Irene vuelve a casa. Trinidad Herrero Sánchez

Irene vuelve a casa - Trinidad Herrero Sánchez


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      Irene experimentaba que el agradecimiento es el hilo conductor hacia una vida feliz y plena, hacia el amor incondicional, hacia la unidad con todo lo que existe y todo lo que es. No podía recordar un solo instante en el que, mientras estuviese sintiendo agradecimiento, le hubiese faltado algo o hubiese tenido carencia de algo material o emocional. Porque, cuando se sentía agradecida, se sentía completa.

      De la misma forma, cuando una persona acepta y ama a los padres tal como han sido y toma la vida de ellos tal como se la han dado, se siente completa y puede tomar de la vida todo lo que esta tiene para darle.

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      El agradecimiento te conecta con una amplia esfera de posibilidades, donde los milagros se suceden.

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      Había algo esencial en Alma: su sonrisa, que, junto con su enorme corazón y sensibilidad, hacían de ella una mujer tan bella por dentro como por fuera. A pesar de estar lejos, la sentía cerca; quizá le hubiera hecho falta su presencia en algunas ocasiones, pero Alma nunca pedía nada. Irene, a pesar de la distancia, seguía la vida de su hija con interés, estaba atenta a lo que le acontecía y sabía esas cosas que saben las madres, simplemente, por ser madres. La amaba profundamente.

      Procurando no interferir si no se lo pedía, observaba su buen hacer, su sentido común y cómo resolvía sus cuestiones con diligencia y madurez. Si veía dudas en ella, creaba el ambiente propicio para que Alma pudiera expresarse y, si no decía nada, se limitaba a callar y observar; había aprendido que los consejos no pedidos casi nunca resultan bien recibidos. Y su hija sabía que podía pedirle opinión siempre, aunque también que iba a decirle lo que pensaba, no lo que ella quisiera oír. Y a veces, coincidía y, a veces, no.

      Había observado en los últimos años que sus movimientos tenían un efecto inmediato en su hija, un paso suyo era un paso de Alma. Aunque ambas no hubieran hablado de asuntos personales que le fueran propios, y no quería ni era bueno mezclar a sus hijas en ellos, comprobó la prontitud con que su hija daba un giro hacia un mayor bienestar en su vida casi inmediatamente después de que ella hubiera abandonado una actitud que le producía malestar o sufrimiento. La información parecía estar en el aire y llegar allí donde era necesaria. Así son los campos de información, la información se transmite por resonancia.

      No había sido fácil para Alma el divorcio de sus padres en la adolescencia, el cambio de ciudad, de amistades, de escuela. A veces, se sintió culpable, esto era injustificado, incluso había llegado a preguntarle si ella había sido la causa de su separación. Esta pregunta causó sorpresa a Irene. Simplemente, le dijo que los hijos nunca separan a los padres, al contrario, los hijos unen a los padres. Ambos tienen que ser sensatos y no utilizarlos en el proceso de separación para hacerse daño mutuamente. Ella, como ningún otro hijo, no era culpable de lo que les había ocurrido; eso era un asunto suyo como adultos, como pareja, y no como padres de sus hijas.

      Los hijos son un vínculo indisoluble entre los padres. Pueden dejar de ser pareja, pero jamás dejarán de ser padres y, como tales, deben ocuparse del bienestar de sus hijos.

      Al mirar a sus hijas, sentía que, en ellas, seguía amando a su padre, porque podía ver lo que tenían de él y le parecían hermosas. Amaba todo en ellas, absolutamente todo, y eso solo era posible amando la parte que tenían de ella y también la parte que tenían de su padre. Eran el mayor regalo que un hombre le había dado. Le estaba muy agradecida, no solo por sus hijas, sino, antes que por ellas, por los años de amor compartidos como pareja, que habían sido muchos. Se habían conocido muy jóvenes y habían crecido juntos.

      Cuando hay conflictos, separaciones, divorcios, situaciones dolorosas en las relaciones de pareja, sea cual sea la causa, los hijos quedan expuestos a la rabia de los padres, al dolor, a la queja de una parte hacia la otra, a las faltas de respeto, al maltrato de uno hacia el otro y, a veces, cuando el que parece más débil no puede devolver el maltrato recibido, lo vuelca contra los hijos, que son más vulnerables. Otras veces, se los convierte en oyentes de los reproches, tienen que escuchar lo que el padre o la madre, a juicio del otro, han hecho mal en la relación y se los involucra de forma nefasta hasta llevarlos a ser jueces y parte.

