Secuestro historias que el país no conoció. Humberto Velásquez Ardila

Secuestro historias que el país no conoció - Humberto Velásquez Ardila


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o por conveniencia, miedo o presión, pero de todas maneras eran personas de bastante edad; no era justo que anduvieran en esa situación.

      Cuando iba a ingresar a la casa, escuché a mi lado un radio portátil. Era un «Yaessu dos metros», por el cual estaban comunicándose los secuestradores. Lo cogí, y junto con uno de los soldados, ya que aún no llegaban los oficiales, procedimos a escuchar lo que decían. Efectivamente, estaban dándose instrucciones… y mencionaron que llevaban al secuestrado.

      Ahí nos dimos cuenta de que estaban muy cerca, que estaban mirándonos, no llevaban armas largas, ni armas fuertes, y buscaban llegar al sitio donde las tenían enterradas, para poner a salvo al secuestrado. Saber esto nos motivó y seguimos tras ellos para quitarles al plagiado, salvarle la vida era nuestro propósito. Si nos observaban significaba que estaban en la parte alta, que huyeron a la cima de la montaña, pero aún no la habían superado. Uno de los bandidos decía que estaba solo con el secuestrado, cuidándolo, pero que iba bastante ahogado, asfixiado por el esfuerzo, caminando muy lentamente. Los demás aún no hacían contacto, no sabíamos cuántos eran ni conocíamos más del estado de salud de don Julio César. Nuevamente, con empuje y valentía, los soldados, los detectives del DAS y del Unase, reorganizamos el equipo y comenzamos a ganarles espacios y a tratar de entender lo que ellos manifestaban por el radio. En un momento dado escuchamos:

      —Se me están acercando y yo no puedo moverme, el secuestrado no puede andar más.

      Con esa información persistimos en ubicarlos; continuamos la marcha hacia la parte alta. Desde allí continuaron disparándonos y hostigándonos, buscando proteger la huida junto con el plagiado. La vegetación era muy densa, cultivos de café, de plátano y otros comunes en la zona, poseedora de un clima medio bastante agradable.

      De pronto escuchamos por el radio a uno de los sujetos quien, en voz baja, le comunica al cabecilla que el secuestrado se le había fugado.

      —Se tiró por un barranco, se me botó por una loma.

      Comenzaron los disparos. El sujeto quería impactar al secuestrado al ver que había logrado huir. Todo nuestro esfuerzo y nuestra marcha fracasarían si lo conseguía. Nos dirigimos hacia el sector de donde provenían las detonaciones, a unos ochocientos metros, y a partir de ahí las comunicaciones que escuchamos fueron muy pocas. Cada uno de los guerrilleros trataba de salvar su integridad. El bandido que estaba a cargo, alias “el Campesino”, quien era el tercer cabecilla del frente, fue el primero que huyó.

      Quince minutos de marcha lenta, cuidadosa, expectante… De pronto, uno de los soldados logró hacer contacto y… ¡encontramos a don Julio César! La felicidad fue indescriptible. ¡Habíamos logrado el objetivo, teníamos con nosotros al secuestrado! Estaba muy agotado, por supuesto. Agitado, respiraba con dificultad, vestía un buzo verde de lana y botas pantaneras. Con las medidas de seguridad necesarias lo resguardamos, le dimos agua e hicimos que descansara sentado a un lado del camino veredal. Mientras tanto otro grupo reportó que tenía a uno de los secuestradores, a uno de los bandidos de las Farc.

      Estábamos en lo más alto de la montaña. Apenas seis personas conformábamos el grupo que logró llegar al secuestrado. Uno de mis compañeros, hábilmente, consiguió un burro y en él subimos al rescatado, a quien se le puso un pasamontaña y una ruana para que no se dieran cuenta de que ya lo teníamos y que estaba con vida. Don Julio César estaba tan asustado que no recuerdo que nos hubiera agradecido. Era una persona mayor y lo comprendíamos. Los soldados que sabían de primeros auxilios le tomaron los signos vitales y se dieron cuenta de que estaba bastante delicado; necesitaba descansar. Montamos la seguridad, pero luego de diez o quince minutos de descanso, el mismo rescatado nos presionó para que abandonáramos el lugar, y bajáramos, porque temía mucho que volvieran por él. Comenzamos la marcha y en pocos minutos hicimos contacto con los demás soldados y el comandante del grupo y ahí sentimos que les habíamos ganado la partida a los bandidos. Fue una de las primeras partidas en las que participé del triunfo. Les ganamos a los secuestradores, a los bandidos que solo querían lucrarse y hacer daño.

