Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez
La pregunta que había lanzado al aire, sin darse cuenta, traía en sí misma la respuesta: «Todo conocimiento que no se pone al servicio de los demás es baldío. El conocimiento se adquiere para utilizarlo, para compartirlo, para el servicio a la vida».
Tanto la pregunta como la respuesta prendieron como una semilla en Irene y dormirían en su interior por un breve tiempo, pues eran una semilla viva y su corazón era terreno fértil. Algún día, daría su fruto. Sin embargo, en ese momento, se hizo presente la necesidad de ocuparse de forma inmediata del día a día y confiaba en que, si había tenido trabajo los últimos treinta y cuatro años, este nunca le faltaría.
La vida siempre le ofrecía alguna oportunidad, pidió favores para trabajar y hubo quienes estuvieron dispuestos a echarle una mano, siempre había tenido suerte en eso. Se sentía querida y respetada por sus amigos y conocidos, y también apoyada por ellos.
En unos días, terminaría su prestación de desempleo y, ante la preocupación de cómo iba a poner el plato de comida en su mesa, no tanto por ella sino por su hija María, que aún tenía trece años, Susi la recomendó en un invernadero de tomates. Suponía que, con su currículo, sería perfecta para trabajar en la oficina, ya que tenía experiencia con clientes, proveedores y personal y, aunque no tenía mucha experiencia en ese sector, a la persona que la recomendó, le pareció que podría realizar un buen trabajo.
Llegó a la entrevista pactada con el jefe de personal. Estaba en una reunión y no pudo atenderla más que unos pocos minutos, de pie, en el aparcamiento, al final de la reunión. Allí estaba, esperando verle a la salida. No lo conocía personalmente, pero se había ocupado de recabar información por internet y había visto su fotografía. No tenía ningún puesto de trabajo vacante en la oficina, pero se interesó por su situación —que ella, escuetamente, le describió— y, entonces, le ofreció un trabajo de campo, era todo lo que podía hacer. Irene le dio las gracias y aceptó.
A la mañana siguiente, su indumentaria era completamente diferente: dejó el impecable traje de chaqueta en el armario y se presentó con unos vaqueros, camiseta, deportivas y una mochila con agua, dos bocadillos y una buena dosis de agradecimiento. No tenía ni idea de qué le habían ofrecido, pero tendría la oportunidad de ganar un sueldo. Al fin y al cabo, era un trabajo.
Cuando el encargado la recibió, la miró de arriba abajo, no sin cierta sorpresa, y le dijo:
—Usted nunca ha trabajado en el campo, ¿verdad?
—No, señor, pero puedo aprender.
Mientras le mostraba las instalaciones y le enseñaba la forma de fichar en la máquina que estaba en el cruce de caminos de aquel lugar repleto de tomateras, volvió a mirarla con mucho respeto y le dijo:
—Usted siempre ha trabajado de oficinista, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Ha entendido a la primera la máquina de fichar y mira demasiado el cultivo, pero no se preocupe, yo la ayudaré. Cuando oiga el sonido de este silbato una vez —dijo, señalando el silbato que tenía colgado al cuello—, tiene que parar para tomar el bocadillo y, cuando lo oiga dos veces, tiene que parar para comer. Allí, a lo lejos, está el comedor.
Fueron juntos hasta el camino donde tenía que trabajar y le enseñó cómo tenía que cortar los primeros tallos de la tomatera y, luego, pasar a la siguiente planta. Cuando hubiera acabado ese camino, habría de volver por el lado opuesto y, acabados los dos lados, ir al camino siguiente después de fichar nuevamente en la máquina del centro.
—Tómelo con calma y no se preocupe, vendré a verla por si necesita algo. Siga su propio ritmo. No quiera seguir el de los demás, ellos tienen otra experiencia. Hay un ritmo propio para cada uno. Siga el suyo.
Se subió a la bicicleta y continuó la ronda por los inmensos pasillos donde se perdía la vista en el cultivo.
Le sorprendió la educación y el respeto que mostraba en el trato con todos los empleados, además de la forma agradable de tratarlos. Le sorprendió no porque no fuera lo correcto, sino porque le habían contado en más de una ocasión cómo se trataba al personal en alguna otra empresa agrícola y nunca lo hubiera imaginado. Pensaba que el trato vejatorio e insultante había acabado en países que se llamaban avanzados.
