Juventudes fragmentadas. Gonzalo A. Saraví

Juventudes fragmentadas - Gonzalo A. Saraví


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“El ‘sentido común’, al final, es ese conjunto de supuestos tan inconscientes para uno mismo que parecen ser una parte natural, transparente, innegable de la estructura del mundo” (Geertz, citado en Swidler 1986: 279). En la transformación de la desigualdad social en fragmentación social, las percepciones sobre la desigualdad misma son tan importantes como estos otros aspectos culturales imperceptibles y enraizados en el sentido común que expresan y orientan las experiencias cotidianas (la cultura es un modelo de y para la experiencia). Se trata de aquellos elementos que nos ayudan a entender, por ejemplo, por qué las clases privilegiadas no usan el transporte público, o por qué los más desfavorecidos se sienten más cómodos en un tianguis, o por qué a las jóvenes de uno y otro sector social se las llama “niñas” y “chavas”, respectivamente. Formas de actuar y de hablar, percepciones sobre los otros y uno mismo, estigmas y estilos de vida, preferencias, expectativas y prácticas cotidianas, entre muchos otros, son algunos ejemplos de los aspectos que intenta captar esta dimensión cultural de la desigualdad.

      El repertorio cultural humano es muy amplio, y dar cuenta de él exigiría tanto o más esfuerzo que el que ha demandado descifrar el genoma humano, es decir nuestro repertorio genético. Sin embargo, en años recientes, distintas perspectivas de análisis han intentado captar bajo distintos conceptos estos múltiples y diversos aspectos que componen la dimensión cultural (ver Bayón, 2013). Límites simbólicos, marcos culturales, y repertorios culturales son algunos de estos conceptos, los cuales representan, antes que enfoques en competencia, esfuerzos complementarios de sistematización de la compleja dimensión cultural. Lejos de ser incompatibles o mutuamente excluyentes, cada uno de ellos nos remite a un conjunto o tipo distinto de aspectos culturales; es decir, a diferentes dimensiones culturales. Pero ellos no son los únicos ni agotan el universo de lo cultural; si aquí los destaco es porque su contribución resulta mayúscula en el proceso de construcción y reproducción de la desigualdad.

      Los límites simbólicos consisten en distinciones conceptuales hechas por los actores para categorizar objetos, gente y prácticas (Lamont y Molnar, 2002). Tal como lo señala Cristina Bayón (2013), a partir de ellos se establecen jerarquías, similitudes y diferencias que trazan fronteras entre ellos y nosotros; es decir, los límites simbólicos son un componente fundamental en la construcción de lo que he denominado exclusiones recíprocas. Los marcos culturales, en cambio, son modos de entender cómo funciona ese mundo y nuestra posición en él, definiendo, entre otros aspectos, horizontes de posibilidades; por lo tanto constituyen una dimensión cultural considerable en la interpretación que los actores hacen de su propia condición y la de otros en la estructura social, y en la sociedad en general (Bayón, 2013). Y la tercera dimensión cultural que aquí me interesa se refiere a un repertorio amplio y diferenciado de prácticas culturalmente modeladas, a partir de las cuales los actores construyen sus cursos de acción (Swidler, 1986). Podría concebirse como la dimensión cultural de la acción, que, como es sabido, no está regida solo por valores o intereses conscientes e individuales. Tal como lo sugiere Swidler, las estrategias o cursos de acción que siguen los individuos no se construyen desde cero cada vez, no se trata de una recreación original y constante, sino que resultan del encadenamiento de prácticas tomadas e hilvanadas a partir de un repertorio cultural predefinido. La idea detrás de los repertorios culturales se acerca mucho al concepto de habitus acuñado por Bourdieu como sistema de disposiciones estructuradas que inclina a los actores a actuar, pensar e incluso sentir de ciertas formas. Sin embargo, mientras el concepto de habitus pone mayor énfasis en la determinación de las condiciones estructurales del mundo exterior que han sido culturalmente internalizadas, los repertorios culturales dejan más juego o flexibilidad en la determinación estructural, abriendo un margen mayor para la agencia de los individuos. Ambos conceptos permiten explorar no sólo la corporización de la desigualdad en prácticas culturalmente definidas, sino también la producción y reproducción de esa desigualdad a través de la experiencia social.

