Salvar un corazón. María Laura Gambero

Salvar un corazón - María Laura Gambero


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recuerdos la abordasen, no podía contra ellos. Lo que más la condicionaba era asumir que, adrede, no se había comunicado ni con su madre ni con su hermano; ninguno sabía de su regreso. Tampoco había resuelto cuándo o cómo se pondría en contacto con ellos. Le resultaba muy difícil dar ese paso cuando todavía no lograba perdonarlos.

      Las tripulantes de cabina, distribuyendo snacks previos a la cena, interrumpieron sus pensamientos. Pidió vino tinto y no pudo evitar pensar en Étienne, que detestaba las bebidas que servían en los vuelos. No había sido del todo sincera con él respecto de su regreso a la Argentina. Lo cierto era que la cancelación de su viaje la había llenado de tal indignación que, en un arrebato, aceptó la propuesta que le habían hecho: José María Solís, su jefe, le había encargado que, una vez en Buenos Aires, visitase la editorial que los españoles subsidiaban y que, de ser posible, le echase un vistazo al lugar. No estaban conformes con el desempeño de la directora de Editorial Blooming, Antonella Mansi; de hecho, estaban convencidos de que los estaba engañando.

      Después de la cena, se enfrascó en una película francesa que la terminó durmiendo. No volvió a abrir los ojos hasta que el avión comenzó a descender.

      El vuelo aterrizó en horario y no le costó trabajo conseguir un auto que la llevase a la ciudad. Cerca de las diez de la mañana, llegó al hermoso edificio de la calle Suipacha, a pocos metros de la Basílica Nuestra Señora del Socorro. Ingresó al vestíbulo cargando su bolso y arrastrando su maleta. Allí encontró al encargado, quien la guio hasta el fondo de la planta baja, donde le entregó la llave que su amigo, Raúl Olazábal, había dejado para ella.

      Era un apartamento sofisticado. Un amplio ambiente en forma de L apareció frente a ella en cuanto puso un pie dentro. Lo contempló, encantada. En uno de los extremos divisó la cocina con techo de vidrio y salida a un pequeño lavadero abierto; y en el opuesto, un ventanal de cuatro hojas conducía a un atractivo patio interno, colmado de plantas y una fuente de pared decorativa. La sorprendió que las ventanas estuvieran abiertas permitiendo que los tibios rayos del sol de mayo se filtraran e inundaran el ambiente de luz. La decoración era exquisita: pudo admirar tres cómodos sillones blancos salpicados de coloridos cojines, junto a la mesa baja de madera clara, colmada de revistas de viaje. Además, dos butacones enfrentaban un magnífico televisor de pantalla plana, empotrado en una biblioteca repleta de libros.

      Gimena caminó admirando el apartamento. Dejó su bolso de mano sobre una mesa rústica y sonrió al ver que, al lado del fanal de hierro que decoraba el centro, había una nota doblada con su nombre escrito en una de las caras. Reconoció la letra, era de Raúl, el dueño del apartamento, quien hacía ya dos años que se había instalado en Santiago de Chile.

       Este fin de semana estuve en Buenos Aires. Te esperé todo lo que pude para darte una bienvenida como te mereces, pero lamentablemente no pude cambiar el pasaje de regreso. La verdad, querida Gimena, es que no sé cuándo podré escaparme a verte. Así que, si lo deseas, bien puedes tú cruzar la cordillera para darme un abrazo como sé que me merezco. Te quiero. R.

       P. D.: No le dije nada a Manuel de tu visita. Hablen, Gimena, te hará bien hacerlo.

      Meditó brevemente sobre esta última línea y se obligó a eliminarla de su mente. No deseaba pensar en Manuel; tampoco sabía cuándo lo haría. Lidiando con esos pensamientos, se dirigió a la habitación principal anhelando despojarse de la ropa que llevaba puesta desde hacía una eternidad y darse una ducha caliente.

      Media hora más tarde, con el cabello envuelto en una toalla y cómodamente cubierta por una bata que había encontrado en el cuarto de baño, Gimena volvió al salón principal. La ducha la había renovado en parte. Sin embargo, no había logrado descansar durante el vuelo y sentía el cansancio acumulado sobre sus hombros; solo la adrenalina la mantenía en pie. Se acercó a la cafetera y eligió la cápsula que deseaba. Necesitaba la dosis diaria de cafeína para comenzar a moverse.

