Bell: La vida es puro cuento. P. S. Brandon
Había pedido un masaje relajante y ahí estaba, esperando, recién bañada, sentada en la ventana, viendo hacia la piscina un sábado en la noche, bebiendo una copa de vino.
El vino me hizo sentir mucho calor y extrañas sensaciones en mi cuerpo.
Llaman a la puerta. Es el masajista. Pensé que sería una chica o un hombre mayor, pero el masajista es un hombre que aparenta tener treinta años o poco más, es alto y de complexión fornida; su cabello está algo canoso, es mulato, tiene los ojos verdes y su piel morena se ve enrojecida por el sol, por lo que se ve muy exótico.
Me ha pedido que me saque la ropa y me quedé en bragas. Lleva una camilla y me pide que me recueste en ella, bocabajo para comenzar. Me recuesto de espaldas con mis piernas muy juntas. Me cubre con una sábana blanca de la cintura para abajo y comienza a masajear mi espalda, desde los hombros hasta mi cintura. Me pone aceites y esencias. Comienza a frotarme con sus manos. Siento el calor que me trasfiere. Cambia de posición para poder continuar con su trabajo, después empieza a quitarme las bragas. Me pide que me voltee y eso hago. Me ha llenado ahora de unas esencias en un aceite tibio, que caen escurriendo sobre mis senos y mi abdomen. Huele a lavanda, y se siente increíble. Me recorre con las manos; usa un movimiento circular comenzando lentamente y cambia con una ligera presión, y luego aumenta.
Esto genera en mí un aumento de temperatura. La fricción ocasiona la aparición de rubor en rostro, pecho, cuello y abdomen; por otra parte, la respiración se agita y los latidos del corazón se aceleran por la presión de la sangre. Es entonces cuando todo el cuerpo se estremece.
–Esa sensación indica que necesitas relajarte y, ya que has pedido un masaje relajante, te ayudaré a relajarte, además de que te ofrezco algo por las complicaciones que tuviste. Pide lo que te gustaría sentir; es parte del masaje ―dice el masajista, y empieza a deslizar sus manos hasta mi entrepierna.
Me masturba solamente con una mano, principalmente alrededor de mi clítoris, luego cambia gradualmente frotando con un movimiento hacia adelante y hacia atrás.
Tengo mis piernas separadas. Usa la mano izquierda para tocar la parte de arriba de mis genitales, entonces usa la mano derecha para tocar mi clítoris. Empiezo a dilatarme. Los músculos vaginales se abren. Al mismo tiempo, los labios menores crecen hasta sobresalir entre los mayores. Mientras la pasión de su mano aumenta, comienzo a tener la sensación que deseo.
–¿Sabes? Deberías usar la lengua y quedarte en mi entrepierna, hasta que acabe –le dije jadeante.
–Eso sería una buena opción. La lengua es el musculo más fuerte del cuerpo, pero solo nos permiten usar las manos –respondió en un tono serio; no parecía estar disfrutando el acto.
Justo cuando empecé a sentir que terminaba, el hombre se detuvo y me dijo que ya había terminado. Me levantó de la camilla, la recogió, caminó hacia la puerta y me pidió que le abriera la puerta. Cuando lo hice, se fue de la habitación.
Maldito tipo, me dejó súper caliente y no sabía cómo frenarme. No llevaba mi vibrador y estaba insatisfecha de nuestra última vez. Me sentía tan caliente y húmeda, que se veía cómo mi vagina escurría.
Abrí la otra botella de vino y le di un trago. Regreso a mi cama, ansiosa de satisfacerme y con coraje me recuesto bocabajo. Tengo mis piernas juntas y separadas alternativamente, acción que me trae una sensación que estremece mi cuerpo. Uso mi mano izquierda para tocar la parte de arriba de mis genitales entonces, puedo usar mi mano derecha para mi clítoris. Me giro envuelta en mi propia libido, sin alejar la mano de mi vagina, mientras empiezo a juguetear con mi propio fluido, dibujando con él entre mis labios.
