Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez

Irene vuelve a casa - Trinidad Herrero Sánchez


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realizaba con amor y desde el corazón, dando siempre lo mejor de sí misma, llegaría a la excelencia. Y desde luego, buscaba la excelencia en su vida, con su trabajo, con su familia, con sus amigos y con todo lo que había sobre la Tierra, este hogar grande que nos acoge a todos, donde todos somos iguales y únicos a la vez, donde todos cabemos, donde no hay excluidos.

      Soñaba ese mundo, creía en ese mundo y tenía una seguridad cada vez mayor de que llegaría a conocerlo: un mundo donde no habría fronteras, donde todos seríamos iguales y, a la vez, únicos, donde nos respetaríamos y nos amaríamos, donde la paz sería la forma de vivir, ya cesadas las guerras. Se acabaría aquella pregunta que le parecía absurda, ¿de dónde eres, dónde naciste? Si el mundo es uno para todos, ¿cabe preguntar de dónde es cada persona? Del mundo, claramente. ¿Dónde está la diferencia entre unos y otros? ¿Qué hace la guerra, además de fomentar los intereses económicos de unos cuantos? La guerra también es producto de sentirse diferente del otro, de creer que somos mejores, que tenemos más derechos, mejor tono de piel, mayor inteligencia. ¡Qué cómodo! ¡Preguntar qué cosa hace la guerra! ¿Y si preguntamos quién hace la guerra? En este punto, como en otros aún más controvertidos, no callaba lo que pensaba, lo proclamaba a los cuatro vientos, qué cómodo es decir que la guerra la hacen los que mandan en los poderosos gobiernos de las poderosas naciones del mundo, qué fácil es decir que la guerra la hacen quienes quieren enriquecerse por la venta de armas, qué bien que hubiera siempre a quien echarle la culpa, mientras que nosotros, ovejitas del rebaño de los que obedecen, no tenemos ninguna responsabilidad. ¡Maravilloso! No mandamos, así que no tenemos responsabilidad, otros ya lo hacen por nosotros, otros ya gobiernan, ya organizan, ya deciden... Nosotros, ver, oír y callar. Pero... ¿y nuestra responsabilidad? ¿Vamos a seguir diciendo «sí» a todo lo que quieran quienes nos gobiernan sin escrúpulos? Si comenzamos por utilizar nuestro poder personal en nuestro pequeño mundo, terminaremos por utilizar un buen poder en el gran mundo que es de todos. O quizá, entonces, ya no se necesite el poder porque el poder que gobernará será el poder del Amor. Tal vez, ya no necesitaremos gobernantes porque viviremos en paz, con armonía. Los gestores lo serán para el servicio a los demás. Entendía la política como «el arte de gobernar» y a los políticos como «aquellos que practicaban dicho arte con vocación de servicio a los ciudadanos, no con vocación de servirse a sí mismos».

      En los últimos tiempos, había un retroceso abrumador en las libertades personales y en el bienestar de la población y le parecía que los medios de comunicación cada vez estaban más dirigidos y manipulados. Querían meternos a todos en una caja tonta y no nos dábamos cuenta de que el mando que enciende y apaga la caja estaba en nuestras manos.

      Yo mato cuando condeno a alguien, yo robo cuando compro un objeto robado, yo desahucio a una familia de su hogar cuando especulo con la vivienda para enriquecerme, yo no tengo escrúpulos cuando juzgo a los demás por su aspecto, yo soy agresor cuando soy víctima y me convierto en víctima cuando agredo a otro.

      Sé amable con los demás

      Quizá era lo más fácil para ella, le gustaba la amabilidad, la educación y el buen trato con los que la rodeaban. Aun así, había observado que era más amable fuera de casa que dentro de ella.

      A veces, cuando las preocupaciones y las amarguras de la vida la atenazaban, no era amable con sus hijas, cargaba sobre ellas con reproches, que, en el fondo, eran los reproches que se hacía a sí misma, y se enfadaba por cosas que, en realidad, no le gustaban de ella misma, sin darse cuenta de que eran el espejo que le mostraba lo que no toleraba en sí misma. Enjuiciaba su actitud ante el desorden en la casa cuando este se producía y, en su casa, había desorden cuando algo en su interior estaba desordenado, pero, en este juzgar a sus hijas, lo que hacía era juzgarse a sí misma.

