Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka

Los veinte días del Paraíso - Eugenio Gómez Dzwinka


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¿En qué lugar realmente era la guerra que mencionaba Onetto? Era demasiado para mi cabeza, aturdida para entonces, y con un insomnio devastador.

      Yo seguía deseando que Onetto no apareciera y así se pasó la mañana. Entró a la oficina después del mediodía, con una enorme caja en sus brazos. Su cara tenía una alegría palpable, y comprendí que su cabeza estaba en otro lado; pude relajarme.

      –Preparate, pendejo, que se viene lo mejor –me dijo. Comenzó a romper con entusiasmo las tapas de cartón y, en pocos segundos, plantó sobre el escritorio un televisor Telefunken reluciente. Casi desesperado lo enchufó y después empezó a apurar a Aristegui, que para ese entonces estaba colgado de una ventana tratando de conectar una antena. Pusimos las sillas frente al aparato, y cuando lo encendió, mis ojos quedaron deslumbrados por la invasión de colores que arrojaba la pantalla. Tan sólo recuerdos en blanco y negro tenía de lo que era mirar la tele. Onetto estaba alegre como un nene con juguete nuevo.

      A las cinco de la tarde la oficina se empezó a llenar de milicos que fueron tomando cómodas posiciones frente a la pantalla. Y a las cinco y media la inauguración del Mundial 78 era un hecho. Los gimnastas desplegaban todo su esplendor en cada figura. Mis ojos no salían del asombro ante el verde de la cancha que transmitía la imagen. Todos se regocijaban en elogios por lo que veían, mientras en mi cabeza comenzaban a entretejerse enormes dudas sobre lo que realmente sucedía allá afuera. La guerra de la que me hablaba Onetto, ¿cuál era? Nada coincidía con lo que estaba viendo en ese momento, un pueblo lleno de colores y enardecido por la Copa del Mundo. ¿Cómo pasaban realmente las cosas? Porque las prácticas de tiro seguían, como si todo lo que me había dicho Onetto fuera real. Aquel mes mis pensamientos se volvieron más confusos que nunca. Onetto me dejaba ver tele de a ratos y después me mandaba a cebar mate. Con el correr de los días y los partidos mi asombro se fue diluyendo. Él percibía mis dudas y, seguramente por eso, fue que tenía prácticas de tiro todos los días. El revólver en mis manos y los estruendosos disparos me abstraían del mundo, y con eso me robaba tiempo de pensar. Mi puntería era cada vez más certera y Onetto danzaba a mí alrededor festejando cada botella hecha polvo por una bala.

      Los partidos de Argentina se volvían cada vez más eufóricos en la oficina. Ya no sólo mate y bizcochos había, a medida que avanzábamos en el mundial también aparecieron algunas botellas de vino, y nunca faltaba algún milico un poco borracho tirando balas al cielo, en el patio y al grito de ¡gol!

      La noche anterior a la final con Holanda decidí volver a hacer un ruedo nocturno. Los días habían pasado y mi cabeza volvía a despejarse y a tomar el entusiasmo de arriesgarme a más. Como siempre, esperé el momento adecuado, y llegó. Recorrí los mismos pasillos que aquella última vez, como presintiendo que en el mismo lugar encontraría lo que buscaba, y así fue. Nunca imaginé, para entonces, cuán lejos llegaría aquel paseo nocturno.

      Tras la misma puerta donde había visto a la mujer desnuda, se veía a algunos hombres moviéndose de un lado a otro, alterados.

      Nunca creí que se pudiera sentir la detención del corazón, y sentir que estás vivo en realidad; nunca lo creí. Pero puedo asegurar que existe ese momento y es más escalofriante que cualquier otra sensación. Así lo sentí, porque el corazón se me detuvo cuando la presión de una inmensa mano, áspera y transpirada, apretó mi cuello. Me tomó de tal manera que era imposible volverme para ver hacia atrás. El que con una mano sostenía mi cuello, con la otra empujó la puerta y me introdujo de un tirón en el cuarto, mientras todos se volteaban sorprendidos por mi presencia. Mi captor me soltó, dejándome caer al piso. Levanté la vista y pude ver, frente a mí, a tres militares de cara tan amarillenta como los papeles de la oficina; reconocí a dos de verlos durante los partidos. Sobre la misma cama metálica, sin colchón, un hombre; atado de pies y manos, desnudo.