Dejo mi vagina tranquila y jugueteo con mis pechos, tocando mis pezones y llevando mis dedos por todo mi cuerpo. Aún estoy algo aceitosa por lo que me puso, huelo a lavanda, y cuando me froto, el olor se desprende de mí y me gusta. Mis gemidos y ese olor me hacen estar muy satisfecha. Regreso a mi vagina y me meto los dejos, ya qué, y muevo mis caderas para asimilar que estoy cogiendo e imagino que mis dedos son una gran verga en mi interior.
Después de un rato, comienzo a sentir el orgasmo. Termino y aun así quiero más. No sabía que podía sentir eso.
Llaman a la puerta. Me envolví en una sábana y me fui a abrir. Es el masajista. Ya no vestía el uniforme del hotel, ni llevaba la camilla.
–Hola –dijo y sonrió–. Ya salí. Ya me permiten usar la lengua.
Me observó y yo a él.
–Lindo lunar –dijo señalando mi lunar, que tenía en el hombro izquierdo.
Vi que tenía un anillo de matrimonio.
–Yo creo que no deberías de usarla –le dije.
Intentó besarme y bajé el rostro. Besó mi nariz y mi mejilla. Cerré la puerta, y él seguía afuera tocando la puerta y susurrando, mientras yo estaba en el suelo, tocándome.
–Eres peor que una insaciable fiera, dejándote llevar por tus instintos carnales. Si sigues así, no lograrás nada. Y lo extraño es que, aun así, me gustas.
En la preparatoria me dedicaba al teatro, ya que era un asco para los deportes que allí había. Lo único que me llamaba la atención era la gimnasia, la esgrima, el tiro con arco, correr y nadar, pero eso no lo enseñaban en la escuela.
En la universidad, conocí a mi amigo Alí, un chico de ascendencia árabe. Eso lo sabías por su tez morena y sus cejas tan pobladas. Alí era un fanático del deporte, pero en especial era un fanático de su chica, la cual era una perra.
A mi buen amigo: Las chicas son más cabronas que nosotros y eso está bien, pero, cuando pasa al revés, ellas gustan más de ti. Date tu lugar para que ellas te lo den.
La pateabolas
Es más divertido venir a correr con Bell: los tres kilómetros del parque pasan más rápido. Me motiva, ya que él tiene que alcanzarme, porque su condición no es muy buena. Bell era delgado y con el ejercicio adelgazó más. Era de estatura media y sus músculos empezaban a marcarse. Sus piernas me causaban envidia: estaban más definidas que las mías.
–Ya es tarde, debemos irnos. Espero que estos ejercicios te estén sirviendo. En verdad tienes que ganar en tu partido del viernes. He apostado contra Snow mil pesos a que tú ganas, así que no me hagas perder mi dinero –dijo Bell agitado, cuando terminábamos de subir la cima empinada del recorrido.
–¿Dudas de mí, cabrón? Es lógico que voy a ganar. Digo, soy el mejor del equipo –respondí de la misma manera en la que él lo hacía, algo soberbio, pero siguiendo un plan de broma.
Ese día no hablamos mientras corríamos. Yo era muy reservado, pero como Bell nunca se callaba, siempre me sacaba tema de conversación durante estos meses. He visto un gran cambio en él: ha decidido ponerse en forma; dice que para gustarse a sí mismo, pero a mí no me engaña: está buscando impresionar a alguien.
Mientras salíamos por los rehiletes de las puertas, lo vi cabizbajo y me decidí por yo empezar la conversación.
–¿Por qué tan cabizbajo? Tranquilo. El partido del viernes lo voy a ganar, y te dedicaré un gol.
–Estás loco –dijo Bell y soltó una risita–. Estoy bien, pero el ejercicio de hoy me ha fatigado. Me duele mucho mi estómago. Espero que no me perjudique mis ensayos de hoy.
–¡Ay, perro dramático! –le dije en modo de burla, como lo hacía siempre, mientras caminábamos a la estación del camión.
Recibí un mensaje de Jazmín, mi exnovia. Llevábamos un largo tiempo de haber terminado, pero ahora solo nos veíamos como “amigos”. Jazmín era dos años menor que yo. Cuando empezamos a andar juntos yo tenía dieciocho. Hablábamos ocasionalmente. Siempre la invitaba a salir y siempre me respondía con un: “Estoy ocupada” o “Tengo clase de danza”.
–Más vale que sea tu madre y que no estés hablando con esa chica otra