Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez
sabía que la queja genera más queja, que la pesadumbre constantemente compartida llega a ser una carga demasiado pesada para los demás, que hablar continuamente de lo que te molesta, de lo que te daña, de lo que te atasca, llega a convertirse en una rueda que gira y gira, y en su girar, te agarra y no te suelta. Está bien hablarlo, compartirlo, sacarlo de dentro, pero girar sin parar en torno a la rueda del dolor y de la queja solo genera sufrimiento y te arrastra hasta el fondo del río como si tuvieras una piedra atada a los tobillos.
Había pasado otras veces por todas esas emociones y sabía que si las alimentaba con su pensamiento, penetraban como una sanguijuela hasta chuparle toda la energía y se quedaba vacía. Entonces, el pensamiento negativo tomaba el poder sobre ella y la hundía cada vez más.
También sabía que podía salirse de ahí, lo había experimentado en muchas ocasiones. En cada momento en el que tenía que superar o transcender algo de su pasado, alguna de las creencias o patrones impuestos, aprendidos o heredados, se producían estos estados en los que parecía acabarse el mundo para ella. Por esa razón, podía, a veces, salir de la película que rodaba en su cabeza, sentarse en la última fila de la sala de cine y contemplar la escena, como una atenta espectadora, no sin antes haberla vivido con la emoción del protagonista.
Conocía bien su forma de aprender. Hacía tiempo que había descodificado el lenguaje con el que le hablaba la vida, en forma de mensajes subliminales —aquellos que están ocultos— y tenía que desarrollar su intuición para comprender que, cuando llegaba uno de esos mensajes, siempre venía precedido de señales, preñado de casualidades.
Cuando se presta atención a todo ello, como hacía Irene, algo en su interior le decía que era la tempestad que precede a la calma, el movimiento convulso que precede a un cambio; que, cuanto más grande es el desorden que se produce, mayor es la transformación que está por llegar. Eran muchos los años que llevaba viviendo un cambio tras otro, una situación conflictiva, una dificultad tras otra, que nos advierten que hay algo que solucionar, dónde tenemos que mirar para que salga a la luz lo que, hasta el momento, está oculto. Mensajes subliminales, vacíos y preñados al mismo tiempo; vacíos para quien no supiera, pudiera o quisiera leerlos y preñados de oportunidad para quienes estaban atentos.
Ella lo estaba, por eso, a pesar de su tristeza, desconcierto y ganas de morir, seguía con vida. Algo le decía que aquello que había experimentado de tanto en tanto, la alegría, el amor, la confianza, la compasión, eran solo el destello de lo que podía ser una vida permanentemente plena y llena de luz, una vida de agradecimiento por el simple hecho de estar viva.
Identificar los momentos que rodean un cambio supone que su proceso será menos agresivo, más ligero y liviano y que podrá vivirse con mayor conciencia y, por tanto, con mayor serenidad. A estas alturas, Irene casi podía considerarse una experta.
Cada uno tiene un código para comunicarse con la vida o, más bien, la vida tiene un código especial para cada uno. Algunos mueren sin saberlo o sin descifrarlo, pero, realmente, ese código es único para cada persona y solo depende de uno mismo aprender a leerlo. Para esto, no hay escuela, es puro aprendizaje personal y depende de las inquietudes de cada cual.
Aprender a escuchar. Ella, que era una mujer muy habladora y dicharachera, se dio cuenta un día de que oía, pero no escuchaba. Se hacía tal ruido a sí misma con tantas palabras y pensamientos que no podía escuchar cuando la vida le hablaba con esa sutileza que solo se puede percibir en el silencio.
Y mejor que la vida nos hable de forma sutil y mejor aún que aprendamos a escucharla, porque, cuando no lo hacemos, nos grita de una forma tan sonora que nos paraliza por completo. Había observado en muchas personas que, cuando necesitaban pararse y no lo hacían, consumiendo la vida con tal celeridad que se saltaban todos los semáforos en rojo, la vida misma, de un grito, los paraba, en forma de enfermedad o de accidente. Ese no había sido su caso, afortunadamente. Aunque, a veces, escuchaba poco, estaba aprendiendo a callar y mantenerse en silencio como antes no podía.
