Secuestro historias que el país no conoció. Humberto Velásquez Ardila

Secuestro historias que el país no conoció - Humberto Velásquez Ardila


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manera paralela se venían trabajando otros casos, y por esto se coordinó otro operativo en un lugar de la región del Sumapaz. Se trataba del caso de un ciudadano transportador que era mantenido en la zona rural del cañón del Sumapaz, entre Pandi e Icononzo. Este operativo se realizó e infortunadamente, por las condiciones del terreno, los secuestradores del Frente 25 de las Farc lograron llevarse al secuestrado. No obstante, un guerrillero cayó muerto en el enfrentamiento, pero no se consiguió el objetivo del rescate. Estando allí, en pleno cañón del Río Sumapaz, me encontraba junto al mayor Flórez, cuando le avisaron que era importante hablar con los informantes del caso de don Julio, porque ya tenían la forma de llegar al sitio donde él se encontraba cautivo y que su situación de salud no era la mejor.

      Salimos de este operativo y el comandante del Unase procedió a organizar la entrevista con las fuentes humanas. Participé en ella y quedé con la total convicción de que estaban diciéndonos la verdad. Eran personas maduras y proyectaban seguridad y seriedad en sus respuestas. Nos indicaron que el grupo que custodiaba al secuestrado era de doce guerrilleros, pertenecientes al Frente Manuel Cepeda Vargas de las Farc. La cuadrilla que lo custodiaba estaba bajo el mando de alias “el Campesino”, quien mantenía contacto con los cabecillas del frente, los encargados de la negociación. Tenían muchos víveres en el lugar, lo cual hacía pensar que pensaban demorarse allí. Habían instalado un cambuche con carpas y plásticos en un cafetal junto a una casa de un campesino de la región, y siempre dormían ahí y no en casa. Sobre armas, solamente habían visto que portaban pistolas y subametralladoras pequeñas, tipo Uzi.

      Finalmente se dispuso todo para ingresar a la zona en la noche del 5 de agosto de ese año, cuando no había trascurrido ni un mes del secuestro. El planeamiento fue milimétrico, refuerzos con tropas especiales de Ejército, personal del DAS, armas, uniformes, chalecos blindados, raciones de campaña, rutas, etc. Nada podía quedar al azar, cada uno de nosotros sabía qué tenía que hacer y cómo reaccionar ante las diferentes circunstancias que se llegaran a presentar. No había necesidad de mostrar la foto de don Julio César era una persona por todos conocida.

      El día indicado para iniciar la marcha se comenzó la movilización en dos camiones tipo NPR, semicarpados. Por el lado llevaban canastas de cerveza, de tal forma que no pudiera verse que iban tropas o personas dentro de ellos. Viajaba un comando élite bastante fuerte del Ejército Nacional, también un grupo de choque del Unase, soldados, y del DAS nos desplazábamos cinco detectives. Salimos del batallón Rincón Quiñones de la Brigada 13 del Ejército Nacional, con sede en Bogotá, tomamos hacia el sur, aproximadamente a las ocho de la noche. Avanzamos en silencio; nos movilizamos de la manera más encubierta posible; salimos por la Autopista Sur con destino a la región indicada, cercana al municipio de Silvania. Hicimos un breve alto en el camino para terminar de diseñar el ingreso y finalmente llegamos a un desvío que se encuentra en la carretera principal, para tomar por la vía que conduce a Tibacuy, pasando Silvania a mano derecha. Entrábamos a una zona con presencia guerrillera donde cualquier cosa podía pasar, una emboscada, o que nos salieran al camino, lo cual no convenía, pues podría frustrar los planes de rescate.

      Los camiones iban distanciados; luego de recorrer una hora, en un sector más adelante de Tibacuy, en una trocha destapada, sector denominado Cumaca, procedimos a lanzarnos del vehículo para quedar escondidos en la vegetación mientras llegaba el otro camión. No recuerdo cuántos hombres integraban esta comisión, sin embargo, éramos cerca de cincuenta. Pocos hablaban, la tensión era extrema y la recomendación de permanecer en silencio era permanente. Una vez llegó el segundo grupo, muy bien armado y mimetizado, el mayor y junto con el coordinador, tenían dispuesto quiénes irían en el grupo de choque y quiénes quedarían en la retaguardia o en seguridad en áreas perimetrales. Solamente hasta allí vine a conocer el rostro de los dos guías, ya que en las entrevistas iniciales lo tenían cubierto. Eran campesinos, humildes trabajadores que quizás buscaban contribuir con la seguridad del país, pero también obtener algún tipo de ganancia por la colaboración que estaban prestando.

