No olvido, recuerdo. Manuel Moreno Castañeda
fija uno, y yo me he fijado en eso. Pasó el tiempo, pero ya quedó esa impresión. Hay alumnos que saben valorar y aprovechar el tiempo. Yo conocí profesores en la facultad y ahora no sé cómo sean, pero los que yo conocí me hicieron bien.
¿Usted tomó como ejemplo a algún maestro para ser el profesor que quería ser?
El maestro Santiago Camarena, en una de sus clases, siempre nos decía: «No hay mejor escuela que la vida misma», y siempre lo repetía. Yo al principio decía: «Bueno, eso es cosa de él»; después le pregunté a Alberto Orozco Romero, y me dijo que así era.
¿Usted dominaba el idioma inglés?
Cuando yo estudiaba en la preparatoria 1, el Instituto Cultural México-Americano estaba otorgando becas y malamente a mí me tocó una. Después estuve en Proulex dando clases y me afinaron el oído para que me hablaran en inglés. Tengo diecinueve años de profesor.
¿Qué es lo que más disfruta de ser docente?
La disparidad entre las personas. Me gusta estudiar el carácter de las personas, lo que hacen. Repito, los pequeños detalles hablan mucho. Como docente, hay muchos detalles en mis alumnos.
¿Cuál fue su experiencia cuando ocupó cargos públicos en los años setenta?
Lo sintetizaría en el lema de la Universidad de Guadalajara, muy bueno, por cierto: «Piensa y trabaja». Yo he trabajado mucho, ayuda a salir a flote y a ver las cosas en su justa dimensión.
Mucha gente dice que conoce a sus mejores amigos en la Universidad.
Sobre eso, yo soy muy selectivo, pero sí, mis amigos, los que tuve, los conocí en la Universidad de Guadalajara, en la preparatoria 1, y actualmente los compañeros docentes.
¿Algo más que le gustaría añadir?
En una ocasión asistí a una ceremonia en el Paraninfo y uno de los oradores dijo la siguiente frase: «Los alumnos son tan numerosos como las estrellas del cielo o las arenas en el mar»; es una cita parabólica, pero la hice mía.
Luis Benjamín Flores Isaac
Estudió dibujo comercial en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara. Obtuvo el grado de maestro en la Escuela Normal de Jalisco; cursó la maestría en Tecnologías del Aprendizaje en el Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas. Fue uno de los fundadores del Ballet Folclórico de la Universidad. Actualmente se desempeña como docente en el Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño y en la Preparatoria 7.
Soy orgulloso tapatío. Nací en el barrio de la Purísima Concepción, donde ahora se instala el tianguis de la avenida Obregón, frente al Cuartel Colorado. Mi primer contacto con la Universidad de Guadalajara fue en la preparatoria número 2 y después fui a estudiar dibujo a la Escuela de Artes Plásticas.
En esa escuela una de mis compañeras se salía a cada rato, a las siete agarraba sus cosas y se iba: «¡Quiubo, a dónde vas, Pato!» «A ensayar», nos contestaba. En la parte baja se oía ruido. Cuando bajé con mis compañeros a «echarle carrilla» a Pato nos dimos cuenta de que había carencia de personal masculino en el grupo en el que ella bailaba. Cuando supimos que acababan de regresar de una gira en Los Ángeles pensamos que a lo mejor ahí estaba la oportunidad de salir a viajar, conocer y aprender... así que nos hicimos el ánimo de entrar al grupo.
¿Qué era lo que bailaban?
En aquel entonces, era muy curioso porque estaba dividido por regiones conforme a los estratos de poder. Era baile folclórico, pero teníamos que empezar bailando Michoacán y Jalisco, y sólo los muy duchos llegaban a Veracruz y Tamaulipas. Se bailaba con todos los cánones del baile folclórico; por ejemplo, en Tamaulipas se tenía que bailar a contratiempo forzoso porque así lo marcan las reglas de la danza folclórica. Era un estatus muy interesante.
