Salvar un corazón. María Laura Gambero

Salvar un corazón - María Laura Gambero


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tras abrir la puerta de la celda–. Una bella dama vino a visitarte –anunció, impaciente, dejando que el sarcasmo se filtrara–. Estás teniendo muchas visitas últimamente –agregó con cierto desdén y tono amenazador–. No estarás contando cosas que no deberías contar, ¿no, Croata?

      Con cierta dificultad, Mirko se puso de pie y, renuente, miró al guardia. Le sostuvo la mirada, consciente de que lo contemplaba con ganas de asestarle un golpe. Toda la escena lo llevó a pensar en los hombres de la Fiscalía Federal que, tiempo atrás, ya no recordaba cuando, se habían presentado de imprevisto para entrevistarlo. Le mostraron fotografías esperando que reconociera algún rostro. La respuesta de Milosevic fue contundente: no tenía idea de quiénes eran. Pero lo cierto era que conocía a cada uno de los fotografiados y podía apostar a que los de la Fiscalía lo sabían.

      La misma situación tuvo lugar unas semanas más tarde. A esas alturas, Mirko se sentía por demás intranquilo. Sin embargo, lo más preocupante no era saber que no le creían ni una palabra, sino entender qué pretendían con sus visitas.

      –Apresúrate, que debes ponerte presentable –ladró el guardia dándole un empujón.

      Le permitieron asearse, cambiar sus ropas y ponerse en condiciones para la entrevista. Media hora más tarde lo condujeron por un pasillo que atravesaba el penal.

      Un grupo de hombres dedicados a ejercitarse lo observaron alejarse e intercambiaron miradas recelosas. Los ignoró y, con desgano, pasó junto al guardia, quien de un empujón lo instó a apresurarse. Por sobre su hombro, Mirko lo miró con actitud altiva y sonrió con un dejo de soberbia. Se había ganado la reputación de duro e incisivo a base de soportar golpes y asestar con precisión. Nadie dudaba de su rudeza y eso era lo único que lo mantenía con vida.

      –Cuidado, Croata, que un día de estos se te puede acabar la suerte –amenazó finalmente el guardia antes de volver a empujarlo–. Camina y mira para delante. Ya te vas a sosegar.

      Preguntándose de qué se trataría en esa oportunidad, se dejó guiar por el largo pasillo que comunicaba con otro pabellón. Le llamó la atención que no lo condujeran a través del patio interno, que era el camino directo hacia las salas de visitas. En cambio, se sumergieron en un corredor que él nunca había transitado. Eso lo puso alerta, pero no dijo nada. Al cabo de unos metros, el guardia lo obligó a detenerse frente a una puerta.

      Una vez que les habilitaron la entrada, ingresaron a una sala cerrada y sin ventanas. Solo se veía un escritorio, detrás del cual una mujer, escoltada por un uniformado fuertemente armado, leía unos papeles.

      –Por favor, póngase cómodo que hoy tenemos mucho de que hablar –dijo sin levantar la vista de la carpeta que tenía frente a ella.

      El guardia lo acercó al escritorio de un empujón y se apresuró a esposarlo a la mesa.

      –No hace falta –sentenció la mujer.

      El oficial la observó ceñudo para luego mirar a Mirko, quien le dedicó una sonrisa displicente. Maldiciendo, el penitenciario lo liberó y se retiró sin emitir palabra.

      Con algo de desconfianza, Mirko la observó con todos los sentidos atentos a cada movimiento o palabra que de ella proviniese. No tenía idea de quién era; nunca la había visto. Su mente procuraba repasar cada una de las conversaciones mantenidas con los distintos agentes que se habían acercado a interrogarlo durante los últimos seis meses. La abstinencia le jugaba en contra, llevaba días sin consumir y no lograba concentrarse; se sentía confundido y desorientado.

      La mujer estaba elegantemente vestida con un traje color petróleo e inmaculada blusa blanca de pronunciado escote. Llevaba el cabello oscuro recogido en una coleta y unos lentes de marco negro y cuadrado que le concedían un aspecto severo. Enfrentándolo con firmeza, se presentó como la fiscal Claudia Garrido y, según sus palabras, actuaba como enlace entre la Fiscalía Federal y la Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico. Pero más allá de la dureza que su cargo le confería, era bonita, de rasgos femeninos y labios por demás sensuales.

