Secuestro historias que el país no conoció. Humberto Velásquez Ardila
que podía dar una orden en cualquier sentido: libérenlo, háganle algo, mátenlo, muévanlo, etc.
Inmediatamente varias patrullas de inteligencia que se movilizaban en taxis y motocicletas comenzaron a desplazarse hacia el sector sur de la ciudad. Cada una llevaba una dirección y algunos datos para orientar la búsqueda. La capacidad investigativa, de inteligencia y de choque que tenían los Unase en gran parte estaba afianzada en la vocación de compromiso y sacrificio de sus integrantes, Ejército Nacional, DAS, CTI y Fiscalía. Al poco tiempo, un compañero que se movilizaba en una motocicleta, y que conocía muy bien la ciudad, nos informó que habían ubicado un carro con características similares al usado por el capturado. Estaba en un parqueadero abierto, como a cinco cuadras de dos de los inmuebles que ya teníamos vigilados. Correspondía a un Mazda Asahi, cuyas placas concordaban con las conocidas. El vigilante del estacionamiento describió al propietario con características muy similares al cabecilla “eleno” capturado. Se ordenó mantener control sobre el vehículo y estar atentos por si alguien llegaba a moverlo.
Entonces el sujeto planteó que dejáramos en libertad a todos los involucrados, incluso a él, al negociador y a quienes estaban cuidando al secuestrado, y que nos lo entregaría sano y salvo, negocio que no nos servía. ¡Para nada! No podíamos llegar con un secuestrado que nadie cuidaba, que nadie negociaba, no podíamos llegar a decir que lo encontramos solo perdido en el sur de Bogotá. Estábamos dispuestos a ceder y a cumplir… pero tampoco así.
Para ese momento la fiscal del Gaula, Dra. Elisa la dama de hierro, nos buscaba por cielo y tierra. Sabía que nosotros habíamos lanzado el operativo del caso que ella investigaba y no conocía pormenores de la operación, pero ante tanto trámite judicial y burocrático era engorroso llevarlo por ese lado y, por lo tanto, nos metimos por la parte operacional directa. Era una flagrancia y no creíamos que la Fiscalía nos fuera a autorizar o apoyar para ingresar a la universidad como ya lo habíamos hecho. Lo hecho, hecho estaba.
El sujeto manifiesta:
—Hay ocho personas cuidándolo, son gente joven. Hagamos esto: yo llego a la casa, ingreso, hablo con ellos, ustedes me cumplen y dejan salir a cuatro. Además, de esos cuatro necesito que le den la libertad a la profesora.
La profesora Cristina era la amiga —o novia— del negociador, y ya la habíamos dejado libre. Era un buen negocio. Quedábamos con cuatro capturados en el sitio, cinco con el cabecilla, seis con el negociador. También había posibilidad de judicializar a otros implicados que cumplían otras labores, como el familiar que lo había entregado y otro sujeto que era el enlace entre la banda delictiva y la estructura guerrillera que lo mantenía. ¡Aceptamos!
Nos dirigimos al sitio. No estábamos cerca y por la ruta que tomamos pude determinar que la casa adonde íbamos estaba ubicada en un barrio denominado Bosa La Paz, de estrato bajo, dos quizá, con problemas de violencia y de inseguridad. Seguíamos indagando al secuestrador… ¿qué pasa con los explosivos?, ¿cómo está el secuestrado?, ¿quién lo entregó? No dijo nada. Algo seguía planeando… ¡No podíamos descuidarlo!
Todo estaba listo. Doce comandos llegarían con el cabecilla hasta la puerta, solo dejaríamos salir a dos de los cuidadores y luego… ¡adentro! El lugar de cautiverio señalado por el capturado correspondía a una de las casas que estábamos vigilando en ese barrio, cerca de un caño de aguas contaminadas, con calles destapadas y bastante movimiento de población. El sujeto sacó las llaves de la puerta principal para entrar. Tendríamos solamente dos minutos para ingresar, e íbamos a cumplir en parte, pues en los dos minutos dejaríamos salir solo a dos individuos. En esos momentos de extremo riesgo nadie se acordaba de los supuestos explosivos. ¡Los comandos querían meterse y salir de dudas!
Antes de ingresar el sujeto nos dijo:
—Aquí está el secuestrado. Yo ingreso y les garantizo que no va a pasarle nada, saldrá sano y salvo.
