Salvar un corazón. María Laura Gambero

Salvar un corazón - María Laura Gambero


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podría tener sobre ella.

      –¿De qué se trata todo esto? –dijo inclinándose levemente sobre el escritorio para acercar su rostro al de la mujer que lo interrogaba.

      –Aquí las preguntas las hago yo, Milosevic –respondió sin poder apartar la mirada de esos ojos cautivantes y luminosos que la envolvieron–. Estoy en condiciones de hacerle una propuesta que puede interesarle –agregó, volviendo al trato inicial.

      –¿Busca diversión a cambio de reducirme la condena? –susurró con una voz tan sensual como desafiante.

      Una carcajada quebró el clima, pero no amedrentó a Mirko, que creía haber encontrado una veta en la rígida armadura de la mujer. Tomó nota mental de su talón de Aquiles.

      –Mucho le gustaría a usted, ¿no? –replicó ella sosteniéndole la mirada–. Reconozco que la suya es una propuesta tentadora –agregó dispensándole una sonrisa ancha y arrebatadora–. Otro día, si quiere, jugamos un poquito a eso –continuó–. Ahora volvamos a lo verdaderamente importante.

      Bajó la vista hacia una segunda carpeta y la abrió. Con rapidez colocó cinco fotografías delante de Mirko y sonrió. En todas aparecía él rodeado de muchas de las personas que meses atrás había negado conocer. Gente de la noche de dudosa reputación; personajes asociados al tráfico de drogas y de personas. Todos amigos de Candado, el traficante a quien le debía su situación actual. Mirko se arrellanó en su duro asiento; ese era el mundo del que no sabía cómo despegarse.

      –Es usted un hombre con muchos contactos, señor Milosevic –prosiguió Garrido, volviendo a estudiar la información con la que contaba–. Por otra parte, tengo entendido que durante estos cinco años aprovechó para superarse –destacó alzando la vista para ver su reacción–. Sé que terminó sus estudios secundarios y tomó varios cursos; eso está muy bien –continuó, bajando la vista a la ficha que tenía frente a sus ojos–. Veo que le interesa la fotografía. Genial. Habla de una persona que busca regenerarse, que busca progresar –Garrido alzó la vista y estudió al recluso con cuidadosa intención–. ¿Quiere sinceramente darle un sentido a su vida? ¿Está dispuesto a hacer el esfuerzo? –continuó enfatizando cada una de las preguntas. Hizo una pequeña pausa mientras evaluaba otros documentos–. Porque si bien usted ha cometido muchos delitos, creo comprender que mayormente fue empujado por su adicción. No me parece que sea un hombre violento. No hay un solo registro de agresión física, pero sabe defenderse –hizo una pausa un poco más prolongada que la anterior–. ¿Le gustaría salir de aquí y entrar en un programa de reinserción laboral? –deslizó con suavidad.

      Mirko no respondió. La propuesta era por demás tentadora, pero él hacía rato que había descubierto que nada era gratis en esta vida, de modo que permaneció expectante a las siguientes palabras de la fiscal.

      Deliberadamente, interrumpiendo los pensamientos de Mirko, Garrido colocó dos fotografías más delante de él. Lo miró con suficiencia y aguardó permitiendo que las contemplara. En una de ellas, Mirko reía despreocupadamente junto a un reconocido traficante, Patricio Coronel, exsocio de Candado; en la otra se lo mostraba inclinado sobre una línea blanca.

      –¿La extraña? –deslizó la mujer con malevolencia–. Imagino que sí; no debe haber de esta por aquí, ¿verdad?

      No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. En un abrir y cerrar de ojos se sintió entre la espada y la pared. Las pruebas que esa mujer tenía eran tan incriminatorias que bien podían aumentar su condena. La expresión del rostro de Mirko se tensó y las palmas de sus manos se humedecieron.

      –¿Qué quiere? –ladró, rabioso. Sentía la cuerda que se ajustaba en torno a su cuello. Estaba en manos de esa mujer.

      –Parece que nos vamos entendiendo –dijo Garrido con suficiencia–. Como bien decía, creo que tiene posibilidades. Colaborar conmigo puede ser un buen comienzo –afirmó convencida–. Sería muy sensato de su parte que lo considerara.

