Interculturalidad, arte y saberes tradicionales. Bertha Yolanda Quintero Maciel
mundo”.41
Aun así, la narrativa de la primera generación posterior a la Guerra Civil ha contado la materia cambiante del mundo siempre de una forma genealógica-biográfica, lo que nos hace preguntarnos si la raíz de la estructura narrativa del contar, conversar y hablar de las capas populares no depende tanto del qué sino del quién. Y al parecer, ese quién es la base de sociedades donde su estructura social cotidiana está muy poco institucionalizada.
Podemos intuir que una estructura vecinal sin asociaciones ni otros mecanismos cohesionadores desde el qué optara por una narrativa que engarzara la convivencia de la forma más física posible: el encuentro con el otro.
Lo que la otra persona dice va a añadir no un nuevo caudal informativo, lógico-verbal, sino que va a dimensionar la base biográfica del hablante, que el receptor vuelve a organizar en su red interna de conocimiento del mundo a través de la experiencia social-oral del otro, lo que implicaría, otra vez volviendo a Collangwood, que “la condición de posibilidad del historiar humano se cifra en una forma compartida de racionalidad”, y “esta forma vinculante de racionalidad se plasmaría, al cabo, en la vida íntima del individuo, en sus intenciones, deliberaciones y acciones”.42 Diríamos que no sabemos cosas sino personas.
El doctor en filosofía Francisco Cruces estima que “este proceso de negociaciones e intercambios no sólo construye un mundo, también construye a los sujetos que intervienen”,43 a lo que podemos añadir esa idea de Koselleck de “la consignación semántica de determinados estratos de experiencia,44 un conjunto más o menos desentrañable de horizontes de expectativas”.45
La idea, sin duda, es poderosa, y nos permite nombrar a estas narrativas de realismo etnogenealógico, de estirpe plenamente comunitaria, que incluye a antepasados difuntos y descendientes por venir, en un espacio intersubjetivo que sostiene todo un mundo de sentido, y este sentido es político.
La cultura como semiósfera tiene sus bases en lo intersubjetivo. Francisco Cruces insiste en ello porque “en el curso de este proceso, la externalización resultante del intercambio (en forma de canciones, imágenes, recuerdos, normas, códigos compartidos) acaba estructurándonos a nosotros mismos […]. El conjunto de esos repertorios acaba definiendo el mundo en el que vives, marca los límites de eso que podemos llamar ‘estar en casa’. La familiaridad es el sentimiento del acomodo a un sistema de interacciones”.
Pero vayamos a la cuestión más urgente de esta investigación, la inquietante tesis de si este mundo conversacional, de memoria y lenguaje, es político o no. Considerando político el mundo comunitario compartido por tres o más generaciones cruzados por lazos de parentesco, vecindad y amistad, su más genuina manifestación es el ethos sociovecinal, que es político en la medida que porta significados y sentido del mundo que cohesionan al grupo social46 a partir de una memoria común y un relato propio.
Definir un mundo es una tarea indispensable para todo entramado social desprovisto de una institucionalización mínima, ya que la fuerte censura y el violento aparato represivo de la dictadura castigaron todo tipo de asociación, lo que no impidió la formación de vastas redes de solidaridad entre sus miembros.
Todo ello forzó la imagen social de un mundo-problema, donde la supervivencia negaba todo atisbo de creatividad social. Solemos tener un punto de vista parecido con casi todas las sociedades en guerra,47 incluidas las actuales, donde usualmente nos fijamos sólo en la excepcionalidad, lo que muestra la sensibilidad de la sociedad que quiere ayudar, pero evita una mirada real.
Las redes de solidaridad,48 según nuestro punto de vista, no las crea la enormidad de un problema, sino que es más bien lo contrario, es la red social comunal la que puede afrontar un problema real, es decir, la identidad comunitaria es anterior a la aparición del problema. Ello nos lleva a plantear la inquietante cuestión de si la guerra primero y la dura y violenta posguerra después pudieron desintegrar la comunidad vecinal tal y como estaba constituida con anterioridad.
