Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka

Los veinte días del Paraíso - Eugenio Gómez Dzwinka


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al cielo como locos y al canto de “Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar”. Los ojos alcoholizados brillaban rojizos, los pómulos transpiraban olor a vino. Y todos, en ronda, se abrazaban gritando. Pero lo mejor del festín aún no comenzaba, como si estuviera reservado para después de ver la entrega de la copa. Percibí en aquel momento, dentro de mi cabeza aturdida por el vino, que las cosas estaban completamente desviadas de su rumbo y que algo iba a acontecer aquella tarde. No sólo estaban todos borrachos sino que mi presencia había quedado de lado; o quizá era que ya nada les importaba en lo absoluto. Lo mismo les daba que yo me abrazase a ellos para festejar un gol o que me recluyera en un rincón de la oficina para observarlos como a un documental de animalitos.

      La entrega de la Copa del Mundo transcurrió entre más vino, abrazos, y un griterío infernal.

      –¡Viva la Patria, carajo! –gritaba el coronel, apasionado por el triunfo.

      –¡Viva! –respondían todos, levantando los brazos en señal de grandeza.

      –¡Viva el Matador Kempes, viva la selección!

      –¡Viva!

      Y así se destapaba una nueva botella y el vino volvía a humedecer las bocas sedientas. Cuando el paladar pide hay que darle, y cuando uno le da se siente dueño del mundo, y cuando esto sucede el corazón se potencia, y el corazón de estos hombres latía por la patria aquella tarde. Sentí, en ese momento, que me estaban dando más de lo que ellos podían imaginar. Lo que para Onetto y el coronel era un juego más, para mí era la apertura a un mundo que transcurría por un costado de lo normal.

      Con mis pocos años, mis prácticas de tiro, y aprender a utilizar una picana, empezaban a sumergirme en un submundo violento, y apasionado. Este apasionamiento comenzaba entonces a calar profundo dentro de mí, cada vez que la palma de mi mano empuñaba un arma y el estruendo me vibraba hasta los dientes. Ya no creía tanto en la guerra de ellos, pero empezaba a creer en la mía. Hacía ya mucho tiempo que había visto a mi madre, desparramada en el sucio piso del calabozo, llorando y pidiendo por mí. Sabía, a aquella altura de las circunstancias, que ella seguramente recibía los mismos castigos y las mismas vejaciones que yo presenciaba. Sin embargo, aquella convicción no me alejaba del aprecio que sentía por Onetto y todo lo que me había enseñado, ni tampoco del respeto que me despertaba el coronel.

      Minutos después de que los jugadores abrazaran la Copa del Mundo y la tele siguiera arrojando un destello de colores, en medio de aquel festejo y mientras todos entonaban el cancionero mundialista, sonó el teléfono. El coronel, que dentro de su borrachera aún podía mantener su compostura de superior, atendió después de que el aparato insistiera reiteradas veces. Ya con el tubo en la oreja, cambió repentinamente el semblante, se puso serio como una lápida, y llevándose el dedo a la boca hizo señal de silencio. La euforia se apaciguó.

      –Sí, mi general... Sí, mi general... –repetía, con el tubo en la oreja–, como usted diga, mi general. –Todos lo miraban con duda y ansiedad. Onetto, casi bizco y con los ojos brillosos, esperaba a su lado para saber que sucedía–. Sí, mi general... –dijo por última vez el coronel, y colgó.

      –¡Firmes! –gritó, y todos quedaron atónitos. Hasta ahí había llegado el festejo, demasiado corto pensaban todos seguramente–. ¡Viva Argentina, carajo! –gritó el coronel.

      –¡Viva! –respondieron todos, con los rostros expectantes.

      –Al patio a seguir la fiesta –dijo el coronel, y estalló en carcajadas.

      Todos se miraron y un “Vamos, vamos, Argentina...” brotó al unísono, mientras se volcaban, saltando, nuevamente al pasillo que llevaba al patio trasero. Yo los seguía por detrás, y pude ver cuando el coronel retenía a Onetto y a otro oficial que estaba medianamente compuesto. No alcancé a escuchar la orden, por el griterío. Onetto y el oficial tomaron otro rumbo mientras los demás nos dirigíamos afuera. Cuando llegamos al patio, un par de balas volaron al cielo. Todos bailaban en ronda mientras el coronel, a un costado, se cagaba de risa. Cinco minutos después, por una de las puertas laterales, aparecieron Onetto y el oficial. Traían a los empujones a cuatro hombres y tres mujeres, bastante jóvenes todos, maniatados y con los ojos vendados. A dos que se cayeron al caminar, el oficial los levantó a patadas en el estómago. Los llevaron al medio del patio, los pusieron en el centro, y todos los milicos los rodearon. El coronel sacó un revólver y les tiró un par de veces a los pies.