      Cuando se daba cuenta de su error, se sentía mal y pedía disculpas a María, que era quien aún vivía con ella en la casa familiar. Alma se había independizado pronto y, aunque también le había ocurrido con ella en edad más temprana, no había sido tan consciente como lo era ahora; no había tenido la capacidad de análisis y de observación que tenía ahora sobre sus propias emociones. Con María, podía cortar antes la situación y podía parar a tiempo antes de llegar a mayores.

      Parar su impulso de enfado, darse media vuelta unas veces, ponerse a llorar otras, pedirle disculpas y retirarse a solas era lo siguiente. En esa soledad, observaba qué le había pasado, qué cosas la habían descontrolado, de dónde nacían esas emociones negativas, y se daba cuenta de que casi nunca tenían nada que ver con su hija, chivo expiatorio de sus enfados, sino que afloraban del juicio que hacía sobre lo que consideraba sus propios fracasos. Se daba cuenta de lo cruel que se puede llegar a ser con una sola mirada, con una sola palabra o con un solo gesto.

      Se miraba y se desconocía, no reconocía su parte oscura, no quería verla, prefería pensar que había alguna razón del exterior que hacía aparecer esa sombra que oscurecía su buen carácter y su gesto amable, cuando, en definitiva, esa falta de reconocimiento lo único que hacía era aumentar su sombra; el rechazo a esa parte suya que no quería ver la hacía más grande.

      Poco a poco, fue capaz de pararse a observar esos momentos que producían dolor a sus hijas y también a ella misma. Comenzó a ser más cuidadosa en sus maneras y a poner más atención. A veces, le decía que sería bueno que pudieran tratarse dentro de casa como ambas trataban a la gente de fuera porque, al igual que ella era cuidadosa en su trato con los demás, María lo era aún más, ya que la dulzura era una parte visible de su carácter, un rasgo muy acentuado en ella.

      Ahora, casi siempre, antes de enfadarse, paraba unos segundos y se hacía consciente de su forma de hablar. Sin gritar, utilizando un tono de voz en el que no hubiera juicio y un vocabulario que no descalificara, como hacía cuando no controlaba su enfado, podía dirigirse a su hija en un tono y de una manera adecuada. Reconocer esto no era fácil, porque hubiera deseado no hacerlo nunca, pero dejar de reconocerlo hubiera sido peor, rechazarlo o negarlo hubiese significado continuar con su error.

      Algunas veces, se sentía culpable y pensaba que Alma y María tendrían mucho que reprocharle en el futuro por su comportamiento, pero tras darle alguna que otra vuelta en su cabeza, llegaba a la conclusión de que la culpabilidad no sirve para nada, solo para empeorar las cosas, para victimizarse o victimizar a otros. El sentimiento de culpabilidad es una pesada carga que nos debilita emocionalmente y nos paraliza impidiéndonos actuar. Sin embargo, aceptar la responsabilidad de nuestras acciones y asumir nuestra culpa cuando nuestros actos han causado dolor en otros nos da fuerza y nos deja libres para ponernos en movimiento y en acción.

      Por fortuna, para ella y su familia, esto había cambiado de forma positiva hacía tiempo. El cambio en la vida de Irene estaba acelerándose en los últimos meses, la envolvía, y podía sentirlo.

      Pensaba que los errores sirven para aprender, son la voz de alarma que nos indica que algo anda mal y nos da la oportunidad de cambiar las cosas hacia algo mejor.

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      Si cometes un error, obsérvalo sin juzgarte. Si puedes, rectifícalo con humildad y, en este acto, la vida te traerá un regalo: el error era necesario para la comprensión de alguna cuestión importante.

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      En el terreno laboral, siempre lo había tenido muy claro. Ante un error, lo primero es buscar una solución y, después, más que buscar un culpable, hay que mirar hacia la causa que lo ha provocado y encontrar la forma de mejorarlo para que no vuelva a repetirse. Listo, no hay mucho más. Buscar la causa es mirar hacia la solución, buscar el culpable es mirar hacia el problema.

      En el terreno personal, parece más complicado porque están en danza muchas emociones, pero, realmente, no lo es; es igual, buscar solución y ya. Para ello, basta con mirar aquello que produce el error y, al verlo, muchas veces, desaparece. Al mirarlo, podemos integrarlo de forma más rápida y fácil de lo que creemos, depende de nuestra disposición para el aprendizaje y de la responsabilidad que asumamos ante nuestros propios actos, ante nuestro bienestar y el de los nuestros.

      En estos últimos años, había


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