No olvido, recuerdo. Manuel Moreno Castañeda
que no estaban solicitando trabajadores sociales. Muy segura de mí le respondí: «No, no estoy necesitando trabajo, yo quiero dar clases, formar alumnos a través de la descripción de lo que hace el trabajador social». En mi memoria de estudiante siempre me interesé en que mis maestros, en esa cotidianidad ejercida en el universo del aula, me dijeran que, como alumna que más encerraba el ser trabajador social, ahora yo estaba en condiciones de hacerlo, había decidido abrazar la profesión de trabajo social y, además, atesoraba la poca experiencia que fui capitalizando al quedarme trabajando en prácticas en los dos últimos ciclos escolares.
Más tarde habría de aceptar los retos de un servicio en la administración pública, y cuando menciono retos viene a mi mente la llegada a la Policía de Guadalajara como única mujer de funcionarios de esta dirección. Recuerdo que frente al director, hombre de figura y corazón fuerte, dije con voz suave, pero firme: «Quiero decirle que, de quedarme en Prevención Social, yo no me presto a ninguna irregularidad». Con tono pausado, disimulando tal vez su asombro, me respondió: «Tenga la seguridad de que nunca voy a pedirle algo así», y de este modo transcurrieron tres años de intenso y gratificante apoyo del señor director.
Elegí y amo esta profesión, también la práctica del trabajo social jurídico, que fue en lo que me desempeñé. Ésta es un área apasionante y difícil, la mayoría de las ocasiones muy cerca del dolor humano de quienes viven privados de su libertad, cuántos momentos tristes y cuántas satisfacciones, algunas están y seguirán conmigo. Lo positivo y lo no agradable me confirmaron que mi elección en la vida fue acertada.
Una experiencia significativa en otro campo de trabajo la tuve en la Penitenciaría de Oblatos, que tenía una sección que daba hacia la calle Josefa Ortiz de Domínguez. Esa sección era para mujeres, era un pasillo largo, muy largo, en donde había máquinas industriales, porque una buena forma de sobrevivir para las internas era llevando maquilas del exterior para que ellas trabajaran con un pago muy bajo y mucho trabajo. Se trataba de guantes gruesos industriales. Había dos dormitorios para procesadas y sentenciadas, eso era todo, además de un patio muy grande, un restaurante al extremo, un área acondicionada para visita íntima, pero que propiamente era el dormitorio de las custodias —les llamaban celadoras en ese entonces; mucho de la terminología ha cambiado en la actualidad.
Debió de ser a principios de 1980 cuando se suscitó un motín en la femenil. Esto obedeció al cambio de directores; la directora que estaba en funciones era una persona que actuaba con una serie de irregularidades y éstas se reflejaban en toda la institución: había una clara separación de quienes tenían determinado poder de adquisición y quienes absolutamente no tenían nada. De quienes no tenían nada, sus expedientes estaban sin duda guardados o había poca disposición en informarles y avisarles sobre sus asuntos jurídicos, muchas de ellas carecían de abogado, aun si estaba asignado por ley.
Recuerdo que... ahora que digo la palabra recuerdo, esto va ser muy recurrente, y alguna vez se los dije en clase a los alumnos: recuerdo es volver a tocar el corazón: «Si más de una vez ven que hago eso, pues entiendan que los años han pasado y probablemente a gente de mi edad nos es significativo volver a regresar al corazón».
Recuerdo que llegamos un equipo de trabajo social, tres personas, dos compañeras y yo. Entonces, cerca de sesenta personas o menos, hicimos el cambio de Oblatos a la nueva prisión de Puente Grande, al Centro de Readaptación Social, como se le llamaba. Debieron ser unas cuarenta y tantas personas con una división marcada muy claramente. Unas cinco internas, junto con la directora, tenían el poder y eso era muy evidente. Cuando sucedió el motín se vio la necesidad de intervenir y cambiar de directora; claro que esto provocó la inconformidad de las internas, porque las que tenían mayor posibilidad y privilegios iban a dejar de tenerlos.