      –Pero miren a quién tenemos acá –dijo el que parecía ser el superior de los cuatro–. Nada menos que al aprendiz del subteniente Onetto.

      Mis ojos habían quedado fijos en el cuerpo desnudo y sudado. Sangraba por un costado, a la altura de las costillas. Parecía estar al borde del desmayo.

      –Pero mirá que resultaste corajudo, che, parece que las cosas que te enseña el boludo de Onetto no te alcanzan. –Y haciendo un ademán, indicó a los otros que me levantaran del suelo–. ¿Andás con ganas de aprender cositas un poco más arriesgadas, che?

      –Sí –le respondí, tímidamente pero seguro.

      –¡Sí, mi coronel, carajo! –me gritó con rabia–. ¿Quiere aprender cosas nuevas soldado? –Había dejado de tutearme.

      –Sí, mi coronel –dije aún con cierta timidez.

      –Responda como un hombre, ¡carajo! ¿Quiere aprender, soldado?

      –¡Sí, mi coronel! –contesté, ahora gritando.

      –¿Quiere castigar al enemigo?

      –¡Sí, mi coronel!

      –¿Cuál es su nombre soldado?

      –Alfonso del Toro, mi coronel.

      –¿Cuántos años tiene, Del Toro?

      –Trece años, mi coronel. –Comenzaron todos a reír, mientras yo respondía sin poder dejar de mirar al hombre en la cama.

      El coronel, percibiendo que mi vista se mantenía inamovible, me tomó por un hombro y me acercó. Un gran sorbo de saliva bajo por mi garganta. Después arrimaron una silla y me hicieron sentar, muy cerca. Fue por orden del coronel. Hizo una seña con la mano y uno de los oficiales encendió la radio y alzó el volumen. Mientras él se inclinaba para hablar en el oído del que estaba atado, el otro oficial se preparaba para darle con la picana. Primero le dieron en los testículos. En cada toque se retorcía y convulsionaba, y sus alaridos me perforaban los sentidos. Mis ojos permanecían fijos y la sensación que me invadía recorría cada músculo de mi cuerpo, como si mi corazón en vez de bombear la sangre a mis venas la largara a escupitajos violentos.

      –¡Hablá, hijo de puta, respondeme! –le gritaba el coronel con una violencia incalculable. Ahora el oficial le metía picana en las tetillas y en las axilas, mientras el otro le arrojaba agua en el pecho.

      La radio se volvía enfermiza. El coronel se inclinaba de nuevo al oído atormentado. La picana lo devastaba.

      –Respondeme, comunista hijo de puta.

      Se volvió hacía mí bruscamente, sus mejillas temblaban de violencia.

      –Este es el enemigo, Del Toro, estos son los hijos de puta que hay que aniquilar por traicionar a la patria. –Y tomándome de la mano me llevó hacia la parrilla. Porque desde ese momento pasaba de ser una cama a ser una parrilla donde se cocinaban los cuerpos.

      –Dele nomás, aprenda a castigar como es debido, así se va a hacer un hombre de patria, carajo –me dijo, mientras me daba la picana. Las prácticas de disparo habían logrado que mis manos se acostumbren rápidamente a lo brusco, a lo violento de un disparo, que al principio me hacía tiritar hasta las uñas y ahora ya era algo más de todos los días. Tener ahora la picana era solamente un paso más. No podía volver atrás lo conquistado, ni flaquear cuando las circunstancias me ponían en desafío, aunque sentía que los dedos se entumecían por la negación a hacerlo.

      –Castigue, Del Toro, no sea cagón, ¡carajo!

      Al fin, hundí la picana en el pecho mientras el cuerpo se convulsionaba violento. Los gritos de dolor me penetraban por los oídos, los ojos y hasta por los poros. Y ya no pude parar, cambiaba del pecho a las axilas y de las axilas a los testículos; hasta que se desmayó. Cuando me sacaron la picana me di cuenta de que estaba empapado de sudor, creo que hasta tenía fiebre y mi cuerpo también temblaba. Mis ojos estaban hinchados de lágrimas, sentí que me estallarían en cualquier momento. Sentía dolor en mis manos y no me daba cuenta de que tenía los puños cerrados y apretados, casi clavándome mis propias uñas.

      –Muy bien, Del Toro, muy bien. Por hoy es suficiente –dijo el coronel mientras encendía un cigarrillo. Ahora su cara mostraba una paz absoluta, y su actitud era totalmente relajada.


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