      Mirko sacudió la cabeza sin poder creer lo que acababa de escuchar. Era una locura, un suicidio. Todo el mundo sabía que trabajar para la Fiscalía, la Policía o la Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico era colocarse un blanco en medio de la frente. No era estúpido. También sabía que la fiscal no tenía el poder de reducirle la condena por el solo hecho de ponerse bajo sus órdenes.

      Su mente trabajaba a toda velocidad, pero la imagen de él consumiendo no lo estaba ayudando. Aunque el deseo se despertó, en todo momento fue consciente de que la propuesta bien podía ser una trampa. Alzó la vista y miró a la mujer que lo estudiaba a la distancia.

      –No voy a aceptar sin saber de qué se trata –balbuceó Mirko algo desconcertado.

      –Milosevic, usted no está en condiciones de hacer ningún tipo de reclamo –dijo la fiscal poniéndose de pie y, bordeando la mesa, se le acercó–. Lo que sí puedo asegurarle es que, de aceptar, alguien de mi equipo se ocupará de gestionar la autorización para que empiece a salir en libertad condicional. Tal vez se pueda apelar al sistema dos por uno. Después de todo, lo sentenciaron a once años y lleva casi seis encerrado.

      La mujer reunió todos los documentos en silencio, claramente dando por terminada la entrevista.

      –Piénselo. Analice bien lo que le dije –sugirió–. Le doy una semana para que considere minuciosamente lo que conversamos –insistió. Una nueva pausa logró poner un poco de suspenso a su discurso–. Lo digo en serio. Si se decide, puedo ocuparme de que el juez de ejecución agilice su salida. Al aceptar mi propuesta le quedaran menos de seis meses de encierro, Mirko, y cumpliría su condena en libertad condicional. Yo, en su lugar, comenzaría a pensar en el futuro. Nos vemos en siete días, Milosevic.

      La fiscal no le había mentido esa vez. Tan solo una semana más tarde volvió con una propuesta formal en la que se veía tanto el sello de la Fiscalía como la firma de un juez. Eso lo tranquilizó un poco. Tras un ida y vuelta de palabras, y ante la condición de que trabajaría bajo las órdenes directas de la fiscal, Mirko terminó firmando. Luego hablarían de los años pendientes de condena.

      Seis meses más tarde, llegó la notificación de que le habían otorgado el beneficio de la libertad condicional. Su vida parecía estar encauzándose, eso fue lo que pensó al contemplar consternado el papel firmado por el juez Máximo Ramírez Orión. Saldría, finalmente pondría un pie fuera de ese agujero. Le costaba creer que fuera cierto.

      Llevaba grabado en su mente el instante en que cruzó el portal pensando que todo sería más sencillo desde ese momento en adelante. El sol lo encandiló al poner un pie fuera del penal, y cerró los ojos disfrutando de la sensación. Lo primero que vio al abrirlos fue a la fiscal Garrido conversando a pocos metros del estacionamiento con un hombre a quien no conocía.

      Sin mucha explicación lo subieron a un vehículo y lo trasladaron a la Ciudad de Buenos Aires para instalarlo en una vivienda céntrica. En la casa de tránsito, como Garrido la llamó, encontraron a un hombre bajo, de hombros anchos y mirada dura y penetrante, que la fiscal presentó como Gonzalo Ibáñez, un colaborador suyo que también formaba parte de la misión.

      Mirko apenas lo saludó y bajó la vista hacia las tres fotografías que Ibáñez colocaba sobre la mesa. En todas se veía a un individuo de mediana edad al cual Mirko nunca había visto. En la primera, el hombre caminaba por la calle hablando por celular. Era atractivo, de cabello oscuro y tupido, tez trigueña y rostro cuadrado de rasgos duros. En la segunda fotografía se lo veía conduciendo un BMW negro último modelo. En la última, en una pasarela rodeado de bellas y jóvenes mujeres.

      –¿Quién es? –preguntó Mirko, intrigado–. Sinceramente no lo conozco.

      –Ya sé que no lo conoces. Tampoco él te conoce –le aclaró Garrido–. Ese es uno de los motivos por los cuales fuiste elegido.

      –Su nombre es Alejandro de la Cruz –informó Ibáñez con sequedad–. Aunque es hijo de argentinos, nació en Perú y vivió la mayor parte de su vida en Miami, donde se relacionó muy bien y logró abrir una agencia


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