No olvido, recuerdo. Manuel Moreno Castañeda
tenían que aportar dinero, además, deseaban tenerme a su lado, ya que era la edad difícil del adolescente. Un día, el rector, doctor Luis Farah Mata, me habló a mi casa para decirme que había buenas noticias, que se iba formar aquí una buena escuela de arquitectura, que si me interesaba participar porque el proyecto lo tenía un caballero que tenía fama de ser un muy buen católico. El rector temía que también fuera fanático y me estaba nombrando a mí como representante alumno junto con José Guadalupe Zuno como representante profesor para revisar, con el arquitecto Díaz Morales, su proyecto. Nos gustó mucho, estaba totalmente carente de amañamiento ideológico, o sea, era laico. Entonces, echamos a andar la Escuela de Arquitectura con un proyecto muy bonito de Díaz Morales, basado en la Escuela de Arquitectura de la UNAM, que fue nuestra madrina. Eso sucedió en 1948, cuando yo estaba terminando la preparatoria, de modo que de inmediato estudiamos el proyecto como un mes y lo autorizamos el licenciado Zuno y yo.
La escuela nació el 2 de noviembre de 1948 y yo fui de la primera generación. Hubo treinta solicitantes, luego fueron quince, porque los demás se salieron por lo difícil de los estudios. De los quince que quedamos, seis años después nos recibimos sólo tres, llegamos cinco limpios al último año, pero nos recibimos tres: uno era Gabriel Chávez de la Mora, que actualmente es un excelente diseñador, se volvió monje y ha construido muchos templos, auditorios; el otro era Enrique Navarrete y yo, que fuimos los primeros en recibirnos, en 1955. Tardamos siete años en salir.
¿Así que fue partícipe de la elaboración y creación de la carrera de Arquitectura y después fue alumno?
Fue un tanto circunstancial, también la gente le puede llamar providencial. Tuve la buena suerte de participar dinámicamente en el proceso y aprovechar el fruto de ese esfuerzo en mi formación como arquitecto.
¿En ese entonces cómo veía a la Universidad?
Desde que entré a la preparatoria me sentí muy universitario. Como le dije, por mis notas, me nombraron representante alumno, de modo que fui universitario desde un principio, cuando cursaba la preparatoria.
Después de haberse titulado, ¿fue director de la Escuela de Arquitectura?
Me dediqué mucho a mi carrera, pero nunca dejé la escuela, a la que traté de servir como profesor de dos o tres materias: geometría descriptiva, teoría de la arquitectura e historia de la arquitectura. El entonces director, Ignacio Díaz Morales, me nombró profesor en esas cátedras. Después de él hubo dos directores más; con el tercero, Salvador de Alba Martín, hubo un problema y tuve que entrar como relevo contra mi voluntad porque yo estimaba mucho a Díaz Morales, en contra de quien iba el movimiento. Él era sumamente perfeccionista, entonces se dificultaba mucho la recepción, hubo un momento en que se juntaron como cien pasantes que no se titulaban. La Universidad hizo un cambio y apoyó a los estudiantes agraviados. Me correspondió ser el director, pero él seguía manejando la escuela, como el poder tras del trono. Estaba tan enamorado de ella que dominaba a los directores. En mí no ejercía ese dominio, aunque seguimos siendo buenos amigos g_ hasta el último día de su vida.
A Ignacio Díaz Morales lo considero mi segundo padre. Me enseñó mucho la parte espiritual de la vida y a trabajar lo más limpiamente posible como arquitecto. Le guardo una grata memoria. Trajo siete profesores de Europa. Cuando yo estaba en el segundo año de arquitectura ya trabajaban con nosotros cinco profesores europeos, entre alemanes, italianos y franceses. Él dejó a un lado la profesión en la que ganaba bien para dedicarse de lleno a la arquitectura; es el personaje al que más le debemos. Me gustaría que la Universidad lo nombrara Doctor Honoris Causa post mortem y voy a hacer el intento al respecto.
En la licenciatura, ¿qué cosas descubrió, cómo se fue enamorando de su profesión?
Desde la teoría de la arquitectura... En realidad, en Estados Unidos y en Inglaterra se encuentran las pocas universidades que imparten esa materia, le llaman de plano filosofía de la arquitectura. Eso explica todo: es el pensamiento profundo de la raíz de la arquitectura, su esencia y su futuro. Ésa era la materia que más me gustaba. Las otras eran geometría descriptiva, en la que muchos sufrían, y estructuras.
