Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez

Irene vuelve a casa - Trinidad Herrero Sánchez


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conociéndose profundamente, que estaba averiguando dónde estaban sus miedos, a qué momento se remontaban sus creencias limitadoras, cuáles habían sido las experiencias en la niñez que habían hecho mella en ella, qué herencia emocional traía de las mujeres de su clan familiar y cuyos efectos reconocía —aunque no fueran visibles como lo eran las características físicas—, qué implicaciones la unían con sus antepasados, en especial con su abuela paterna, a la que no conoció y de la que sin embargo repitió muchas vivencias sin saberlo. ¡Tanto la conocía, tanto la amaba!

      Hacía unos años, había realizado un árbol genealógico y, poco después, un genograma. Esto le había dado mucha información sobre sí misma, sobre las dificultades de su sistema familiar y sobre la dureza con la que habían tenido que enfrentar la vida las mujeres de tantas generaciones en su familia. Entonces, comprendió que ella creía, de manera inconsciente y consciente a la vez, que la vida era extremadamente dura. La información que venía en su código genético era que la vida es una dura batalla y que todo se consigue con muchísimo esfuerzo, si es que se puede conseguir. Eso era precisamente lo que, en algunos momentos de su vida, había vivido, y lo que ahora vivía.

      Recordó a su madre refiriéndose a la vida como un duro viaje. Aunque siempre había sido una mujer resuelta, alegre, dicharachera y valiente, por su propia experiencia, entendía la vida como un campo de batalla, de lucha.

      Nacida pocos años antes de la guerra civil, vivió una cruel posguerra llena de miseria y de hambre, con dolorosas vivencias en su juventud, y, a pesar de ello, tenía mucha fortaleza y buen carácter. Había vivido con júbilo su vida hasta hacía pocos meses, cuando la enfermedad le había mermado la capacidad de expresarse y de moverse, hasta ese momento, había sido una mujer alegre, cantarina, siempre con ganas de bailar. Este era un regalo hermoso que le ofrecía su madre en herencia, y ella lo recibía agradecida. Y ahora, el gesto de su rostro y su mirada hablaban de aceptación. De vez en cuando, simplemente, hacía un gesto de encoger los hombros, aceptando lo que había.

      Hacía tan solo unos meses, tras el taller de trabajo en el que se había reunido un numeroso grupo, como tantos otros que había dirigido, donde se trabajaba para resolver las dificultades personales, familiares o empresariales y ver la raíz de nuestros conflictos y los patrones que nos limitan, se sentó en silencio y dio las gracias por tener la oportunidad de realizar este trabajo, de asistir a algo tan bello y tan profundo, donde, muchas veces, el dolor era el combustible que nos hacía llegar al amor. Y en ese silencio, sintió que el trabajo de cada persona era también su propio trabajo, que cualquier dificultad resuelta para otros también lo era para ella, que ayudar a cambiar los patrones y soltar las limitaciones era ayudarse a sí misma a soltar sus propias limitaciones y que, cuando decía «Somos alegría y vivimos en la amargura, somos amor y vivimos en el sufrimiento, somos abundancia y no nos atrevemos a manifestarla, somos libres y vivimos dentro de una jaula sin ver que la puerta está abierta. Solo necesitamos un ligero aliento para salir fuera y volar hacia la libertad que supone romper los viejos patrones y creencias que nos tienen atados a antiguas formas de pensar, de sentir, de actuar, de amar. Un pequeño paso es el inicio de un gran cambio.

      Permítete ocupar el lugar que, por derecho, te pertenece, vivir la vida plena para la que has nacido, la libertad inherente al ser único e irrepetible que eres», en realidad, se lo decía a sí misma, se escuchaba con su propia voz y resonaba en su propio corazón.

      Una hermosa forma de alcanzar la paz y la plenitud era acompañar a otros a lograr sus propios éxitos y alegrarse por ello, sabiendo siempre que solo podemos hacerlo desde la humildad, que, en nosotros, solo está el actuar y que los resultados no nos pertenecen. Ello nos permite trabajar desde la esencia de nuestro ser al servicio de la esencia del otro ser.

      Comprendió que solo el agradecimiento a quienes nos han dado la vida permite conseguir los logros y éxitos que, efectivamente, nos pertenecen y están disponibles para nosotros; tesoros que están esperando ser descubiertos y recogidos. Y una cosa es la comprensión intelectual de ello y otra muy diferente es la comprensión interna que integra este agradecimiento, tras el cual, podemos inclinar la cabeza ante nuestros padres, ante los padres de nuestros padres y ante todos los que nos anteceden; este pequeño gesto es el indicador de haber tomado nuestro lugar y de estar en condiciones de tomar la vida con todo lo que nos trae.