Él también cumplía, siempre insistía en que él era el responsable. Fue acompañado hasta la puerta, se le permitió que abriera con las llaves, pero no que cerrara la puerta y se le ratificó que tenía solo dos minutos para organizar las cosas. Al cabo de un minuto salieron dos niños, dos muchachos de quizás doce o trece años, que formaban parte del grupo que estaba cuidando el lugar y que vestían uniforme de un colegio distrital cercano. Instantes después sale otro que cuando mucho habría cumplido dieciocho años.
No salen más… e irrumpimos en la vivienda, un primer piso sin comunicación con el segundo. Allí, al fondo en una mesa de comedor junto a libros, múltiple propaganda subversiva, radios de comunicación y otros elementos, estaba el cabecilla que habíamos dejado entrar, sentado tomando agua, muy preocupado. No nos había dicho toda la verdad. Aparte de él solo había otro sujeto responsable de cuidar al secuestrado. Consiguió que dejáramos libres a tres y nos entregó uno solo. Como yo lo decía, era una persona inteligente, no estaba improvisando.
Ingresamos a un cuarto que se encontraba cerrado. Un sargento y yo lo abrimos con una barra metálica. Allí, en un colchón en el piso, se encontraba John K., llorando y rezando, sin imaginar qué estaba pasando y sin saber si ese era el último día de su vida o si quizás fuera el primero de la nueva libertad. Nos abrazó, no pronunció palabra. Le informamos que íbamos por él, que en pocos instantes iba a estar libre. No estaba amarrado, lo habían ubicado en un cuarto totalmente hermético, húmedo, con una puerta cerrada, un colchón, una grabadora y algunos libros; se encontraba en relativo buen estado de salud, podía movilizarse solo y hablaba de manera coherente.
El área estaba controlada. Inspeccionamos y se encontraron las llaves del automóvil de los sujetos; revisamos y no había nada interesante o relacionado con la investigación. La capacidad del Ejército para el control de área es importante para trabajar con seguridad y no correr mayores riesgos en las diligencias de levantamiento de planos e informes de campo. Estas labores siempre eran apoyadas por la patrulla de Criminalística del DAS, a quien llamábamos para que nos ayudara. Interrogamos al segundo sujeto, un bandido más sin poder de decisión solo cumplía las órdenes que le daba el hombre que nosotros detuvimos en la universidad. ¿Dónde están los explosivos? Afortunadamente era mentira, la casa no estaba dispuesta para que explotara. Sin embargo, los grupos antiexplosivos del DAS llegaron al lugar para acompañar el rescate que en ese momento realizábamos.
Procedimos a efectuar uno de los actos más emotivos que uno vive en un rescate de estos: llamar a la familia para que el secuestrado pueda saludarlos y darles tranquilidad. Contestó don Arquímedes, su padre. Increíbles sentimientos encontrados, llanto, alegría y total alboroto al otro lado de la línea. Dialogó con su mamá y con su esposa, todos desbordantes de júbilo. Luego llamamos a la fiscal y le informamos que habíamos logrado ubicar al secuestrado. Algo enojada nos felicitó por el éxito, reprendiéndonos por no haberle avisado, y de inmediato se dirigió al sitio para hacer lo que le correspondía. Era una mujer muy trabajadora y conocedora de su labor.
Una vez terminadas las diligencias judiciales, sacamos al secuestrado del lugar y nos llevamos a los capturados además de los elementos incautados, el vehículo, la propaganda y la literatura subversiva afín al ELN. A la hora de hacer cuentas, los capturados que quedaron eran el cabecilla, el negociador Mateo y uno de los que cuidaba al plagiado. Nos quedamos con tres secuestradores y, lo más importante, el secuestrado vivo. Además, había una casa y un carro incautados, algunas armas menores y propaganda guerrillera. Lo más importante es que logramos nuestro principal objetivo: sacar con vida a Jhon K. Y capturamos al principal cabecilla de este grupo de brigadas incipientes en el interior de la Universidad Nacional, patrocinadas por el ELN.
Aquí logramos rescatar, de un grupo terrorista, a una víctima inocente. Salvamos su vida y evitamos que entraran veinticinco millones de dólares que alimentarían la inseguridad de la capital de la República, dinero con el cual, en esos años, 1995 y 1996, esta guerrilla se habría fortalecido bastante y causaría muchos más daños a la sociedad.
Pero la investigación no quedó ahí, teníamos que ir por más. Al siguiente día allanamos el inmueble frente a la plaza de mercado del barrio 12 de Octubre, al occidente de Bogotá, desde donde se hacían las llamadas y se elaboraban las cartas extorsivas. Era una pequeña central de comunicaciones