      En síntesis, no se trata sólo de opiniones o interpretaciones sobre la desigualdad; la dimensión cultural se interna en un mundo subterráneo y complejo de significados y prácticas que imperceptiblemente (y no tanto) profundizan la desigualdad y amplían el distanciamiento social y cultural. “La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra índole”, señala Luis Reygadas (2004), para luego añadir que “el grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan distintos, en términos culturales, se considera a los excluidos y a los explotados, además de qué tanto se han cristalizado esas distinciones en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder”. La desigualdad puede ser más o menos tolerada según los valores y creencias sobre sus causas, los criterios que deben guiar el reparto de la riqueza social, o los malestares y conflictos sociales que se asocien a ella; pero también la desigualdad es aceptada y producida, a partir de las distancias, fronteras y jerarquías culturales que se establecen entre sectores de la población.

      Las dimensiones culturales no están exentas de relaciones de poder y conflicto, ni tienen un carácter esencialista. “Vista desde el ángulo del poder —dice Sherry Ortner (2005: 35)— una formación cultural puede reconocerse como un cuerpo relativamente coherente de símbolos y significados, ethos y visión del mundo, y al mismo tiempo interpretarse esos significados como ideológicos, y/o como parte de fuerzas y procesos de dominación.” Este planteamiento nos conduce a explorar una segunda dimensión subjetiva de la desigualdad; una dimensión social referida especialmente a las relaciones sociales.

      La desigualdad no solo se expresa en las relaciones sociales, tal como sucede, por ejemplo, con las relaciones jerárquicas. También se produce en las relaciones sociales y está incrustada en ellas (Bottero y Prandy, 2003); no solo en relaciones de dominación, explotación o discriminación, por mencionar algunos ejemplos en los que la desigualdad resulta evidente, sino en muchas otras relaciones cotidianas que a primera vista pueden parecer inocuas, menores o privadas. Dado que los individuos están inmersos en redes de relaciones sociales y son inconcebibles fuera de ellas, esta dimensión social constituye una dimensión subjetiva clave de la desigualdad. La experiencia que los sujetos tienen de la desigualdad es eminentemente relacional; se vive y se oculta en las relaciones sociales, y se produce y reproduce en ellas. La privación y el privilegio no solo comparten un mismo origen etimológico, sino que la existencia de uno resulta y depende de la existencia del otro. La experiencia de clase es una experiencia relacional bajo cualquier perspectiva.

      Desde una perspectiva eminentemente relacional, Charles Tilly (2000a) ha sugerido que las raíces más profundas de las desigualdades deben buscarse en distinciones categoriales persistentes entre grupos de personas y en las relaciones sociales que se establecen a partir de ellas. Es decir, las desigualdades sociales son esencialmente producto de relaciones intercategoriales. Estas distinciones de la población o de grupos específicos en categorías de personas constituyen, de acuerdo con el autor, el mecanismo por excelencia a través del cual los individuos organizan la distribución y control de recursos productores de valor. Básicamente, las distinciones categoriales posibilitan dos importantes mecanismos generadores de desigualdad: la explotación y el acaparamiento. Es evidente el antecedente marxista y weberiano del que se nutre Tilly al identificar cada uno de estos dos mecanismos respectivamente, pero la esencia de su análisis (que le permite reunirlos bajo una misma perspectiva) reside en que ambos suponen relaciones de exclusión entre pares binarios de categorías de personas que a la postre producen y reproducen desigualdad: la explotación, excluyendo a una categoría de individuos del producto de su esfuerzo, y el acaparamiento por medio del cierre de una categoría de individuos que monopoliza el usufructo de ciertos recursos productores de valor excluyendo al resto.

      Estas relaciones no están exentas de diferencias de poder entre las categorías, pero tampoco de una dimensión cultural que contribuye a la construcción de esas distinciones categoriales. La desigualdad entre grupos no se funda en diferencias de atributos, capacidades, habilidades, conocimientos o disposiciones espontáneas y originales, o innatas, entre los individuos que forman parte de esos grupos; en el mejor de los casos, esos aspectos son un subproducto posterior de las desigualdades creadas a partir de distinciones categoriales previas o fundantes socialmente construidas. Las distinciones categoriales son invenciones sociales a partir de las cuales se organiza la distribución de recursos productores


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