Asfixia. Álex Mírez

Asfixia - Álex Mírez


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mundo despoblado eran incluso más frías. Perder a todas las personas fue una pesadilla. Ver la ciudad repleta de cadáveres era todavía peor. Y parecía absurdo, pero aunque los humanos fuesen el mayor peligro para la tierra, esta era nada sin ellos.

      Tuvimos que aceptar la realidad:

      Nos quedamos completamente solos.

      Así que pasé meses sentada frente a una de las ventanas de la casa en donde habíamos decidido alojarnos, dedicándome a mirar el cielo mientras me preguntaba cómo había sucedido aquello, y cómo era que nosotros siete seguíamos con vida.

      Poco a poco caí en la depresión. Me convertí en una muchacha callada que casi nunca entablaba conversación con alguna otra persona del grupo. Hablaba nada más que para preguntar lo necesario, agradecer por la comida o instruirme en alguna tarea.

      Aprender lo básico de la supervivencia fue indispensable. Gracias a Dan, policía e integrante de los Seis, entendí cuán necesario era el uso de la gasolina para nosotros. También me enseñó cómo era el manejo de nuestra pequeña central eléctrica a base de energía eólica, la que usábamos para seguir teniendo una vida más o menos parecida a la que habíamos perdido; e igualmente me enseñó a elegir enlatados que duraran mayor tiempo, y de qué forma abrir cualquier auto por más cerrado estuviera.

      Y así pasó el primer año.

      Cuando llegó el segundo, los Seis comenzaron a morir.

      Inició en octubre, para ser específica. Fue repentino y muy extraño. Los veíamos bien una noche y al día siguiente encontrábamos sus cuerpos sin vida. ¿Cómo sucedía? Ni siquiera lo sabíamos, porque sus cuerpos inertes no se parecían a aquellos que habían muerto por asfixia.

      Diana, la bioanalista, falleció primero. Tenía cuarenta años. Aunque se pasó casi la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación realizando análisis, lo más relevante que nos dijo fue que la naturaleza presentaba un cambio un tanto alarmante; que el color natural de las plantas se había transformado en un tono opaco, y que las hojas de los árboles habían adquirido un matiz rosáceo bastante curioso. Además de eso nos advirtió que de la tierra estaban surgiendo raíces de un tamaño enorme y anormal, y que aquello era inexplicable.

      Ella murió el primero de octubre de 2020.

      Susy, una anciana, nos dejó después. Fuerte, decidida y muy inteligente. Se aseguró de mantenernos cuerdos sin recurrir a las mentiras. Murió el primero de noviembre de ese mismo año sin aportarnos nada importante sobre el suceso.

      De tercero siguió Dan, mi instructor. El hombre al que le debía mis conocimientos adquiridos durante el tiempo de soledad. El policía más noble que había conocido, una compañía que, al irse, le sumó otro vacío más a mi alma.

      Falleció el dos de diciembre.

      Un mes después nos dejó Jackson ya casi entrado en los cincuenta. Su vocación fue profesar la palabra de la religión a la que había pertenecido. Sus días consistieron en vociferar que lo sucedido era un castigo de Dios y que los que sobrevivimos éramos los elegidos para ir al paraíso.Murió el tres de enero de 2021.

      Quino, el quinto del grupo, murió el cinco de marzo a la edad de treinta años. Adicto a la lectura, muy culto y muy preciso. Formuló muchas teorías junto a Dan, pero omitíamos sus palabras porque casi siempre terminaban discutiendo.Cuando el ocho de abril murió Marie, la pequeña de quince años y la última que quedaba del grupo junto a mí, me quedé sentada en el piso mirando su cuerpo. Me pregunté si pronto sería mi turno, si finalmente me iría. Me pregunté también si la muerte dolería, pero entonces me di cuenta de que el dolor físico que pudiera sentir no sería más fuerte que el dolor emocional que experimentaba en esos momentos.

      Solo debía esperar.

      Tenía que seguir esperando.

      Pero pasaban los días y no moría.