      Llegamos a la casa y allí encontramos niños de la vereda, muy curiosos al ver a los soldados. Recuerdo que yo llevaba pesadas raciones de campaña en los bolsillos del camuflado: bocadillos, panelas, lecheras, tamales. Empecé a regalar todo a los niños de la vereda, ya que para ellos estos productos eran novedosos y maravillosos; otros soldados hicieron lo mismo. Luego revisamos todo, se decomisó el material de intendencia y la comida que tenían los guerrilleros, se tomaron fotos del lugar. Con las debidas medidas de seguridad nos comunicamos por radio con las bases cercanas del Ejército. El mayor pidió que nos sacaran, que mandaran helicópteros, ya que a pesar de todo aún continuaban los disparos desde la parte alta. Ya estaban reorganizándose y rearmándose para atacarnos.

      Al poco tiempo empezó a sobrevolar un helicóptero; según se nos informó era un aparato artillado que no venía a sacarnos, sino a disuadir con su presencia. Aunque nuestro grupo era grande, de alrededor de cincuenta integrantes de la fuerza pública, había que evitar que intentaran coparnos (hacernos prisioneros por sorpresa). El helicóptero disparaba ráfagas esporádicas sobre la vegetación, hacia la parte alta.

      Así estábamos cuando recibimos la comunicación de que el helicóptero para el transporte de la tropa ya venía en camino. ¡Qué buena noticia! Teníamos que bajar aproximadamente cuatro kilómetros, a un lugar más despejado donde pudiera descender el helicóptero. Comenzamos a caminar y llegamos a una tienda; les dije a los soldados que pidieran gaseosa, pan, embutidos, papas, de todo… ¡Compramos casi toda la tienda! Pagué trescientos veinte mil pesos con la plata de las Farc, esa misma que tenían para sostener al secuestrado y a los custodios.

      Llegamos al sitio, donde los soldados comenzaron a hacer humo para que las aeronaves se orientaran. Una hora después empezaron a sobrevolar dos helicópteros, uno de seguridad, artillado, y el otro de carga para llevar tropas. Este último bajó a tierra, el otro quedó en el aire prestando la seguridad. Cuando estaba casi por tierra, la sorpresa fue que venía con unas ocho o diez personas, oficiales del Ejército de alto rango y un fiscal, quienes llegaron a participar de las glorias de los demás. En cuestión de segundos algunos de ellos se bajaron, saludaron al comandante y en actitud displicente solamente hicieron una seña hacia nosotros y subieron a don Julio César. El fiscal Lemus descendió también y se dirigió a todos, nos saludó de mano y nos felicitó por ese muy importante éxito operacional. Cada rescate significa salvar una vida. Gracias a Dios, al planeamiento, a las fuentes, a todos. El fiscal estaba tan emocionado que cuando giró hacia el helicóptero, este ya iba a media altura y lo había dejado.

      En el primer viaje del helicóptero viajó el comandante de la operación, el rescatado, dos oficiales más y el resto de los que venían allí. Los demás nos quedamos ahí, con la firme promesa de que el helicóptero iba, los dejaba y regresaba por nosotros. Había silencio y tensión. Gracias a la muy buena disciplina de los soldados nunca bajamos la guardia. Los disparos ya eran muy pocos, los guerrilleros sabían que habían perdido. Hablamos, comentamos la experiencia. Ya sobre las tres y media de la tarde, junto con el fiscal, le pedimos al oficial a cargo que comenzáramos a bajar a pie, ya que no iban a sacarnos y no podíamos dejar que la noche nos cubriera. Alistamos todo para marcharnos, sin embargo, los soldados seguían presionando por los radios para que mandaran el helicóptero, ya que el rescate del secuestrado se había dado, pero no podíamos permitir que se produjeran muertes entre la tropa, entre nosotros, porque se desdibujaría la operación. De pronto volvió la alegría: ¡el helicóptero regresaba! Eran las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde y bajaba a sacarnos de allí, de la vereda San Gabriel de Viotá, donde le habíamos propinado un duro golpe a las finanzas guerrilleras. Nos subimos sintiendo una alegría inmensa… descanso… felicidad. Pensábamos cuánto éxito significaba esta operación. Ese día era mi cumpleaños, 6 de agosto de 1995. Cualquier otro año habría sido un día desapercibido, pero en este recibí un premio, un triunfo, un gran regalo de cumpleaños: rescatar a un secuestrado.

      Nos desembarcaron en Bogotá, carrera 7.a con calle 106, Escuela de Caballería. Allí un oficial nos dio las gracias. —Muy bien muchachos…— ¡y chao! Junto con dos compañeros del DAS, en camuflado, embarrados de pies a cabeza, nos encontrábamos en plena carrera Séptima, más parecidos a guerrilleros


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