      –¿Cómo se encuentra esta mañana? –preguntó más por romper el hielo que por verdadero interés.

      –He tenido días mejores –fue la rápida y seca respuesta de Mirko.

      La mujer se irguió y, cruzándose de brazos, lo observó con determinación. Endureció el gesto al notar el hematoma que bordeaba el ojo izquierdo.

      –¿Qué le sucedió en el rostro? –quiso saber.

      –Me tropecé –respondió, tajante.

      Garrido lo estudió comprobando que era tan filoso y áspero como le habían informado; respondía con rapidez, sin bajar la guardia, en actitud agazapada. El que tenía enfrente era un hombre curtido por la vida, peligroso, difícil de abordar. Por todo lo que había averiguado sobre él, que era mucho a esas alturas, podría asegurar que era una persona que había recibido muchos golpes. Pero eso no la ablandaría, necesitaba ser dueña de la operación.

      –Un tropiezo que le valió una semana en la celda de aislamiento, según tengo entendido –agregó, displicente, recuperando por completo la actitud altiva–. ¿Cuántas van? Las reclusiones en la zona de buzones, digo. Muchas. Demasiadas en estos años, ¿no?

      Mirko no respondió este último comentario. Simplemente desvió la vista y eludió la mirada de la mujer.

      –Ya lo creo que han sido muchas. Pero no estoy aquí para hablar de su comportamiento –aclaró ella volviendo una vez más su atención a los papeles desplegados sobre la mesa–. Me gustaría cotejar cierta información primero para luego avanzar a lo verdaderamente importante –prosiguió con firmeza–. Su nombre es Mirko Milosevic; alias Milo o Croata. Nació en la ciudad de Rovinj, península Istría, Croacia. Un lugar bellísimo, aunque usted no haya tenido la oportunidad de conocerlo. Llegó a la República Argentina al año de vida, con su madre adoptiva, que en realidad más que madre adoptiva, podríamos llamarla usurpadora ya que lo sacó ilegalmente de Croacia, porque no hay un solo documento que indique que usted fue legalmente adoptado, o que su madre biológica muriera. ¿Nunca lo investigó? Tal vez usted es solo un chico robado; uno más de tantos.

      La mujer bajó la vista buscando cotejar la información, y luego volvió a alzarla para estudiar al recluso una vez más. Él la miraba con odio helado; ahora sí había despertado su atención y su animosidad. Milosevic era un hombre peligrosamente apuesto, su encanto y sensualidad no pasaban desapercibidos para nadie, mucho menos para una mujer; ella lo comprendía. Podía sentir la atracción que generaba; el poder oscuro que su cuerpo emanaba. Lo había apreciado desde el instante en que puso un pie dentro de esa sala de reuniones; era difícil desentenderse de su magnetismo. Volvió su atención a los papeles.

      –Prosigamos. Tiene un expediente interesante, Milosevic –dijo recobrando la postura fría y distante–. Aquí tengo todos sus antecedentes. Una verdadera joyita. Solo por recordarlo: a los doce tuvo su primera visita a una comisaría. Lo detuvieron por disturbios en la vía pública y posesión de droga. Empezó de chico, por lo que veo. A los catorce dejó la escuela, y volvieron a detenerlo al poco tiempo; otra vez por posesión. Pasó seis meses en un reformatorio del que se escapó. Lo atraparon un mes más tarde y esto le valió seis meses más a la sombra.

      La mujer hizo una pausa y cotejó ciertos datos. Por sobre el marco de los lentes, clavó la mirada en el rostro de Mirko, que ahora tenía la vista fija en ella. Garrido sintió su desprecio y se recordó andar con cuidado.

      –¡Qué vida de mierda, Milosevic! Te la has pasado entrando y saliendo de los penales –sentenció, pasando deliberadamente al tuteo–. Lamento lo de Soraya. Por lo que dice aquí, cuando finalmente dejaste del reformatorio, ella había muerto. Nadie se tomó la molestia de avisarte que ya nada quedaba. Tenías dieciocho años. Ahora entiendo por qué a partir de ese momento comenzó tu maratónica carrera. Aunque tengo que reconocer que te fuiste puliendo, terminaste como todos los de tu condición, cambiando reformatorio por penales; preso por tu adicción.

      Esta vez la fiscal lo miró directo a los


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