      Con su jarra de café en la mano, deambuló por el ambiente aceptando que el casamiento de Mariana San Martín había sido la excusa perfecta para regresar. Más allá de todo, reconocía que se sentía muy bien estar en Buenos Aires. No obstante, luego de más de siete años de ausencia, pensar en volver a saber de su familia la angustiaba. Por si fuera poco, Étienne ya no estaba para acompañarla, ahora se vería obligada a enfrentarlo sola. El rostro masculino de Étienne llegó a ella y, por primera vez, sintió su lejanía. Tal vez fue la costumbre, pero un impulso la llevó a grabar un audio.

      –Hola, Ét. Hace casi tres horas que llegué. Todo perfecto. Hablamos uno de estos días. Besos.

      Bebió un poco de café contemplando los ventanales, y salió al patio. Era una mañana fresca pero despejada. Sonrió al recordar lo mucho que disfrutaba los otoños en Buenos Aires. Se sentó en una banca ubicada junto a la puerta de salida y encendió un cigarrillo. Se tomaría ese día para instalarse y organizarse. Tenía mucho trabajo del cual ocuparse. Más allá de visitar la editorial, se había comprometido a entregar varios artículos en fechas determinadas para la revista en la que trabajaba desde hacía seis años.

      Volvió a servirse café en la taza y regresó a la habitación dispuesta a desarmar la maleta. Fue entonces cuando vio los obsequios que había comprado para los hijos de sus amigas. Con renovado entusiasmo, se sentó al borde de la cama y tomó su celular para dar señales de vida. “Lleguéééé”, escribió en el grupo de WhatsApp que compartían.

      No tardaron en aparecer las respuestas de Carola, Mariana y Lara, que ya habían hecho planes para festejar el reencuentro. Se reunirían a cenar esa noche; solo faltaba que Gimena confirmara si estaba de acuerdo. Por supuesto que lo estaba.

      CAPÍTULO 2

      BUENOS AIRES, MAYO DE 2015.

      Abrió los ojos abruptamente como si una alarma interior lo forzase a recordar que debía ocuparse de algo importante. La habitación estaba en penumbras, pero faltaba poco para que la claridad de un nuevo día se filtrara entre los cortinados.

      Miró de reojo miró a la mujer que dormía a su lado. Suspiró con desgano y estiró la mano hacia la mesa de noche donde se encontraba su celular. Verificó la hora. Eran cerca de las seis; tenía tiempo de sobra. Se dejó caer contra la almohada y clavó la vista en el cielorraso pensando en las órdenes que tenía.

      A sus treinta y siete años, Mirko Milosevic cargaba sobre sus hombros unos nutridos antecedentes penales que iban desde delitos de hurto menor hasta posesión y tráfico de drogas. Tenía varias entradas y salidas de distintos penales y reformatorios que no hicieron más que curtirlo y acrecentar su fama. Así y todo, lejos estaba de sentirse orgulloso de su vida, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Durante un tiempo, había considerado que lo mejor que podría haberle sucedido era haber muerto el mismo día que nació. Luego ese pensamiento se transformó en una convicción. Odiaba su vida. Odiaba cada maldito día vivido porque en ninguno había nada bueno para rescatar o recordar.

      Pero gracias a la misión en la que se encontraba, toda esa época parecía haber quedado atrás. El futuro se mostraba prometedor. Pensando en todo lo que había transcurrido en los últimos años, su mente se trasladó a aquella mañana de 2013 en la que todo su mundo pareció dar un giro inesperado. De tanto en tanto, necesitaba apelar a esa situación para recordarse por qué estaba donde estaba, por qué hacía lo que hacía y, principalmente, cuál era el objetivo final.

      En ese año, el 2013, el mes de octubre se había presentado inusualmente caluroso. El clima no era mejor en el interior de la cárcel de Batán, en la provincia de Buenos Aires. Allí se respiraba un aire enrarecido, y un movimiento extraño parecía cernirse sobre su persona.

      De los cinco años que llevaba encerrado, esa última semana había sido, por mucho, la peor, y el último mes, una constante pesadilla. Antes del amanecer, luego de casi seis días encerrado en la celda de aislamiento, dos guardias del servicio penitenciario provincial fueron por él. Lo levantaron a bastonazos para conducirlo


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