Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka
días por venir.
–¿Alguna vez agarraste un chumbo de verdad, pendejo? –La pregunta fue un balde de agua fría: mi corazón empezó a latir acelerado, parecía golpearme el pecho por dentro mientras veía cómo él sacaba su arma dispuesto a enseñármela–. Vení, boludo, no tengas miedo que no pasa nada, está descargada –me dijo mientras colocaba el revólver en mi mano. Me dejó tocarla y mirarla un largo rato; la sentía pesada, fría, sobre todo fría–. ¿Querés aprender a usarla? –Y en ese momento casi se me detiene el corazón por la sorpresa.
–¿En serio, Gabriel? –le pregunté, desbordado por la emoción.
–Sí, pendejo, el puesto de secretario ya te queda chico, vos estás para más. –Y cagándose de risa me zamarreó los pelos.
Aquella tarde, por primera vez, Onetto me sacó de la oficina y, haciéndome recorrer un sinfín de pasillos fríos y oscuros, salimos a un patio muy amplio, detrás del edificio. Después de más de un año, el sol me pegaba caliente en la cara, y una bocanada de aire puro me llenaba los pulmones. Comprendí que estábamos en algún campo, alejados de la ciudad. El aire era más puro que el que mis recuerdos tenían de mis primeros años en Zárate. Los primeros minutos no pude ver nada, mis ojos se cegaron por el sol después de tanto tiempo de encierro. Cuando mi vista se aclaró, Onetto terminaba de fumar un cigarrillo y me hacía señas para que me acercara a él. Con mucha tranquilidad comenzó a explicarme minuciosamente todos los detalles del revólver. Mis ojos brillaban de felicidad cuando él cargaba y descargaba, una y otra vez, para que me quedara bien claro cómo se hacía. Cuando descargó un primer disparo, sobre un pilón de botellas viejas, mi corazón se detuvo e inconscientemente me aferré a su cintura por el susto.
–¡Eh, che! No me vas a decir que tenés miedo, me extraña –me dijo, y tomándome con su brazo izquierdo por el hombro, efectúo tres o cuatro tiros más, como para acostumbrarme al estruendo. Se dirigió entonces hacia donde estaban las botellas, colocó dos sobre una piedra y volvió. Se paró detrás de mí y, haciéndome poner los brazos horizontales y estirados hacia adelante, colocó los suyos sobre los míos y puso el revólver entre mis manos. Mi dedo índice temblaba en el gatillo.
–Cuando te dé la orden, vos gatillá –me dijo, casi susurrándome al oído–. ¡Fuego!
Sentí el estruendo entre mis manos y parpadeé del susto. Onetto comenzó a reír y a festejar, mientras me señalaba una de las botellas hecha polvo por el balazo. La emoción que sentí en ese instante fue más que cualquier otra cosa vivida hasta el momento. Tenía casi trece años y ya había efectuado mi primer disparo, ahora quería más. Aquella tarde se borraron de mi mente mi madre, Ángel y todo. Volvimos a realizar la misma operación tres o cuatro veces más y, para coronar la tarde, me dejó gatillar solo.
Extendí mis brazos horizontalmente, Gabriel colocó el revólver entre mis manos, me posicionó, me dictó los últimos detalles, y por fin me soltó. Quedé solo, con el arma entre mis manos lista para ser disparada. Estaba seguro de mí mismo, ansioso; cuando me dio la orden, gatillé. El retumbo entre mis dedos se unió a la vibración de todo mi cuerpo, me sentí grande. La bala atravesó un viejo tambor de lata, justo en el centro. Onetto me zamarreaba los pelos y mis labios estallaban de felicidad.
–¡Grande, pendejo! –me decía–. Que se agarre el enemigo.
Volvimos a la oficina. Me cebé unos mates mientras él terminaba de acomodar unos papeles, y entre tanto me hacía algún chiste como para festejar. Al fin se despidió de mí como cada tarde, cerrando los cajones con llave y dejando al guardia las indicaciones correspondientes. Y me prometió que las clases seguirían.
Aquella fue una de las noches más felices de mi vida. Con la manta hasta el cuello, y los ojos abiertos, me quedé tejiendo en mi imaginación ilusiones, aún infantiles. El gran sueño del batallón de plástico, que en el patio de San Telmo me hacía explotar los mofletes en estruendosos estallidos de saliva, tomaba forma en la realidad. Si de verdad existía ese enemigo que Onetto me decía; si mi madre y Ángel realmente estaban en esa guerra; y si mi casa había sido tomada, entonces acababa yo de empuñar un arma, y él era mi guía.