      Esto produce un enorme dolor en los hijos, que, unido al propio dolor de ver a los padres separados, de ver su familia quebrada, de perder el sostén de sus mayores en algunas ocasiones, se ven comprometidos en circunstancias que tendrían que serles ajenas, como tener que elegir entre uno de los padres cuando, no en muchas ocasiones, se les niega abierta o veladamente el derecho de amar a uno de ellos por parte del otro.

      Esto divide al hijo, porque su amor es completo hacia los dos. En su corazón, no puede separarlos y, en su corazón, anhela ser amado también por los dos. Teme perder el amor de aquel con el que no está al mismo tiempo que teme perder el amor de aquel con el que se queda si no toma partido contra el otro.

      Los padres que se muestran respeto aun en sus conflictos están mostrando respeto a sus hijos y al amor que los unió. Los adultos deberíamos comprender que los hijos no se divorcian, que solo la pareja se divorcia, y los hijos siguen perteneciendo siempre a los dos, con sus derechos y sus deberes. Así sucede también con la familia de ambos, que pueden ser el sostén que necesiten mientras los padres se ocupan de resolver sus asuntos.

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      Cuando miras a tus hijos, míralos bien. Ellos tienen la mitad de la madre y la mitad del padre. Cuando, en ellos, ves la parte que tienen tuya y te gusta y miras la parte que tienen del otro y la rechazas, no estás amando a tus hijos, ni siquiera puedes amarlos la mitad, porque no puedes amar a tu hijo dividido. Tu hijo es completo y, solo de esta manera, puede ser amado. Rechazar la parte que tienen del otro es rechazarlos a ellos. Rechazar igualmente la parte que tienen tuya y que no aceptas en ti es rechazarlos de la misma forma.

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      Irene estaba recibiendo un regalo hermoso: la dulzura, la paz y la serenidad que su madre mostraba ante su enfermedad. Había perdido la capacidad de recordar —la mayoría de las veces, ya no la reconocía como hija—, pero lo cierto era que no había olvidado que la amaba y que amaba a sus nietas y a toda su familia; podía cambiarles los nombres, podía no saber si era hija, hermana o nieta, pero sabía siempre quién pertenecía a la familia y el sentimiento que los unía. Mientras conservó la capacidad de hablar, las miraba con una sonrisa y decía:

      —Tú eres mía.

      Cuando alguna otra persona ajena a la familia le preguntaba, respondía:

      —A ti te quiero, pero no eres mía.

      En lo más profundo de nosotros, reconocemos la pertenencia como un derecho propio. En ese «Tú eres mía», estaba diciendo «Tú perteneces». Irene se emocionaba al oírlo.

      No faltaron tampoco, en estos últimos años, momentos dolorosos. Su madre había sido consciente de la enfermedad y eso se traducía en cortos, pero frecuentes periodos de mucha tristeza; podía expresar lo que estaba pasándole, su inseguridad, su falta de recuerdos, y, al mismo tiempo, podía ponerse a llorar sin saber por qué. Consciente por momentos de su dificultad, se sentía una carga y expresaba constante agradecimiento a sus hijos. Fue consciente de su proceso hasta ese mismo momento; aunque ya no hablaba, a veces, sus ojos decían muchas cosas y asentía con la cabeza y con gestos de forma muy coherente. Quizá fuese siempre consciente de su proceso, aunque fuera por momentos. ¿Cómo podíamos saber qué parte en ella lo era y qué parte no?

      A Irene le faltaron las fuerzas, las ganas y la alegría en muchas ocasiones. El cuidado de sus padres, a veces, supuso para ella una carga insoportable, difícil de llevar, y pensó que la vida no era justa ni para ellos ni para ella; pero, en definitiva, eso es lo que había, no fue una situación impuesta, en parte, había sido elegida y, en todo caso, era la situación a la que había que hacer frente. «Es lo que es, todo está bien.» Esto la tranquilizaba.

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