Entre mis primeros recuerdos está el campeonato nacional que ganó el grupo. Bellas Artes lanzó una convocatoria por zonas y nosotros ganamos la zona occidente, en donde participaban grupos de Michoacán, Colima, Jalisco y Nayarit. En seguida, nos mandaron al Distrito Federal a competir, incluso con grupos de danza clásica, pues no todo era folclor. Nos presentamos en el Teatro del Bosque, sede del concurso, y también nos trajimos el primer lugar. Resultó muy interesante el desarrollo del grupo. En 1969 nos fuimos al Festival de Viña del Mar, en Chile, en el cual se presentan hoy los grandes artistas en la Quinta Vergara. En ese escenario estuvimos, claro que fue de las primeras versiones del festival.
¿Por qué decidió entrar al grupo, le gustaba el baile folclórico? ¿Era el ballet folclórico de la Universidad de Guadalajara?
No, no, todavía no. Uno de mis compañeros era el vicepresidente de la Sociedad de Alumnos y nos dijo: «¡Métanse, no sean coyones, al cabo que no se les cae la mano!» Entonces volteó con Ramón Orones y le dijo: «¡Oye, aquí hay unos que quieren entrarle!» Él le respondió: «¡Vénganse, para algo han de servir!» Nos agarró a coscorrones y ahí fue cuando yo empecé a mover los pies. Nunca había participado en un baile. En la primaria y la secundaria había estado en escuelas exclusivas para hombres, no teníamos contacto con mujeres para nada. Por eso éramos medio reservados, retirados. Ahí, de repente, ¡zaz!
Me encontré con una señorona del folclor jalisciense: Guadalupe Vargas, la Gata, le decíamos. Era una señora con unos calzonzotes: «¡Acérquese, no sea coyón!» Nos hacía que entráramos. Antes bailábamos con nuestra pareja y nos divertíamos con ella. Claro, la danza ha evolucionado y ha cambiado, ahora bailan para el público y quítate porque me tapas. Allá no era más que el convivir y gozar el baile. En los primeros bailes no nos preocupábamos por las coreografías: que la línea, que vete para allá, eso no. Entonces era: tú baila con ella, diviértete con ella. El maestro Emilio Pulido nos decía: «Mira, si tú te vas a divertir bailando con ella, la gente que te vea se va a divertir». Era muy padre porque se dio una comunicación con la gente, eso fue lo que me animó a entrar.
Otra de las razones por las cuales me uní al grupo fue el hecho de que salían de gira. Nosotros también queríamos salir, aunque fuera a Hostotipaquillo. Se llamaba Grupo de Bailes y Danzas Regionales de la Escuela de Artes Plásticas. Después de que ganamos el primer concurso de la zona occidente, la Universidad nos prestó un camión que tenía el nombre de la Universidad. Nos permitieron colgarle una manta a los lados que decía «Grupo de la Universidad de Guadalajara». Fue la primera vez que, por presencia, nos pusimos así. Al regresar nos recibió el rector, Ignacio Maciel Salcedo, y nos dijo: «Muchachos, lo que quieran», y empezamos: queremos salón, tocadiscos, un salón con duela. De este modo comenzó a fluir el apoyo de la Universidad, y fue tremendo, ya que se dio en toda esa etapa. A Viña del Mar fuimos ya como Grupo de la Universidad de Guadalajara. Eso le dio auge al grupo.
En 1968 se celebraron las Olimpiadas en México y la bandera olímpica se guardó durante cuatro años en la Ciudad de México en el Palacio federal. En 1972 había que cederla al país que las organizaría en ese año. Por costumbre, es entregada por cadetes, soldados y mandos militares. En ese entonces era presidente Luis Echeverría, cuya esposa, María Esther Zuno, hija del fundador de la Universidad de Guadalajara y jalisciense, no aceptó y propuso que la portaran personas vestidas de manera folclórica. Lanzó una convocatoria para ver qué grupo tenía mejor presencia. Nos pagaron el viaje a muchos grupos y la exhibición fue en el teatro Jiménez Rueda, de la Ciudad de México. Después de que nos presentamos nosotros, todos los demás grupos nos dijeron que teníamos unas tablas tremendas y mucha experiencia. La señora Zuno, cuando nos vio, preguntó de dónde éramos. Al escuchar que de la Universidad de Guadalajara se le abrieron los ojos y exclamó: «¿De dónde?» Así fue como nos eligieron para entregar la bandera, lo cual fue una gran experiencia.
¿Recuerda