Al anuncio del cambio de directora, en la noche, supongo que trabajaron en hacer mantas, hicieron una cantidad de cosas. Al amanecer estaba tomado el lugar, tan pequeño, e impedían algún cambio. Ya estaban las autoridades del llamado Descopres, lo que era el Departamento de Servicios Coordinados de Prevención y Readaptación Social. Las gentes del femenil impidieron esto y fue una situación muy difícil, la autoridad no pudo entrar, no hubo manera de dialogar, sólo mantas y agitación en general. Traían palos de escoba, una de ellas estaba al teléfono hablando al programa Chimeli Informa y daba toda la crónica de lo que pasaba. Era una interna, esposa de un exintegrante de la Liga 23 de Septiembre, una mujer pensante, quizá muy diferente a todas las demás internas, porque siempre estaba observando, reflexionando. Alguna vez le vi un librito que decía Comunismo científico. Yo no sabía qué era. Entonces busqué el libro y lo conseguí; me puse a leerlo y dije: «¿Qué ve la interna, qué sabe ella que yo no tengo ni idea de lo que está haciendo y trabajando?»
Durante ese motín yo ya estaba en la docencia, y casi a la par se dio mi entrada al sistema penitenciario. Antes tuve otros trabajos como profesional del trabajo social y ahora estaba como docente y profesional. Mis clases eran de siete a nueve en Belenes, muy temprano, pero muy rico, fresco, había manera de estacionarse muy fácilmente. Impartía Metodología de la investigación y técnica de la entrevista; me decían: «¡Maestra, se va ir a trabajar a la cárcel!», y les contestaba: «Sí, ya me voy a la cárcel a trabajar». Donde ahora es el CUCEA, antes era nuestro, todo. Debió quedar una pintura sobre el trabajo social, un mural que hizo un compañero alumno en la sala de maestros.
Volviendo al motín, las autoridades decidieron que tenían que entrar y tomar el control de la institución. Nos citaron a todos en la Dirección de Seguridad Pública Municipal (no recuerdo cómo se llamaba); ahí estuvimos con el director general, un hombre de apellido Santamarina, quien, muy decidido, dijo que se iba a entrar con armas y gases a someter a las internas. Esto me dio mucho susto; me imaginé a las internas con quienes yo ya había tenido trato, y estaba muy cerca de ellas. Conocía perfectamente a las cuarenta y tantas, sus asuntos de familia y su composición familiar. Yo estaba en el equipo del licenciado Sánchez Galindo, que había venido de México para reestructurar el sistema, con el antecedente del 77 de los motines de varones en Oblatos, que dejaron una huella de sangre difícil de superar por las autoridades, ya que fue una cuestión muy seria, incluso se conoció en el plano internacional.
Me atreví a enfrentar a las autoridades. No lo pensé y les dije que había niños, que había internas que tenían sus niños, algunos recién nacidos, que no era posible entrar con gases, que si no había otra manera. Sánchez Galindo me dirigió su mirada como preguntando ¿Usted quién es? Yo no era directiva, era jefa del trabajo social del área, y bueno, aceptó. Entraron en la madrugada, nos comunicaron que debíamos estar listas. Un vehículo pasó por nosotras alrededor de las dos de la mañana y, cuando llegamos, estaban todos reunidos, cuerpos policiacos algunos de ellos, después lo supe por las internas —ahora son policías investigadores, antes agentes judiciales—, estaban de civiles, cuestión que no impidió que algunas internas los reconocieran como gente que las había torturado, me lo dijeron: «Cuando vi entrar a fulano de tal y me interrogó esto y esto me pasó o esto me hizo». Situaciones muy serias, muy salvajes; nosotros estuvimos ahí listas con la bata blanca que nos dijeron que debíamos usar.
Entraron primero los antimotines, no con gases, aunque sí traían macanas o toletes. En todo el perímetro de la institución había agentes, policías o investigadores, no sabría. Recuerdo haber volteado al techo y estaban todos rodeando y otros más que entramos por la puerta. Cuando llegamos, nos sorprendimos de ver a la directora durmiendo, pues antes no había una habitación como ahora, creo que estaba en el área de sentenciados en el dormitorio, un salón grande con literas de madera. Las personas mayores utilizaban la parte de abajo y las más jóvenes la de arriba. No tenía nada en especial, las condiciones eran las mismas: una serie de literas.
Entramos el equipo técnico, vestido con bata blanca. Las internas estaban en el patio y las hicieron salir del dormitorio, algunas se cubrieron con cobijas, otras abrazaban a sus niños, porque para nada que los dejaron, los levantaron igual que a ellas. Cuando entramos una de ellas nos miró y le dijo a la compañera: «No nos va a pasar nada, ya llegaron las trabajadoras sociales». A mí esas palabras me llenaron mucho: qué pensaban que les iba a pasar, aunque no hubiéramos