      –Bailen, carajo, que Argentina es campeón del mundo –les gritó.

      Las mujeres lloraban en medio del bullicio, y los otros apretaban los dientes para no gritar, girando, perdidos. Onetto me abrazaba y cantaba junto a los demás. Me puso un arma en la mano.

      –Dale, pendejo, festejá –me dijo. Y ahí nomás tiré un par de balazos al aire.

      –¡Viva la Patria! –gritó el coronel.

      –¡Viva la Patria! –respondieron todos al unísono.

      –Viva la Patria, dije –les gritó el coronel a los maniatados–, festejen, carajo.

      –Qué van a festejar estos hijos de puta, si no saben lo que es la patria –dijo Onetto.

      –Entonces no sirven para un carajo –respondió el coronel, y ahí nomás levantó el brazo y, a uno de ellos, le abrió la cabeza de un tiro. Cuando cayó desplomado al suelo todos hicieron un silencio repentino–. ¿Qué pasa, señores, hice algo malo acaso?

      Empezaron todos a gritar de nuevo. Las carcajadas y los cantos crecían en volumen. Mientras, el oficial que había ido con Onetto empezó a arrancarles la ropa a las mujeres. La cabeza de uno sangraba en el piso; los otros tres temblaban a un costado y ellas quedaron en el centro de una ronda, recibiendo un manoseo general y descontrolado. Yo las miraba, prácticamente desnudas, y sentía que la excitación me invadía. Onetto me mandó de un empujón al medio de la ronda y entonces pasé a ser el centro de las bromas. A pesar de la vergüenza que me invadió en ese momento, mostré coraje y, para no ser menos, comencé yo también a tocarlas. Un aplauso brotó al instante y las risas aumentaron para festejarme.

      El coronel sacó un arma y la colocó entre mis manos.

      –Dale, pendejo, es hora de que hagas patria –dijo Onetto, y agarrándome el brazo me hizo apuntar–. A la que quieras pendejo, es todo la misma mierda.

      –A ver si colaboramos todos –dijo el coronel–, a la cuenta de tres.

      –¡A la una! –vociferó el alcohólico coro. Mi mano seguía apuntando a las tres mujeres que se retorcían en llanto.

      –¡A las dos! –La proclama fue más contundente, mientras mi dedo en el gatillo sentía el temblor previo a un momento único e irrepetible.

      –¡Y a las tres! –El disparo me hizo entrechocar los dientes, mientras la bala atravesaba el pecho de la que parecía ser la más joven.

      ¡Muerte! Acababa de dar muerte. Mi brazo seguía extendido; mi dedo continuaba en el gatillo. Sentí un silencio profundo dentro de mí. Observaba el bailoteo desenfrenado de todos, no los oía. Los veía borrosos, mi retina parecía empañada. Dos muertos en el piso; silencio. Mi mano rígida en el gatillo; silencio. Muerte; más silencio. Fueron segundos que parecieron un largo viaje por una nube confusa, borrosa, con una extraña sensación de fiebre en el cuerpo.

      Los sonidos empezaron a volver, lentamente. Mis ojos cobraban claridad justo cuando el coronel ponía su mano sobre mi hombro. Miré hacia el suelo. Vi a la muerta, desnuda y con el pecho sangrando. La imagen de mi madre apareció entonces frente a mí, igual, desnuda, lastimada; muerta. Mientras las palmadas del coronel percutían en mi espalda, giré bruscamente el brazo, y apuntando a uno de los oficiales que tenía más cerca, disparé. La bala le hizo un agujero justo en la mejilla. Mientras el cuerpo se desvanecía, sentí un golpe brusco que me tumbaba; y en cuestión de segundos sentí mi cara contra el suelo y un borceguí pisándome el cuello. El pie del coronel me oprimía, dolorosamente. Con un solo ojo abierto veía el cuerpo, ya sin vida, del oficial. Y los otros muertos casi pegados a él.

      Se hizo un silencio


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