Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka
su mente. Se quedó pensativo un rato, mientras dos movían el cuerpo del oficial, como buscando revivirlo.
–Este jueguito se nos fue de las manos, Onetto. –El coronel meneaba la cabeza intentando que el efecto del alcohol se fuera, para poder pensar todo claramente. Pero al final, su sentencia fue ligera y sin vueltas: cuando tapen a estos tres, a este también me lo mandan al pozo, ¡sin vueltas, mierda!
Eran los primeros días de julio de 1978. Cerré los ojos mientras el pie del coronel aún me mantenía con la cara raspando el suelo. Sentí frío mientras mi mente veía todo de una manera casi fugaz. Apenas estaba dejando de ser un niño, acababa de matar por primera vez y, ahora, estaba sentenciado a muerte. Todo terminaba ahí, en ese sucio patio y con una horda de fanáticos haciéndome jugar un juego que yo no había pedido jugar.
–Mire, mi coronel –la voz de Onetto se oyó clara, parecía haber recuperado algo de lucidez a la fuerza–, el entrenamiento de este pibe, en realidad, es por pedido del Ñato Perrone.
Sentí que el pie del coronel se aflojaba, como si lo que acababa de escuchar le quitase un peso de encima.
–Pero la puta que lo parió al Ñato, cómo no me avivé. Este Perrone siempre rompiendo las pelotas con estas cosas. –Me sacó el borceguí del cuello y me hizo incorporar. Después me zamarreó los pelos y con un empujón me mandó junto a Onetto–. Esta misma noche me lo cargan y se lo llevan al Ñato, no lo quiero ver más acá –dijo–, y ahora vamos, se acabó el festejo, carajo. Flor de quilombo tenemos que arreglar ahora.
Onetto me tomó del brazo y nos fuimos adentro. Todo fue silencio. Por un largo rato no emitió palabra. Iba y venía preparando cosas, y después empezó a dar algunas órdenes. Mientras tanto yo intentaba entender un poco: estuve ahí cerca de dos años, nos habían arrancado de casa, maniatados y encapuchados; nunca más volví a ver a mi madre, y vaya a saber qué suerte corrió su vida; Onetto me reclutó como secretario, o como aprendiz; durante todo aquel tiempo viví en una oficina húmeda y polvorienta, durmiendo en el piso, me olvidé de la escuela, de la calle, de mi casa...; Onetto sostenía que afuera había una guerra y mientras tanto me enseñaba a tirar y a perderle miedo a las armas; también se sumaron mis escapadas nocturnas, y todo lo que eso agregó, de la mano del coronel. Pero lo más extraño de todo esto era que algo en mí comenzaba a transformarse. Aquel día algo había cambiado dentro de mí. Ya no sentía la misma repulsión, ni las torturas me parecían atroces, ni haber matado me preocupaba. De hecho, me estaba preocupando más por lo que hacía, ahora, Onetto, que por todo lo sucedido apenas unos minutos atrás.
Y aquellos pensamientos finalizaban en algo que cambiaba todo, repentinamente, como para confundir aún más mi cabeza. Ahora, concluía por enterarme que había alguien que sabía de mí, y que aparentemente era mi protector y salvador: un tal Ñato Perrone.
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