¿Había alguna que le costara trabajo?
Le confieso que diseño, la esencial en arquitectura. Nunca he sido un diseñador de primera, pero al mismo tiempo gozo diseñando porque en el diseño concurren tanto filosofía, geometría, proyección y todas las instalaciones y las estructuras, todo eso es un mundo. Estoy muy enamorado de mi profesión y creo que Dios me ayudó a orientarme bien en lo que más me gusta en mi vida.
¿Cuál era la tendencia en la arquitectura cuando usted estaba estudiando?
Como todavía se estaba viviendo el reflejo de una reacción sembrada allá por los años treinta contra el academicismo, entonces nació una escuela de diseño que se llamó el Bauhaus, en Alemania. Mi director, Nacho Morales, era un seguidor de esa doctrina, a la que también se le llamó funcionalismo, en la cual la obra debe expresar lo que en realidad está ocurriendo adentro. Por ejemplo, que una casa no parezca templo, que un templo no parezca gasolinera y que una gasolinera no parezca templo, sino que exprese la función que está albergando. Ésa era la tendencia.
Una vez que se graduó, ¿en qué se desempeñó?
En primer lugar, diseñé muchas viviendas, incluyendo viviendas populares. Eso me ligó mucho al urbanismo. Obviamente, el urbanismo es mi segunda pasión, llegué a tomar cursos de urbanismo. Cursé una maestría en Diseño urbano y ha seguido siendo mi disciplina colateral a arquitectura, la que más he disfrutado y en la que he tratado de servirle a mi país, con encargos incluso federales, ya que fui secretario técnico del Instituto Nacional para el Desarrollo de la Comunidad, al que se le encomendó el urbanismo de todo el país. Ahí trabajé durante cuatro años en la Ciudad de México. Además, he participado en varios asuntos de urbanismo tanto en el sector público como en el privado, que es el que más trabajo nos cuesta por la codicia que siempre hay de usufructuar del poco suelo y obtener el mayor beneficio. Son las constructoras y las inmobiliarias las que obtienen gran provecho del poco terreno y destruyen el equilibrio ecológico y urbano.
¿Era académico en la Universidad y fue director de la Escuela de Artes Plásticas?
Estuve cuarenta y dos años como académico. Lo de Artes Plásticas fue accidental, porque en un momento de problemas magisteriales y del alumnado me llamó el rector (creo que Guillermo Ramírez Valadez) para que fungiera ahí y metiera orden. Puse demasiado orden al grado de que a mí tampoco me quisieron, me salí pronto, estuve nada más año y medio ahí.
¿Veía algunas diferencias cuando usted era estudiante?
Cuando fui director comprendí que la arquitectura había avanzado. Por el inglés, que yo dominaba, conseguí una beca para ir a Estados Unidos durante tres meses a visitar centros de enseñanza de arquitectura y urbanismo. De ahí me traje algunas ideas y cambié el plan de estudios. Lo hice muy técnico porque se había abandonado la parte tecnológica y sobreabundado la artística. Traté de equilibrar y creo que sí lo logré. Después vino otro director que mejoró aún más el plan, el arquitecto Serapio Pérez Loza, que perfeccionó lo que yo le dejé. Después hubo más cambios, aunque siempre estuve como docente o técnico en algunas funciones, por ejemplo, en becas. El director en turno me llamaba a colaborar.
¿Qué siente ahora por la Universidad de Guadalajara?
Es mi Alma Mater, mi segunda madre. Así como Díaz Morales es mi segundo padre, la Universidad entera es mi segunda madre. La Universidad de Guadalajara me llena de orgullo, de recuerdos y de emoción.
Cuando lo nombraron representante en la preparatoria, ¿cuáles eran sus actividades?
Me nombraron integrante de la Comisión de Educación. Ahí pude opinar cuando era medio adolescente, tenía dieciocho o diecinueve años. Opinaba sobre lo que se estaba manejando en el Consejo. Ahí me hice muy amigo de don Guadalupe Zuno, de un descendiente de Enrique Díaz de León, ya un personaje histórico, y también de Constancio Hernández, todos ellos ya grandes; los admiraba