Los veinte días del Paraíso. Eugenio Gómez Dzwinka

Los veinte días del Paraíso - Eugenio Gómez Dzwinka


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armando y desarmando cosas con el Mekano y mirando tele. Cuando me harté de guinches y grúas y camiones, desarmé todo y me armé una enorme pistola ultraespacial, inspirado por la imagen televisiva de Ultra 7. Mis cachetes se inflaban y resoplaban disparos de rayos láser por toda la casa, mientras mi madre y Ángel, insistiendo en tener todas las ventanas cerradas, preparaban algunas valijas para partir a la mañana siguiente. Les pregunté dos o tres veces qué sucedía y se limitaron a responderme que no me preocupara por nada. Casi a última hora de aquel día me dijeron que pasaríamos algún tiempo en Zárate, pero un escuadrón irrumpió en casa esa misma noche.

      A Ángel y a mi madre los encapucharon entre dos, tirados en el piso, mientras otros dos revolvían la biblioteca y algunos muebles. Un quinto hombre me apartó y, sin mucha violencia, me vendó los ojos con una corbata; yo lloraba, convulsionado, pero completamente enmudecido y sin gritos. Escuché los gritos de mi madre hasta que cesaron, aparentemente por una mordaza. Todo fue muy rápido, en cuestión de segundos estábamos arriba de un auto. Mi madre y yo juntos, con alguien apretando nuestras cabezas hacia abajo; a Ángel, supuse, se lo llevaron por otro lado.

      –¿Y al pendejo para qué lo agarraste, boludo? –preguntó uno mientras viajábamos.

      –Ando necesitando un secretario, che –respondió otro, riéndose y zamarreándome los pelos–, este por ahí me sirve.

      El viaje fue largo, bastante. Aquella primera noche nos dejaron juntos, en una celda fría y terriblemente sucia. Ella me abrazó tiernamente, pidiendo perdón y prometiéndome que todo estaría bien en poco tiempo. Sentí su piel como nunca la había sentido; y nos dormimos abrazados, por última vez. Apenas clareó el día por una minúscula ventana que había en el techo, la puerta de la celda se abrió.

      Un milico desaliñado y con cara de dormido entró diciendo: “Vamos, pibe, encontraste laburo”.

      –¡No! A él no le hagan nada, a él no le hagan nada –gritó mi madre llorando, y aferrándose a mi brazo con una fuerza descomunal. El milico le metió una trompada y la desparramó en el suelo. “Por favor, por favor”, fueron las últimas palabras que escuché de ella.

      Así fue que me convertí en una especie de secretario del subteniente Onetto. Me pasaba el tiempo cebando mate y barriendo una oficina fría y con olor a papeles viejos y amarillentos. Por las noches me tiraban un colchón junto al escritorio, y ahí mismo fue donde pasé mis noches por más de dos años.

      Poco a poco me fui ganando la simpatía del subteniente y, al cabo de unos meses, ya me permitía andar de a ratos por los pasillos, bajo orden expresa de límites. Por las noches, cuando me echaba a dormir, desde diferentes lugares del edificio llegaba el sonido de radios a todo volumen, y hasta llegué a escuchar gritos que me sobresaltaban. Cuando las noches se volvían insoportables yo no hacía otra cosa más que pensar en mi madre y en Ángel. Por la mañana solía preguntarle por ellos a Onetto.

      –Tu vieja está bien, pendejo, está en otro lugar haciendo unos laburos importantes, vos no te preocupés –me decía–. Pero dale, boludo, comé las facturas que las traje para vos.

      Cierta noche en que el guardia que cuidaba la oficina se durmió profundamente, aproveché y me escabullí por los pasillos, la curiosidad me mataba. Todo era oscuro y frío a pesar de que estábamos en verano. Recorrí bastante aquella noche, y hasta llegué a bajar de piso. Paraba la oreja cuando me acercaba a alguna puerta detrás de la cual se oían música, gente y gritos. Mientras caminaba por uno de los pasillos del piso inferior, una puerta se abrió bruscamente cerca de mí; de un salto me oculté tras una columna de hormigón. Entre dos sacaron a una mujer a la rastra. Se la veía casi desmayada, balbuceaba cosas y sangraba. Giraron por la esquina del corredor y yo aproveché para volver, sigiloso, a la oficina. El guardia seguía dormido y, al pasar junto a él, descubrí una botella vacía al costado de su silla. Cuando Onetto llegó, muy de madrugada, y lo vio en ese estado deplorable, estalló en cólera.

