos a través de sus relaciones sociales de la vida diaria: los amigos que hacemos en el club o en el barrio, las escuelas que escogemos para nuestros hijos, las preferencias y estilos de vida que adoptamos, etc.

      Los procesos que generan matrimonios selectivos o la reproducción de la movilidad social son determinados, al menos en parte, por preferencias y hábitos más que simplemente por exclusión. Desde esta perspectiva, no es necesario que existan barreras en el orden social que impidan el movimiento o contacto social, sino que ellos pueden ser limitados por diferencias sociales y culturales. Procesos tan simples como la sensación de incomodidad e inseguridad en ciertas interacciones sociales puede prevenir la formación de relaciones cercanas entre individuos socialmente distantes, sin que sea necesaria ninguna estrategia para limitar el contacto o negar el acceso a círculos privilegiados. Las diferencias en gustos y modales, o la incomodidad en ciertas interacciones pueden describirse como exclusión social, pero sería más apropiado entenderlas como distancia social. Tales diferencias pueden emplearse como estrategias de exclusión o para construir barreras sociales, pero también es importante reconocer el modo en que la distancia social es rutinaria e inintencionalmente reproducida recíprocamente y a través de las acciones sociales más cotidianas. Lo queramos o no, todos nosotros reproducimos rutinariamente detrás de nuestras espaldas la jerarquía y la distancia social, y es importante distinguir esos procesos de las acciones explícitas de exclusión (Bottero y Prandy, 2003: 193).

      Estudios recientes sobre la distancia social han puesto mucho énfasis en esta reproducción rutinaria de la desigualdad a través de la interacción social. A través de un proceso espontáneo de “asociación diferencial”, la gente con la que uno está y se siente más cercana tiende a ser similar también en muchas otras dimensiones de desigualdad, contribuyendo a un proceso no intencionado de exclusiones recíprocas e inclusiones desiguales. Vivimos en barrios, asistimos a escuelas y cines, o adoptamos estilos que compartimos con otros con los que nos sentimos cercanos y a gusto. Esta afinidad no se sustenta exclusivamente en preferencias subjetivas o libres de todo condicionamiento social y estructural. Análisis sobre los patrones de asociación diferencial muestran que aun las elecciones más íntimas que hacemos en nuestras vidas, como parejas, amigos o vecinos están constreñidas por una distribución social previa de los individuos en ciertas escuelas, clubes, y barrios, que a su vez contribuyen a moldear nuestras preferencias (Bottero, 2007). Preferimos o nos sentimos a gusto en determinadas escuelas, barrios o cines, por ejemplo, porque esas preferencias fueron construidas en condiciones sociales compartidas con los “otros” que podemos encontrar en esas escuelas, barrios o cines. Es decir, nuevamente nos enfrentamos al entrelazamiento recíproco de las dimensiones culturales y sociales; en este caso marcos culturales y habitus. Tal como lo señalara Bourdieu, agentes ubicados en condiciones similares y sujetos a los mismos condicionantes tienen altas probabilidad de compartir posiciones e intereses similares, y en consecuencia de producir prácticas, actitudes y gustos también similares (Bourdieu, 1985, citado en Bottero, 2007).

      Este mecanismo de asociación diferencial, con frecuencia inconsciente a nivel individual pero que es un componente esencial de la experiencia social individual, es crucial en el proceso de transición desde la desigualdad hacia la fragmentación social. La fragmentación social supone precisamente un profundo distanciamiento sociocultural entre categorías que ahora parecen autonomizarse de las relaciones de desigualdad y poder que las unen. La afinidad y la diferencia de estilos, escuelas y barrios enmascaran o directamente oscurecen la desigualdad que las une y las sustenta. El resultado es la emergencia consiguiente de mundos de exclusión recíproca e inclusión desigual, lo que aquí he denominado fragmentación social.

      Sin embargo, las dimensiones subjetivas de la desigualdad no se agotan aquí. La experiencia de la desigualdad tiene una dimensión cultural y otra social, ambas fuertemente entrelazadas y principales para su producción, reproducción y evolución hacia la fragmentación. Pero la experiencia social no existe por fuera de los sujetos o, dicho en otros términos, el sujeto no es una simple marioneta guiada en sus movimientos y percepciones por hilos socioculturales. Y esto aplica también para la experiencia de la desigualdad, en la cual una dimensión propiamente subjetiva introduce otros matices y especificidades, sobre todo cuando nos referimos a las sociedades contemporáneas. Como es de esperar en los planteamientos más estructuralistas y clásicos de la desigualdad (y por supuesto en los análisis cuantitativos y de la estratificación social), esta dimensión está totalmente ausente; pero aún en las perspectivas más relacionales como las de Tilly o Bourdieu que revisamos antes, la importancia de la subjetividad termina constituyendo un aspecto secundario y poco relevante en el análisis.

      La inclusión de una dimensión propiamente subjetiva significa reconocer un espacio de libertad y agencia de los sujetos, pero también de reflexividad y sensibilidad. La subjetividad hace referencia a la condición de individuación del sujeto, que no solo es una voluntad o un deseo, como lo plantea Touraine, sino en algunos momentos un destino casi inevitable hacia el que son conducidos los individuos en la sociedad contemporánea. Es decir, la subjetivización es también una condición (social), que, claro está, emerge en algunos momentos e individuos con mayor transparencia que en otros.

      Tal como lo señalara Sherry Ortner (2005), por subjetividad podemos entender lo que todo el mundo entiende, es decir “los modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, miedo y demás aspectos que animan a los sujetos actuantes.” Luhrmann (2006) lo expresa de manera similar: “seamos antropólogos o no, usamos la palabra subjetividad para referirnos al modo en que los individuos piensan y sienten”. Sin embargo, más allá de este consenso generalizado que trasciende la academia, el debate teórico se concentra en los fundamentos de esta subjetividad: ¿es la subjetividad un fenómeno absolutamente individual, una dimensión exclusivamente psicológica, o un


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