Secuestro historias que el país no conoció. Humberto Velásquez Ardila
alegría de muchos —por no decir del pueblo colombiano— por el rescate. Lo veíamos en las noticias, todos los medios lo decían: ¡Don Julio César fue rescatado!
Nadie se imaginaba que los tres hombres sucios y llenos de barro que estaban botados en la séptima formaran parte de ese gran grupo que horas antes le había propinado un duro golpe a la guerrilla en Cundinamarca, al arrebatarle el principal secuestrado que en ese momento mantenían cautivo. No hubo de otra, cogimos un taxi, pedimos que nos llevara al barrio Teusaquillo, donde funcionaba el Unase, y con monedas más lo que pudo prestarnos un sargento, pagamos el taxi y terminamos durmiendo sobre viejos sofás que teníamos en la oficina.
Posteriormente se efectuaron las capturas, se vincularon otras personas, y don Julio César trató de recuperarse de ese golpe tan fuerte. Anímicamente estaba muy mal. Volví a verlo en alguna reunión, obviamente él no recordaba que habíamos estado en su rescate. Pasado un tiempo supe que había muerto en Anapoima. Muchas versiones se tejieron sobre su muerte… cómo murió, por qué murió… prefiero no comentar sobre ello sin estar seguro. Más bien eran chismes.
Desde ese momento quedé inmerso en el grupo antisecuestro Unase que, junto con el Ejército Nacional, la Fiscalía, el DAS, el CTI y la Policía Nacional, redujo en más de noventa y cinco por ciento el secuestro en Colombia. Logramos que Colombia pasara de ser el primer país secuestrador del mundo a tener una cifra manejable de secuestros.
Presencia subversiva en universidades: una realidad
CONTINUAMOS CON EL SECUESTRO y posterior rescate de un joven bogotano, a quien llamaremos John K., hijo de un acaudalado transportador y comerciante de inmuebles en Bogotá. John K., era un profesional que trabajaba con su padre en actividades inmobiliarias. Sin embargo, buscaba hacer negocios que le permitieran independencia económica. Un allegado a la familia vio la oportunidad ilícita de conseguir dinero y buscó contactos en el mundo delincuencial para planear y llevar a cabo el secuestro.
Transcurría el mes de enero de 1995, fecha en la que John K., fue engañado para que, en el desarrollo habitual de sus negocios, se desplazara cerca de los municipios de Villeta y La Vega para conocer unos predios para algún tipo de desarrollo inmobiliario. Los bandidos no la podían tener más fácil: paraje rural donde no habría testigos ni mayor resistencia. Una vez allí, el joven John K., es reducido, sometido y trasladado al lugar de cautiverio en un sector sur de Bogotá, desde donde comenzaron a pedir a su padre, una gran cantidad de dinero: veinticinco millones de dólares. Los métodos de comunicación eran novedosos y diversos; llamadas telefónicas que al ser rastreadas arrojaban números no asignados, cartas con sellos y códigos. Las pruebas de supervivencia eran preguntas que enviaba la familia, cuya respuesta solo sabía el plagiado. Esto demostraba que nos encontrábamos ante una organización fuerte, integrada por varias personas que tenían diversas funciones ilícitas.
Mi jefe nuevamente me asignó el caso para realizar labores de inteligencia. El contacto con la familia lo mantenían el comandante del Unase y el jefe de la unidad del DAS. Al analizar las rutinas que se presentaban en este caso y luego de permitir que la familia entablara una negociación ficticia con los captores, logramos determinar que, para enviar las misivas extorsivas y las pruebas de supervivencia, los secuestradores utilizaban tres puntos de atención de una empresa de mensajería muy conocida en Colombia: en las oficinas situadas en la avenida 19 con carrera 4.a, en el barrio Carabelas y en Santa Isabel, en Bogotá. El grupo de trabajo determinó que los secuestradores estaban empleando varios métodos de comunicación, ya que llamaban a diversas horas y de diferentes abonados telefónicos. Llegaban cartas firmadas por un supuesto grupo de brigadas rojas subversivas. No sabíamos si al secuestrado lo tenían en Bogotá o en algún lugar cercano de donde había sido plagiado. Lo único que teníamos para continuar con la investigación era vigilar los lugares desde donde estaban enviándose las cartas. Entonces, junto con dos compañeros del DAS, procedimos a cubrir los diferentes sitios desde donde provenían los paquetes, y la mejor manera de controlar la situación era trabajar infiltrados en los puntos de atención de la empresa de mensajería. El área de seguridad de la firma autorizó el trabajo y así llegamos a prestar nuestros servicios como empleados corrientes. A mí me correspondió la oficina que más movimiento tenía, la de la avenida diecinueve con cuarta y allí ingresé a trabajar recibiendo paquetes, pesándolos, empacándolos y haciendo todas las labores de atención al público; cumplía horario de trabajo de lunes a sábado. Durante más de treinta y cinco días, estuve pacientemente, con poco tiempo hasta para almorzar, llegando a las ocho de la mañana y saliendo a las ocho de la noche. Se revisaban todas las cartas que cumplieran con determinadas características. Nadie podía saber que éramos «tiras», como coloquialmente nos llamaban a los detectives. Ese era nuestro cargo en el DAS, detectives y solamente el responsable de ese punto de atención sabía cuál era mi actividad.