      Ni siquiera sé por qué no sucedió.

      Esperé y esperé, pero no llegó. De hecho, esperé tanto que me cansé de hacerlo. Me vi obligada a aceptar la realidad, y me detuve a pensar si en verdad quería quedarme sumida en la depresión, mirando a través de la ventana.

      Entendí entonces que no moriría, y si no iba a morir, tampoco me quedaría encerrada sufriendo. Así que me obligué a cambiar, a verme como la única persona que quedaba en la tierra, y me exigí comprender que lo que debía hacer era sobrevivir.Poco a poco la depresión comenzó a desvanecerse y a hacerse presente solo durante algunas noches. Un instinto de exploración se desarrolló en mí y empecé a pasear por las calles tratando de encontrarle algún sentido a mi existencia.

      Inicié por mudarme de ciudad, porque el lugar en donde había vivido con los demás estaba impregnado del eco imaginario de sus voces. Tomé un auto, conduje hacia algún lado y llegué a un nuevo pueblo. Escogí la casa más bonita y luego fui al supermercado más grande para abastecerme con los enlatados que aún estuvieran aptos para ser consumidos. Mi dieta se basó en algunas ensaladas con plantas que podían ser digeridas, granos y además algunos trigos que prometían durar hasta treinta años.

      Después de eso viví como cualquiera lo hubiese querido, pero sola. Tomé todos los autos que aún podían conducirse, junté todo el dinero que había en los bancos —aunque no me servía de nada— y rompí las reglas de conducta social que pudieran existir.

      El mundo se convirtió en mi mundo, y durante las tardes de aburrimiento incluso me divertía un poco creando leyes y estatutos como:

      Toda la comida es gratis.

      No existen las escuelas.

      Queda oficialmente establecida la paz mundial.

      Quedan disueltas las religiones.

      Admito que algunas veces me preocupó mi salud mental, aunque ser una desequilibrada no debía ser grave si no había nadie más en la tierra que pudiese tildarme de loca, ¿cierto?

      Pero llegué a pensar que ya estaba cruzando la línea que separaba la cordura de la demencia, porque durante tres meses mi único pasatiempo fue juntar los cadáveres del pueblo —los que no pesaban tanto— para, en un acto de entero respeto, quemarlos y no tener que pasar sobre ellos al caminar por las calles.

      Descubrí que una de las cosas más horribles del mundo era tropezar con un cadáver, así que me ocupé de eso. Después de todo, tenía muchísimo tiempo libre.

      En el transcurso de esos tres meses me di cuenta algo insólito. Ocurrió de un momento a otro: los cadáveres comenzaron a transformarse en una masa de carne amorfa no descompuesta y putrefacta.

      No necesité haber estudiado medicina para comprender que algo no estaba sucediendo como debía de ser. Pero viéndome inhábil para analizar esa rareza como un científico lo hubiese hecho, lo único que podía hacer era especular y seguir mi camino.

      Entre los pasatiempos que se me ocurrían, la soledad era como una moneda lanzada al aire. Cuando caía por un lado, mi día era interesante y entretenido, y el hecho de que no hubiese nadie más era beneficioso. Cuando caía por el otro lado, no salía de casa ni por un momento, lloraba por horas y el suicidio era lo único que rondaba mi mente.

      Pasó el tiempo y de alguna forma aprendí a controlar mis emociones para que no fuesen tan volubles. Logré adaptarme al desierto en el que se había convertido el mundo, a pesar de que en el fondo extrañaba escuchar otras voces y deseaba compartir con alguien más lo que ahora estaba a mi alcance.

      Pero eso no sucedería, porque todo indicaba que era la única persona que quedaba en el mundo.

      Ya no había nadie más.

      [no image in epub file]

      Un primero de agosto me encontraba en la vieja tienda de libros. Para distraerme tomé algunos títulos. La mayoría los había leído más de dos veces, pero hacían que mi mente se pusiera a trabajar y eso era lo único que necesitaba para soportar el día a día.

      Guardé los libros dentro de mi vieja mochila


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