Entendió por qué esta empresa agrícola era ejemplar en toda Europa. La había investigado en internet antes de ir a la entrevista para conocerla, saber a qué se dedicaba, a que países exportaba, cuál era la política de la empresa, etc., para conseguir la máxima información y demostrar en la entrevista que sabía dónde estaba. También le habían dicho que contrataban a personas expuestas a exclusión social. Ahora, ella era candidata a esa exclusión; quizá, por ello, fue contratada.
Comenzó su trabajo dando gracias por tenerlo, contenta y cantando interiormente: «Gracias a la vida». También agradecía que las plantas estuvieran a la altura de sus brazos, así estaba segura de que podría hacer el trabajo sin problema alguno.
Cuando sonó el primer silbato, Irene ya tenía dolor en el hombro izquierdo, se resentía de una tendinitis padecida recientemente, y le dolían los dedos por tener que cortar las ramitas con cuidado de no rasgar el tallo principal, como le había advertido el encargado. Eso era lo más importante. Salió del camino teniendo mucho cuidado de recordar su número, también se lo había advertido aquel buen hombre de la bicicleta y el silbato. Era tan grande aquel lugar que sería fácil perderse; parecía un laberinto.
No hubiera sabido cómo llegar al lugar de descanso si no se hubiera internado en la marea humana que escupía los pasillos. Se mezcló entre ellos como si supiera adónde iba. Se sentó en un banco, casi todos se conocían, y atisbó a algunos compañeros que habían comenzado con ella su primer día de trabajo. Sacó un bocadillo y una botella de agua de su mochila y dio buena cuenta de ello, reponiendo fuerzas para el resto de la jornada —que terminaría a las cinco de la tarde—. Aún eran las doce del mediodía.
El hombro le molestaba lo suficiente como para empezar a preocuparse y olvidarse de seguir dando las gracias por aquel trabajo. Miraba a los compañeros y, por lo que podía observar, había personas de muchas nacionalidades, incluidos muchos españoles. En aquella zona del sur, la agricultura representaba casi la cuarta parte de la economía de la región y estaban acostumbrados a este trabajo, se los veía con buen semblante, contentos y relajados.
Al volver al trabajo tras el descanso, el encargado fue a su encuentro. Todos los pasillos y caminos le parecían iguales y, aunque recordaba el número, estaba desorientada; suerte que aquel hombre estaba atento: ese día, su camino era el once. Once era la suma de su fecha de nacimiento —el número del coraje, de la fuerza en momentos de flaqueza, de la dedicación y del compromiso, el número de las personas que buscan su propio perfeccionamiento interior y se entregan sin reservas al servicio de sus semejantes, los nacidos con este número de vida tienen que enfrentarse a numerosos desafíos—. Ese día, su camino no era fácil y coincidía con el número de su camino de vida.
Miró la labor que estaba haciendo y le recomendó nuevamente tener mayor cuidado, era muy importante para la planta mantener intacto su tallo principal.
Notaba que, cada vez, iba más despacio, mientras que los demás compañeros, sin embargo, parecía que volaban. ¡Qué habilidad! Observándolos, se preguntaba si sería capaz algún día de hacer lo mismo. Antes de haber recorrido un cuarto de camino, ellos habían recorrido el camino entero. Se fijó en un compañero africano para el que también era su primer día allí, aunque, evidentemente, no en el campo, y vio que el encargado llegaba con su bicicleta para mirar el trabajo que estaba haciendo. De nuevo, se sorprendió con agrado por el trato amable y delicado de ese hombre para con aquel otro hombre africano, un trato de hombre a hombre, desde el respeto y el reconocimiento, de igual a igual.
Cuando acabó, se acercó otra vez a ella. Debía de tener el rostro compungido por el dolor del hombro, pues le preguntó cómo se encontraba y ella le habló de su dolor. Entonces, la animó a que se lo tomara con calma, solo era el primer día y, poco a poco, iría acostumbrándose. Volvió a repetir:
—Yo la ayudaré.