Dentro de la rutina diaria no había pasado nada, no habían vuelto a mandar cartas extorsivas y no había información de que fuera a llegar alguna nueva. Estaban pidiendo cincuenta millones de pesos por enviar una prueba de vida, ¡por Dios! Ante la falta de dinámica en el caso, el jefe determinó relevarme del punto de mensajería y mandar a un nuevo funcionario, por lo que tenía que estar pendiente al día siguiente para el cambio. Llegué temprano, como siempre, y trabajé en la mañana. En la tarde llegó el compañero. Yo ya casi iba de salida y él se quedaría en el lugar. Estaba explicándole cómo funcionaban las cosas, cómo se atendía, cómo se les colaboraba a los compañeros de la empresa y también indicándole qué era lo que buscábamos. ¡Sí, buscábamos a una persona de quien no teníamos ningún tipo de información! Se debía determinar quién ponía la carta con pruebas de supervivencia o extorsivas, teníamos que orientarnos por la dirección del destinatario (cerca de la 102 con 11), que tuviera determinado remitente, pues los secuestradores utilizaban algunos alias ya conocidos. Generalmente era un sobre de manila, delgado, con poco contenido.
En ese momento, de forma providencial, llegó un sujeto de mediana estatura, trigueño delgado, aproximadamente de unos treinta y ocho años. Pidió el servicio de mensajería para un sobre que cumplía con las características y descripciones que ya habíamos determinado. Al darnos cuenta de esto, le pedimos al jefe del punto de atención que por favor lo atendiera y lo demorara un poco mientras nos organizábamos para efectuar el seguimiento. Tan pronto salió el sujeto procedimos a seguirlo. Para tal fin yo llevaba en un morral pequeño algunos elementos (dos gorras y una chaqueta) que me permitieran cambiar de indumentaria, por lo menos para variar un poco la apariencia. Habitualmente me movilizaba en una motocicleta oficial, pero preferí dejarla, llamar al jefe para que la recogieran, ya que teníamos que irnos en transporte público o a pie para poder efectuar mejor el seguimiento. Era una oportunidad única que no podía desaprovecharse. El sujeto procedió a tomar una buseta que iba por la calle 19 y giró hacia el sur por la carrera 30. En el mismo vehículo nos subimos mi compañero y yo; él ocupó un puesto delantero y yo me senté en la parte de atrás. Eran las tres y media de la tarde. El recorrido duró alrededor de cuarenta minutos y no nos despegamos ni un solo instante del sujeto, pues si llegábamos a perderlo, o nos detectaba, se pondría en grave riesgo la vida del secuestrado John K. El hombre se bajó frente al barrio Santa Matilde, con mala suerte para nosotros porque estaba buscando apartamento y entraba y salía una y otra vez a diferentes inmuebles que tenían avisos de «Se vende» o «Se arrienda». Afortunadamente nos dimos cuenta de lo que hacía, y así no caímos en el error de tener una dirección errada. Lo seguimos por más de ocho sitios, y mi compañero por algún motivo lo perdió. Cuando me di cuenta de que estaba solo, mantuve discretamente la vigilancia, ya que en una ciudad tan grande como Bogotá era imposible esperar que llegaran apoyos de manera rápida desde el norte, donde funcionaba el Unase. Finalmente, casi a las seis de la tarde, el individuo ingresó a una casa del barrio La Igualdad. Salió una señora, lo saludó amablemente y por su apariencia consideré que era la mamá. Mantuve la vigilancia por cuarenta minutos o tal vez una hora más.
En mi mente, claro, quedaron grabadas las características