Cuando aprendió a callar, comenzó a escuchar y pudo empezar a leer las señales y a prestar atención a los mensajes que, a veces, le llegaban desde esa parte interna, que está conectada con nuestra propia sabiduría, a la que ella llamaba su voz interior. Solo cuando el sonido de las palabras cesa, el sentir del corazón puede expresarse en plenitud y el pensamiento puede caminar por las amplias vías del conocimiento.
Cuando comprendía el mensaje que le era transmitido, lo agradecía y lo colocaba en algún lugar de su casa donde pudiera verlo con facilidad para recordarlo, tenerlo presente y grabárselo donde no pudiera volver a borrarse. A veces, antes de escribirlo en un folio y colgarlo en el lugar elegido, le añadía algún dibujo, algún color que asociaba a su mensaje.
Entonces, cuando estaba fuera de su hogar y la vida tenía que recordarle el mensaje, lo hacía simplemente mostrándole muchas cosas del color con el que lo había decorado o aparecían ante su vista imágenes parecidas a las que había dibujado. Esa era la forma en que la vida le hablaba y esa era la forma en que había aprendido a escucharla.
Quien entraba en su casa, enseguida, podía tener acceso visual a la cocina, que estaba incorporada a la sala, y siempre iban al frigorífico; en su puerta, un mensaje que resumía su filosofía de vida les llamaba la atención. Había pegado en él unas flores de gelatina, de esas que se adhieren a los espejos, y nunca las había retirado de allí, habían encontrado su lugar y formaban parte intrínseca de ese mensaje. Era un mensaje visual. Desteñidas, extendían su efecto al papel, en el que creaban una especie de aura envolvente, que contenía en su centro una exhortación profunda y clara. No era de ella, ni cosecha de su mente, sino que le había sido dada por una mano que, a su vez, la recibió de otra, como todas esas cosas sabias e inmateriales que son nuestras y, a un tiempo, de todos.
Solo por hoy
no te enojes,
no te preocupes,
sé agradecido,
trabaja honestamente,
sé amable con los demás.
Era muy fácil leerlo, sencillo decirlo y ¿hacerlo? Cuando no estaba enfrascada, como en este momento, en resolver alguna cuestión interna que la tuviera abstraída, se enojaba poco. Había aprendido a sacudirse la preocupación, agradecía al despertar el nuevo día y agradecía al acostarse todas las experiencias que le había regalado esa jornada, fueran buenas o malas, pues todas traían su enseñanza. Trabajaba en lo que podía, de buena gana, honestamente, y, en general, era amable.
No te enojes
No tenía muchos motivos para enojarse, y este no era un rasgo de su carácter. Cuando se enojaba, le duraba poco, era tremendamente aburrido y cansado. Prefería poner su atención en las cosas positivas, sin embargo, había observado que, cuando sentía enojo, venía fundamentalmente por no aceptar las cosas tal como llegaban o a su familia tal como era.
No te preocupes
¿Qué era la preocupación para Irene? Había aprendido mucho sobre esta cuestión en los últimos años. Estaba acostumbrada a trabajar desde muy temprana edad. No le había faltado nunca el trabajo y, en los últimos años, esta tremenda crisis, cruel para muchos, para otros como para ella, se había convertido en la oportunidad de realizar aquello que amaba. Esta fatídica crisis la obligaba a reinventarse. Pero, de eso, se dio cuenta cuando dejó de preocuparse y comenzó a ocuparse.
Un día, paseando por la playa, mirando el cielo y el mar revuelto, se oyó decir en voz alta:
—¿A qué me voy a dedicar ahora?
Y esa voz interior que, a veces, acudía a dar respuesta a sus preguntas, desde un punto exacto de su corazón, respondió: