Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka

Los veinte días del Paraíso - Eugenio Gómez Dzwinka


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regresaba por la noche nuevamente me encontraba dormido. Como el tío Augusto, con su taxi, disponía mejor de los horarios, él se encargaba de llevarme y traerme a la escuela. Me dejaba en la puerta y, con dos palmadas en el culo, me decía: “Vaya, sobrino, vaya a conquistar chicas nomás”.

      Mientras duró ese invierno, mi madre se encargaba de darme un baño cada tres o cuatro días; la casa era muy fría. Pero llegada la primavera de aquel año, comencé a tener mis primeras tardes en el río, pescando mojarras y arrojando piedras al agua. A veces nos llevaba el hermano mayor de Paco, un amigo que vivía a dos casas en la cuadra, y otras veces nos llevaba Augusto. Río, tierra y arbustos me dejaban en condiciones necesarias como para tener que darme un baño a diario. Como mi madre no siempre estaba, algunos de esos baños me los daba el tío. Recuerdo que después de pasarme la toalla por todo el cuerpo, me paraba frente al espejo: “¡Pero qué pito grande que tenés, varón!”, me decía, mientras me lo zamarreaba con la mano y comenzaba a reír con su voz ronca y gastada. Yo sonreía, para retribuirle la gracia, y él me llevaba en andas hasta la pieza para ponerme el pijama. Cuando el baño me lo daba mi madre, todo era rápido y sin demasiadas vueltas; en cambio, los baños del tío cada vez se prolongaban más, y con más jugueteos. Cuando me paraba frente al espejo me hablaba, no paraba de hablarme; y me decía que no le contara nada a mi madre, que eso era cosa de hombres. Después me mandaba solo a la pieza y se encerraba en el baño, por algunos minutos. No necesito recordar más para saber cómo, después de un tiempo, esos jugueteos fueron mucho más allá.

      Cuando llegó el verano y se terminó la escuela, también llegó la despedida del tío. Fue una mañana de domingo. Después de una charla prolongada con mi madre, Augusto me dio un beso en la mejilla; me guiñó un ojo, con un dedo en la boca me incitó al silencio, y se marchó.

      Todo se había complicado. Algunos días los pasaba en casa de Paco, y otros en la fábrica con mi madre. Mi carácter había cambiado; los días que pasábamos en casa, yo vivía recluido en mis juguetes, a veces jugando con la mente perdida, sin sentido alguno. Ella pensaba que recién ahora yo comenzaba a somatizar la muerte de mi padre; pero, en realidad, no sabía que muchas noches –después de darme un baño– mis piernas se ponían rígidas y sólo podía dormir boca arriba, de manera que mi espalda sintiera la seguridad del colchón. No soportaba la cercanía de ningún hombre adulto. Sólo me resguardaban los brazos de mi madre, y, en época de clases, los de mi señorita Eliana. Más de una vez tenía que rescatarme de los rincones, proponiéndome algún juego o con alguna tarea. Ella sentía mis vibraciones y, por lo general, acababa por insistirme con preguntas que me anudaban aún más la garganta. Varias veces terminó mi madre teniendo extensas charlas en la escuela, donde le recalcaban el problema de mi aislamiento, pero ella no le daba mayor relevancia y aducía todo a la muerte de mi padre; y decía que el tiempo todo lo curaría.

      A principios de 1970 la economía hogareña se derrumbó definitivamente, y en marzo nos mudamos a Buenos Aires, a vivir en casa de mi abuela Nilda, en pleno corazón de San Telmo. Cuando llegamos, había para mí una habitación completamente refaccionada y decorada. De los muchos juguetes que ahí había, un pequeño ejército de plástico azul pasó a ser mi favorito. Con él pasaba largas tardes en el patio del viejo caserón. Un soldado atrincherado tras las patas de la maceta del helecho recibía el ataque sorpresivo de otros dos que, fusil en mano, le descargaban la ametrallada que mis labios emitían, con los dientes apretados. Y luego del fusilamiento de aquel maldito enemigo, se dejaban llevar por mis manos hasta la rejilla, donde se apostaban cuerpo a tierra, mientras un tanque que yo había escondido tras una pila de baldosas rotas los sorprendía con un bombazo que me hacía saltar la saliva de la boca. Y así, el genocidio de plástico iba cubriendo el tiempo de mis tardes porteñas. Ya no tenía el río, ni arbustos ni mojarras, pero la vida en la casa de la abuela Nilda se volvía cada vez más confortable y tranquila. Las galletas horneadas por las tardes y las horas de televisión y chocolate caliente, en un sillón apolillado pero robusto, poco a poco fueron relajando mi ánimo, y al tiempo comencé a dormir ya con más soltura.