Ha sido un lugar común en la historiografía pensar que la feroz represión creó un enorme paréntesis en todo lo que pudiera asemejarse a lo político. En gran medida fue así, porque hasta la misma fisonomía (extensión, densidad e intensidad relacional) de la red social física fue extorsionada con la desaparición física de sus miembros, las pérdidas de casas y trabajos, los movimientos de gente por temor a la represión,49 etcétera. Pero nos preguntamos: ¿no hubo ningún elemento de continuidad? ¿La capacidad de resiliencia sólo afectó a la necesaria supervivencia física? ¿Qué ocurrió con la figuras, imágenes y sentidos, no diríamos inmemoriales, pero que suelen manifestarse de forma permanente? ¿Qué memoria heredaron los descendientes de la generación de sus padres y abuelos?
No quisiéramos desvalorar ni un ápice la demoledora máquina exterminadora del fascismo en España, más feroz aún por su enorme extensión en el tiempo (1939-1975), pero, y precisamente por eso, lanzamos las siguientes hipótesis. Parece observarse en el lenguaje hablado, conversacional y cotidiano una continuación de la memoria heredada, lo que implica trasmisiones no fallidas. Ahora bien, este lenguaje rehacedor del pasado es, como se dijo al principio de este trabajo, contingente y genealógico-biográfico, hasta las fotos se narran en clave biográfica, todo menos un relato ideológico.
La perpetuación del pasado solamente se manifiesta unida a la mención biográfica, como si la única forma de traspasar el umbral de la memoria anterior a la guerra fuese apelando a la historia personal de los mencionados, nunca como relato autónomo, sino con indicadores dentro del texto oral, por ejemplo, al mencionar un nombre de una amiga se da fe de que su padre había desaparecido en la guerra y la madre tenía que trabajar en casa de unos ricos, quienes aun sabiendo que el marido había sido republicano la querían mucho. Son verdaderos microrrelatos dentro de una conversación, que por el tono de sorpresa, miedo, misterio… van relatando el mundo político a través de lo que en otros trabajos he denominado resistencia antropológica.
En cierta manera, se crece con las palabras de la comunidad y con su sentido ético del mundo, que actúan como un gran conjunto de fuerzas primarias para navegar en él. Todo ello nos remite al ethos comunal, social y político en su definición más genuina. Este ethos no fue destruido ni por el memoricidio ni por el ideologicidio. Pero ¿dónde radicaba su fuerza? Paradójicamente se trata de un elemento que hace crecer y cohesiona a la comunidad en los momentos más duros: la afectividad.
Se toma el concepto de afecto de Spinoza como verdadero motor de la acción. El afecto no puede ser sólo idea o razón, tiene que haber el deseo de que esa idea se haga realidad mediante la acción y solamente así el juicio se vuelve parte integrante del ethos, que aún en su aparente inmovilidad es acción social en sí mismo.
Desde este punto de vista, la memoria, únicamente por recordar el pasado proscrito, es resistente. Sin embargo, en el lenguaje no aparecen los nombres del pasado prohibido y que fueron personajes relevantes de la república, ni siquiera de la monarquía. En esto el carácter adánico del fascismo español, y de todos los fascismos, no pudo más que intentar un gran crimen de memoria (memoricidio), el cual desarmase las figuras del relato y con ello las expectativas de imitación, conmemoración o simple respeto. En relación con esto, Román Bilbao (Basauri, 1941) cuenta lo siguiente: “Lo que percibí, tanto en la escuela como en el colegio en el que estuve seis años antes de ir al Seminario, es que había mucho miedo y no se quería hablar de estos temas. Recuerdo que en cierta ocasión un compañero de curso, en 5º de bachiller, preguntó al fraile que nos daba historia ‘¿quién fue Negrín?’50 Y este respondió: ‘eso se lo preguntas a tu padre’”. Por ello, la única forma de acceder al pasado era mediante la vida de las personas que estuvieron en él y dando mucha importancia a su genealogía.
Creemos que ello se debe también al grado de confianza que otorga el saber sobre las personas y sus hechos en el pasado. Toda comunidad necesita tener conocimiento de sus miembros cercanos, y este conocimiento funda una comunidad, diríamos que incluso inmaterial, donde caben los muertos y los vivos.
Por lo tanto, la memoria resistente es en sí un elemento del ethos social, pero hay una cuestión que no se puede pasar por alto: la confianza