      Una parte de la vida de su madre había sido muy dura, como la de tantas personas en su generación, pero más de la mitad de su vida había transcurrido cálida, feliz, sin escasez, disfrutada; con una familia sana, ninguno de sus hijos y nietos habían tenido desgracias, problemas de salud o cualquier otra circunstancia grave; más bien, al contrario, habían gozado de prosperidad, de salud, de alegría. Pero, aun así, había quedado prendido en ella el sentir que la vida es muy dura. Este sentimiento, en realidad, no era solo suyo, era un sentimiento adoptado de su madre, de su abuela, su bisabuela... a saber de cuántas generaciones de mujeres atrás.

      A veces, ocurre que, aunque nuestra vida tenga las circunstancias adecuadas para ser una buena vida, mejor de lo que fue la de nuestros antepasados, por lealtad, no nos atrevemos a ser más felices y más prósperos de lo que ellos lo fueron sin tener cierto sentimiento de culpa. A veces, somos inconscientemente leales a las dificultades familiares hasta hacer de nuestra vida una desgracia solo porque ellos pasaron momentos desgraciados.

      Todo lo que Irene traía de su sistema familiar lo convirtió en un regalo; hallar el valor y el amor de las dificultades de tantas mujeres hizo que comprendiera que su coraje, fortaleza y capacidad de trabajo formaban parte de su herencia, así como la alegría, la generosidad y la bondad que corría por sus venas y por las de sus hijas, como antes por las de sus antepasadas. Veía en sus hijas no solo su belleza, sino también su valía. Alma se había independizado a los dieciocho años, algo inusual en esos momentos. Había comenzado a trabajar y seguía estudiando. Desde entonces, no le había faltado el trabajo, un bien escaso en la profunda crisis que parecía no tener fin, y decía tener la seguridad de que jamás le faltaría. Irene tenía la misma seguridad y estaba tranquila por su hija, se había convertido en una mujer con muchos recursos, con una gran seguridad. Le iría muy bien en la vida. Su secreto: siempre daba el cien por cien en lo que hacía, con una sonrisa, y estaba aprendiendo a gestionar sus emociones cada vez mejor. Otra ventaja era que creía en sí misma, lo que le permitía empezar a perder el miedo, y esto jugaba a su favor.

      Intuía que había pasado por más dificultades de las que le mostraba, y se lo había confirmado en alguna de sus últimas conversaciones. Se sentía orgullosa y satisfecha de ella. Valoraba su generosidad, nunca se había sentido juzgada por ella, ni había hecho el más mínimo comentario respecto a sus decisiones; como madre, se había sentido siempre respetada. La única preocupación de Alma era si había sido buena hija: siempre lo fue y seguía siéndolo.

      Algunas veces, los hijos se sienten culpables por los momentos de infelicidad de sus padres y quieren llevar sus cargas y sus dificultades, pero eso no es posible, esa no es una ley de la vida. La vida siempre mira hacia adelante, nunca hacia atrás, y, cuando un hijo mira hacia las dificultades de sus mayores, comienza a dejar de mirar hacia la vida misma y, así, comienzan sus dificultades en la escuela, sus problemas de carácter o de cualquier otra índole, porque quieren cargar inconscientemente con aquello que no les corresponde.

      Los padres dan y los hijos reciben, cada uno tiene que tomar su lugar para el buen orden y el bienestar de toda la familia. Querer devolver a los padres lo que nos dieron es imposible, la vida no puede devolverse; la compensación es que los hijos puedan dar a sus propios hijos lo que recibieron de sus padres y, si no los tienen, darlo a la vida a través de su trabajo o de la forma que elijan. En esto, Irene había tenido que tener cuidado con Alma, quien, a veces, quería tomar el papel de madre. Ahora, ya había comprendido.

      Tampoco sirve querer de los padres más de lo que nos han dado, porque ellos nos dieron todo lo que pudieron, todo lo que tenían para dar. A veces, hay personas que, aun en edad de jubilarse, creen que los padres están en deuda con ellos, que tenían que haberles dado más cariño, más cuidados, más atención, más amor, más dinero, más, más, siempre más. Y los culpan de sus vidas desgraciadas porque recibieron poco. Sin embargo, les han dado algo que nadie más pudo darles: la vida. Eso es suficiente. La vida misma nos cuida y, si somos agradecidos con nuestros


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