Las lecciones de tiro se repetían cada tres o cuatro días. Mis manos se iban poniendo fuertes y cada vez soportaban mejor el estruendo de los disparos. La puntería se afilaba cada vez y Onetto festejaba mis aciertos como un chico embelesado. Tras meses de estar recluido en esa maldita oficina, húmeda y gris, todo comenzaba a tomar otro sentido y una razón de ser. La imagen de mi madre, desparramada en el suelo de aquella celda, la última vez que la vi, se disipaba de a poco, y creía tenazmente en las palabras de Onetto cuando me decía que ella estaba bien y que colaboraba con la guerra. Mi convencimiento y la seguridad en mí mismo, me volvían –a mi parecer con esa edad– fuerte y preparado para ir por más en el menor tiempo posible. Fue con aquellos pensamientos que decidí que, además del entrenamiento de Onetto, debía afrontar mis propios desafíos y conocer por mis propios medios lo que él aún no podía mostrarme. Comencé así a estar alerta por las noches para aprovechar el primer desliz del guardia de la oficina, que no siempre era el mismo. Al cabo de cinco noches la espera dio sus frutos; Juan Aristegui era su nombre, el que más me caía en gracia por lo dormilón y distraído. Una cagadera intensa lo ató esa noche al inodoro, por largos ratos. Asiéndome de unos cartones apilados, más una vieja frazada que tenía bajo un mueble, armé una figura similar a la de mi cuerpo bajo la manta, y me escabullí por los corredores del edificio. Sigilosamente comencé a buscar los lugares más oscuros para deslizarme y arrimarme a las puertas donde se oyeran voces. Bajé, al igual que la vez anterior, un piso más. Aquella noche nada me levantaba interés en ese lugar, pero sí el volumen de una radio que llegaba de un piso más abajo aún. Sin dudarlo busqué las escaleras y descendí hasta un subsuelo, en el cual prácticamente me movía a ciegas. Al final de un corredor, con un volumen estrepitoso de radio y una puerta entreabierta, conseguí asomarme por primera vez a lo que buscaba. Junto a la puerta había un mueble que me permitió esconderme y tener una visión mediana del interior de aquel cuarto. El volumen era realmente alto y varios hombres gritaban, alguno que otro reía de vez en cuando. Insultaban a alguien. Los gritos de dolor de una mujer –joven, por su voz– se hacían cada vez más reiterados. Permanecí así durante más de media hora; desde ahí sólo escuchaba y veía sombras en la pared. Decidí entonces que no valían de nada todos los días que había esperado, con paciencia, aquella oportunidad. Algo más lejos debía llegar, y no terminar viendo tan sólo un par de sombras en una pared. Salí de detrás del mueble e intenté, apenas, asomar mi vista un minuto, como para volver satisfecho de mi primera misión. No bien me acerqué un poco lo vi todo claramente: sobre una cama vieja, de metal y sin colchón, yacía una muchacha. Por primera vez en mi vida tenía frente a mí, a escasos metros, un cuerpo de mujer completamente desnudo. Quedé obnubilado, y mientras mi cuerpo experimentaba una rara forma de excitación, que nunca antes había sentido, escuchaba que a su alrededor las risas continuaban. Pero mi perplejidad y esa sensación nueva entre mis piernas apenas duraron lo que dura un suspiro.
–Dele nomás, González, sáquese las ganas –se escuchó la voz clara de alguien que parecía ser el superior. Y entonces pude ver, con estupor, cómo uno de ellos se bajaba los pantalones y, tocándose la entrepierna primero, se montaba sobre la muchacha.
Apenas si pude soportarlo unos segundos. Sin cuidarme de los ruidos que pudiera hacer, o de quién me pudiera ver, salí a la carrera por los pasillos. Llegué a escuchar que la puerta se habría bruscamente tras de mí, pero no me detuve hasta casi llegar al pasillo que me llevaba nuevamente a la oficina. Aristegui seguía en el baño. Rápidamente desarmé todo y me cubrí con la manta hasta la cabeza. Mi corazón latía confundido, y durante largas horas permanecí con los ojos abiertos bajo la oscuridad de la manta, recordando el cuerpo desnudo de aquella mujer. La sensación se mezclaba con una náusea indescriptible. La imagen de aquel hombre, agarrándose la entrepierna antes de hacer lo que iba a hacer, me traía a la mente, al cuerpo, el recuerdo latente del tío Augusto; las piernas se me pusieron tiesas y no pude despegar mi espalda del piso por varias horas.
La mañana me sorprendió sin haber conciliado el sueño. Mi cabeza estallaba de pensamientos. Deseaba que Onetto no llegara aquel día, no me sentía capaz de