Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez
parte de la experiencia de su madre, de ella misma y de sus hijas, y esto le permitió disfrutar de las caricias y los abrazos de su madre cuando ya no podía ni tan siquiera hablar, como un regalo que le ofrecía en su infinita generosidad. Cuando la visitaba en el centro donde vivía los últimos años, se echaba a su lado en la cama y la abrazaba, ponía la cabeza en su pecho y permitía que su madre le acariciara el rostro, el cabello y la espalda; las fuerzas no le daban para más, pero aún eran suficientes para unas caricias, unos abrazos suaves y, a veces, hasta para unos besos. Poco tiempo después, se alegró de haber hecho esto en muchas ocasiones, porque sus fuerzas ya no la acompañarían ni tan siquiera para mover sus manos.
Se sentía como una niña pequeña en los brazos amorosos de su madre. Luego, se levantaba, la incorporaba y, ayudada por las trabajadoras del centro, la cogía en brazos para sentarla en la silla de ruedas —pesaba muy poco, estaba apagándose como una vela, suavemente— y la llevaba al jardín a pasear.
En sus paseos le hablaba, le contaba que estaba contenta con el trabajo, que estaban yéndole bien las cosas —mejor de lo que en realidad era— y, en los últimos días, viendo, quizá, que a su madre le quedaba poco tiempo de vida, le hablaba de lo que admiraba en ella, no solo como madre, sino lo que admiraba en ella como mujer y como esposa —un acertado consejo de Fina, una amiga—. Le agradecía la vida que le había dado, los cuidados recibidos, lo importante que había sido su vida para la familia y para todos los que la rodeaban y le prometía que su herencia la llevaría con satisfacción, porque recibir tanta fortaleza, coraje, humildad, alegría y generosidad era una herencia para estar más que agradecida. También le prometía hacer más grande esa fortuna, fortuna que también llevaban sus nietas.
Convencida de que su madre la entendía, el día que habló con ella de todo esto, le preguntó:
—¿Has comprendido lo que te he dicho, mamá?
Su madre sonrió, levantó su brazo hasta que su mano llegó a la barbilla de Irene y la acarició, al mismo tiempo que hacía un gesto afirmativo con la cabeza. ¡Estaba en lo cierto! Su madre la escuchaba y la comprendía. En su gesto y en su sonrisa, se mostraba contenta de oír que su vida había servido de mucho, que había valido la pena vivirla y que dejaría una gran herencia el día que ya no estuviera. Y, sorprendentemente, pudo extender su brazo lo suficiente y mover su mano para acariciarla. Irene también sonrió y cerró los ojos para grabar en su corazón el sentimiento que le produjo este regalo. Cuando los abrió, dirigió su mirada al cielo que aparecía entre las ramas del olivo que, esa mañana, las cobijaba del sol. Después, miró a su madre —otra vez, en su rostro, aparecía ese gesto indeterminado— y le dijo:
—Te quiero, mamá.
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