      –¡Hijo de puta y la puta que lo parió, milico de mierda! –gritó, y de un sopapo lo tiró al suelo y le entró a dar patadas–. ¡Armendaris! ¡Armendaris, carajo! Venga para acá: me lo pone mínimo veinte días en el calabozo a este hijo de puta, vamos, vamos, vamos.

      Yo observaba la situación con un ojo apenas asomado por debajo de la manta. Onetto me vio, me clavó la mirada como sospechando algo, pero apenas los otros salieron él también se retiró dando un portazo y echando llave a la puerta. Recién en ese momento pude conciliar el sueño y me dormí profundo. Cuando desperté no tenía ni la más mínima idea de qué hora era, Onetto aún no había regresado. Me calenté una pava de agua y me tomé unos mates; por primera vez en soledad, en aquella oficina en donde mis días seguían pasando. Mientras husmeaba todos los rincones y las cosas que había ahí, comenzaron a brotar en mi cabeza cientos de pensamientos: mi madre, Ángel –dónde estarían en ese momento–, la escuela, mis compañeros; que si bien yo era un ermitaño para ellos, como extrañaba ahora sus voces y sus gritos. ¿Por qué yo, con apenas doce años, estaba recluido en ese lugar que ni siquiera sabía dónde estaba? ¿Por qué, a pesar del buen trato de Onetto, nadie me explicaba lo que sucedía? ¿Por qué mi miembro se ponía duro y una sensación, rara y nueva, me sorprendía en la mitad de las noches? Hacía más de un año que estaba ahí y, excepto la cara de mi madre, casi no tenía presente ya el rostro de ninguna mujer. En esos momentos el recuerdo de mi tío me invadía, y entonces mis piernas se ponían tiesas y terminaba durmiendo boca arriba. Onetto era el único que cada tanto me daba un abrazo, pero con él era diferente, sentía como algo protector, y lo apreciaba por eso. ¿Por qué no podía volver a casa? ¿Por qué ni siquiera tenía una tele para atravesar las largas horas?

      En medio de tantos pensamientos Onetto entró a la oficina, calmo y pensativo. Pude percibir en ese momento que algo iba a cambiar esa tarde, como si él hubiera estado escuchando mis cuestionamientos, como si hubiera percibido lo que rondaba en mi cabeza.

      –¿Cómo estás, pendejo, cómo pasaste la noche? –Onetto en realidad no conocía mi nombre, yo para él era el Pendejo.

      –Bien, subteniente –le respondí, apenas abriendo la boca.

      –Ya te dije, boludo, que me digas Gabriel, vos acá sos el único que me puede tutear, para eso te elegí como secretario. Vos no sos milico, ¿estamos?

      –Sí.

      –Sí, ¿qué?

      –Sí, Gabriel.

      –Ese es mi pendejo, carajo, así me gusta –me decía, mientras me zamarreaba el pelo–. Dale, boludo, comé facturas que las traje para vos.

      Se quedó en silencio unos minutos, mientras acomodaba unos papeles en los cajones, pero en realidad buscaba las palabras para lanzarse hacia mí con una conversación que despejara mi mente. Sé muy bien que las estaba buscando, lo veía en su cara, pero le gané de mano y di el puntapié inicial.

      –¿Por qué estoy acá, Gabriel, por qué no puedo volver a mi casa?

      Se quedó callado, pero no sorprendido. Respiró profundo.

      –Afuera hay una guerra, pibe, vos tenés suerte de estar acá.

      –¿Una guerra? –le pregunté, entre perplejo y emocionado. A mí la palabra “guerra” me remitía a mis ejércitos de plástico y a los campos de batalla.

      –Sí, pendejo, una guerra, pero es difícil que lo entiendas todavía.

      –Mi mamá y Ángel, ¿están en la guerra?

      –No, quedate tranquilo que ellos ya están mejor –me respondió.

      Nos quedamos callados un rato, él seguía acomodando papeles y yo tratando de imaginar esa guerra. Me preguntaba si Buenos Aires era acaso una ciudad en llamas, y yo recluido en ese edificio no me enteraba de nada. ¡Una guerra! ¿Contra quién?

      –¿Y vos peleás en esa guerra? –le pregunté.

      –Y... a veces sí.

      Tras esa respuesta, una emoción me abarcó por completo, y ya mi cabeza se perdió del todo y no


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