      Yo tenía veintiocho años, los cumplía al día siguiente, 6 de agosto, y esperaba que mi regalo fuera el rescate sano y salvo del secuestrado don Julio César. Esas satisfacciones, esas alegrías siempre las llevaría dentro de mi corazón. Estaba dentro de los más jóvenes, por lo menos del grupo del DAS, y junto con mi compañero Marentes fuimos designados en el grupo de choque. Los demás compañeros que integraban el operativo tomaron posición para cumplir diferentes misiones.

      Llegó el momento de comenzar a caminar. Eran más o menos las once de la noche, la visibilidad era muy poca, no se podían utilizar linternas, el terreno era bastante quebrado y en ascenso. Desde el lado de la montaña donde nos encontrábamos había que atravesar toda la cima y posteriormente bajar hasta unos cafetales de la vereda San Gabriel con destino al municipio de Viotá. La marcha, muy fuerte, se hizo silenciosamente. Cada rato nos caíamos, a veces perdíamos contacto visual ya que todos utilizábamos camuflado y ropa oscura; prácticamente íbamos agarrados uno del otro, nunca se hizo una escala larga, no nos detuvimos, siempre íbamos caminando pues aspirábamos a llegar a las cuatro de la mañana al sitio donde mantenían al secuestrado. Durante el recorrido era normal que las personas se afectaran por calambres, náuseas y sofocación, ya que la caminata era extenuante. Coronamos la cima de la montaña de Peñas Blancas a las cinco y media de la madrugada; el día empezaba a clarear y el objetivo inicial no lo habíamos logrado, no logramos llegar a la casa de cautiverio a la hora planeada cuando aún la noche o la penumbra nos permitiera tener un efecto sorpresa.

      El comandante de la operación se reunió con los jefes de cada grupo para decidir si continuábamos, esperábamos hasta el anochecer o definitivamente nos devolvíamos para no poner en peligro la vida del secuestrado. Quince minutos después recibimos la orden: íbamos a continuar. Estábamos como a una hora del objetivo y no podíamos perder la oportunidad de quitárselo a los guerrilleros. ¡Era ahora o nunca! Ya había amanecido y comenzamos a descender por cafetales de mediana altura. Treinta minutos después ya se había corrido la voz de que teníamos que cambiar el esquema y solo continuaría el grupo de choque. Quedamos únicamente dos DAS, Marentes y yo, junto a un nutrido grupo de soldados. Proseguimos la marcha. Ya cuando uno lleva más de ocho horas de camino va perdiendo la fe… «Aquí no se hizo nada, ya nos detectaron, lo único que esperamos es que nos embosquen y nos saquen de estas cavilaciones y pensamientos a punta de bala…».

      Estábamos cerca; nos explicaron que era una casa campesina rodeada de cafetales, con un patio de tierra. No estábamos seguros del lugar donde tenían al plagiado, si era en la casa o en un cambuche o toldo cercano. Desde lo alto alcanzaba a divisarse el techo de la vivienda, una casa normal no muy grande, donde —según nos dijo la fuente— ocasionalmente vendían algunos productos alimenticios a los habitantes de esa región.

      De un momento a otro comenzaron a sonar las ráfagas de las armas de fuego. El soldado que iba en la punta del pelotón de choque, con una ametralladora de gran capacidad, había hecho contacto con los bandidos que cuidaban al secuestrado. El cabecilla, alias “el Campesino”, reaccionó tirándose por un cafetal y disparando un arma semiautomática, debió haber sido una subametralladora. El soldado disparó, pero no se impactaron. Entramos en contacto armado intenso. Caían hojas de los árboles que eran atravesados por proyectiles. En esos momentos surgen liderazgos espontáneos, quizás derivados de la necesidad de sobrevivir. Hablé con los soldados y les dije:

      —Tenemos que coronar la vivienda, debemos llegar a ella, porque si no, matan al secuestrado o se lo llevan.

      Aquel día, con gran habilidad y destreza, jugándose la vida, los soldados se enfrentaron a los delincuentes. En medio del fuego les ganamos posiciones a los guerrilleros, los hicimos retroceder… y salieron huyendo.

      Ingresamos a la vivienda… ¡y ya no estaba el secuestrado ni la guerrilla! Había un gran depósito de víveres, comida para mucho tiempo y una central de comunicaciones bastante moderna, aunque pequeña. A un lado, como a unos quince metros, tenían el cambuche con toldos donde dejaron equipos de campaña y más comida. Al revisar el lugar encontramos armas cortas, uniformes militares usados, cuadernos, manuscritos y muchas cartillas de adoctrinamiento marxista; también hallamos cerca de un millón de pesos que los secuestradores tenían para su sustento diario.

      Luego


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