      Comencé mi primer grado de escuela primaria con un mes de atraso, a causa de la mudanza, lo cual no me ayudó mucho. Ya no estaban los brazos de Eliana para rescatarme de los rincones. Mi carácter se cerraba día a día y la poca comunicación con el resto de mis compañeros armaba de a poco un oscuro entretejido, del cual escapaba solitariamente en el patio de mi abuela, armando ejércitos y batallas, fusilando miniaturas, como una premonición de los años que vendrían.

      Mi madre aún era joven. Las luces de la ciudad y la sangre bulliciosa de la facultad, a la cual había ingresado por aquellos tiempos, ahuyentaron los fantasmas de mi padre rápidamente. A mediados de 1972 conoció a Ángel, un barbudo estudiante de arquitectura. El amor de ellos fue creciendo, a medida que mis infantiles ideas de cielo e infierno iban tomando forma en mi cabeza. No me molestaba que mi madre se muriera de amor por Ángel, pero nunca respondí a los acercamientos que él, con toda la bondad que lo abundaba, intentaba cada día. Íntimamente apreciaba su presencia en la mesa del domingo, o sus ocurrencias nocturnas de buscar planetas entre las estrellas; pero no podía soportar que sus manos se me arrimaran, y mucho menos que me tomara por la cintura.

      En ningún momento mi madre se alejó de mí, ni descuidó mi educación; por el contrario, el espíritu de Ángel la movilizó a salir adelante. Cada tanto, a pesar de los refunfuños de mi abuela, la casa se llenaba de estudiantes. Hasta altas horas de la madrugada filosofaban, bebían y fumaban, embelesados por las ideas y el rock and roll de aquellos años. A pesar de que mi madre me resguardaba de aquellas reuniones, yo me mantenía despierto tratando de escuchar lo más posible aquellas filosofadas, colosales para mi precario entender de la vida. Y entre la política y los sueños, unos pocos que siempre se quedaban hasta lo último armaban los planes para el mundo nuevo.

      En el 74 cumplí diez años. Por mi cabeza comenzaban a sucederse otros razonamientos, aunque infantiles aún, cuando el enorme televisor en blanco y negro anunció la muerte del General Perón. Mi abuela, que para entonces tenía su salud muy deteriorada, rompió en llanto. Mientras yo le tomaba una mano, con la otra oprimía fuerte un pañuelo color té, regalo de la mismísima Evita. Una tarde entera lloró sin consuelo, mientras mi madre y Ángel conversaban en voz baja. Así estuvieron hasta entrada la noche, cuando salieron para regresar recién por la madrugada. Yo dormí toda la noche pegado a mi abuela, sintiendo en su respiración una profunda congoja. Diez días después de los funerales del General, mi abuela Nilda cerraba sus ojos para siempre, sentada en el viejo sillón en el que yo pasaba mis tardes mirando tele. La noche anterior, mientras cenábamos, tomó a mi madre de las manos y dijo: “Ana, Ángel, cuídense, chicos, piensen en Alfonso”.

      Poco tiempo después Ángel ya estaba viviendo con nosotros. Yo ya me movía solo, al menos para ir a la escuela, que quedaba a pocas cuadras. Así a mi madre se le hacía menos complicado llevar adelante el trabajo y el estudio. Mi relación con Ángel era mucho más abierta, pero sin acercamiento físico de mi parte. En varias ocasiones, intentó convencerme de que le contara el porqué de aquella oscuridad misteriosa que percibía en mí; pero entonces sólo lograba que en esos momentos me alejara más. El fantasma del tío Augusto regresaba a mi memoria, y aquellas noches volvía a dormir boca arriba y con las piernas tiesas.

      Con el correr de los meses, las reuniones en casa comenzaron a ser más frecuentes; pero ya sin música, sin risas, y a media luz. Poco tiempo después mi madre dejó la facultad. Excepto para el trabajo, el resto del día lo pasaba en casa. El teléfono sonaba mucho más que lo normal. Las conversaciones que mantenía con Ángel se teñían de una seriedad que me dejaba lleno de curiosidad. Me insistían en que volviera de la escuela sin hacer demasiada calle, algo a lo que yo venía tomándole el gusto poco a poco. Una noche, hacia fines de 1976, el llanto desgarrador de mi madre rompió el silencio; me levanté bruscamente y corrí hacia la puerta de mi cuarto, que estaba entreabierta.

      –A Silvia no, ¡hijos de puta! –gritaba–. ¡Hijos de puta, hijos de puta!

      Ángel la abrazaba para contenerla, y también para que sus gritos no llegaran más allá de nuestras paredes. Silvia era una de las principales asistentes a las reuniones que se hacían en casa. Me envolví con una frazada y corrí para ponerme a los pies de mi madre.

      –Tranquilo,


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