No olvido, recuerdo. Manuel Moreno Castañeda
sus papeles. Recuerdo que en una ocasión una de ellas estaba sentada en la banqueta y le preguntamos: «¿Qué estás haciendo aquí?» Nos respondió: «Es que tuve miedo, a dónde me voy a ir». Se suponía que se iba a ir con una madrina, y que la investigación ya estaba hecha para que ella llegara con la madrina. Nos dijo que no pudo irse ni tomar el camión, por eso se regresó. Entonces buscamos a alguien para que la acompañara; eran las seis de la tarde, sólo así se atrevió.
Les decía yo a mis alumnos que si un hombre llega a prisión, las cosas cambian en su casa, por supuesto. Hay desintegración o se acentúa la que ya había, pero si una mujer ingresa a prisión se fragmenta todo, se acaba todo, absolutamente todo. No es posible entender o suponer que sigue una cohesión cuando la mujer es encarcelada; primero, es más reprobada socialmente, señalada, abandonada, marginada y pierde a la pareja.
Eso sí, por experiencia, alguna vez le decía a los alumnos que una fuente de las hipótesis es la experiencia: si yo les digo que si el hombre entra a prisión, la mujer sigue y lo apoya, y si la mujer entra a prisión, el hombre abandona, ¿es una hipótesis? Decían que sí y era muy clara para entender, porque la experiencia me ha dicho que cuando ella llega, los que siguen son los hijos, algunos, y los padres por lo general abandonan. Muchas de ellas están absolutamente solas; el hombre, su pareja, no espera, no sé si porque la carga social sea mucha.
También tuvimos que hacer el rescate de algunas de las parejas, pero hasta de nombre y trabajo se cambiaban, o eran cubiertos por la complicidad de los trabajadores de los compañeros. Por ejemplo, en un taller aseguraban: «No, no, ya no trabaja aquí. Qué pena, usted viene de Puente Grande». Después fuimos un poco más listas, pues dejábamos el vehículo y caminábamos sin darles tiempo de que le avisaran: «¡Oye, ahí vienen!» o «¡Escóndete!» Entonces nos aseguraban que sí irían, pero no cumplían. Después tomaban más precauciones y no los volvíamos a localizar. En cambio, vemos a mujeres en el crucero con bolsas de comida, unas embarazadas, otras con un chiquito en brazos y otro caminando. Ellas van, no hay restricción ni limitación, la mujer da de manera completa, pero el hombre no es recíproco.
Pasó el tiempo y seguí en la sección femenil. Cuando decidí separarme pedí licencia, pero me dijeron que no era posible. ¿Por qué mi separación? Contesto a esta pregunta en un capítulo de mi tesis de maestría cuyo tema de estudio fue Oblatos, en particular los testimonios que dejaron los internos varones en las paredes de Oblatos. En el caso de las mujeres, ni en los baños vi graffiti ni dibujos ni obscenidades, eran limpias. También conocí los baños y las regaderas de Puente Grande en el área de mujeres y había mayor control que en la de los varones.
Muchas veces les comenté a mis alumnos sobre la salud mental de los internos y las internas. Nosotros trabajamos muy cerca del dolor y a veces nos contaminamos, es duro. En una ocasión platiqué con una joven que estaba en Puente Grande y me dijo que una persona estaba enferma y que le faltaban todavía tres años para jubilarse, tenía veintitantos años en el sistema penitenciario. Les explicaba a mis alumnos la importancia de la salud mental de quienes trabajamos con personas y con el dolor.
Después de la muerte, la pérdida de la libertad debe ser el dolor más grande y, en ocasiones, ese dolor se vive como yo lo vivía, con la familia, con las internas, para entender sus reclamos. Recuerdo una de sus frases: «Ya les pagué [su condena], ya tengo tanto tiempo aquí», pero había asuntos muy serios que no gozaban del beneficio de la ley. Así llegué a hacer mío el dolor de la familia por las escenas que presencié más de una vez.
Durante un tiempo ocupé la subdirección interina pues me pidieron que apoyara en esa área. Llegaba el martes, con mis cambios de ropa, y salía hasta el sábado, ahí me quedaba a dormir (claro que hay dormitorio). Atendía de quince a dieciséis audiencias en Puente Grande, que tiene grandes dimensiones comparado con Oblatos. Hubo un momento en que yo me contaminé o no sé qué pasó, y me enfermé del dolor de las familias.
No pude ya con esas despedidas de los hijos con las internas, sentí que había perdido la objetividad y que necesitaba terapia, pero tuve pena o temor de decirlo: «Ya no puedo con esto». Por la ventana de la dirección observaba, con los ojos húmedos, a un niño que se despedía de su mamá, una interna, quien tenía que ser muy enérgica para hacer que se soltara de sus piernas, porque su hijo se le abrazaba y le decía: «Yo me quedo contigo».
Estos hechos se repetían una y otra vez, hasta que me dije: «A mí esto me duele, me duele más», lo que no debía de ser porque yo era subdirectora, además, ya no me era suficiente tener otros campos de actividad, como la docencia. Aquí estaba pasándome algo. Solicité una licencia y me dijeron que no, entonces presenté mi renuncia. No lo comenté con nadie porque sentía temor. Firmé la renuncia y me fui a México a estudiar una especialidad en el campo psiquiátrico. No obstante, era tal mi necesidad que hablaba por cobrar al reclusorio y me recibían la llamada con mucho afecto. Preguntaba: «¿Cómo está fulanita? ¿Ya le llegó su sentencia? ¿Y zutanita?» Hasta que reflexioné y me pregunté: «¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo desde México estoy hablando?» Llegó un momento en que dije ya.
En la docencia, pedí licencia un año y regresé supuestamente mejor. Luego me llamaron para el área de menores y volví al reclusorio como subdirectora del Centro Tutelar (Centro de Observación y Diagnóstico para Menores). Continué en la administración hasta 1997, cuando llegó una nueva administración y hubo cambios. Quedamos fuera mucha gente con experiencia, pero, bueno, también llegaron otros y supongo que aprendieron, y si no, tuvieron que pasar momentos difíciles, como nosotros.
En ocasiones me encontraba en el camión a internas que ya habían salido y me saludaban: «¿Cómo está, ya no está en la penal?» «¿Fulanita salió? ¿Zutanita salió?» Alguna vez, también en el camión, me tocó ver a una carterista. Acompañada de dos o tres sujetos, yo sabía a qué iba. La conocía porque ella me había dicho en una entrevista qué hacía, cómo y con quién estaba relacionada; cómo entraba y salía y cómo tenía la protección de gente de aquí. Ella tenía a sus hijos en colegios muy caros de la Ciudad de México. A veces me he enterado de que alguna interna apareció muerta y muchas otras historias.
Cuando usted regresó de México, ¿se dedicó otra vez a la docencia?
Volví revitalizada y, por supuesto, regresé a la docencia. Para mí, los alumnos siempre han sido un impulso de vida. Treinta y tres años permanecí dando clases.
Supongo que toda esa experiencia para los alumnos resultaba triplemente enriquecedora, porque su profesión era su pasión.
Así es. En algunas evaluaciones que aún conservo, sabe Dios desde hace cuántos años, los alumnos expresan: «Por usted conocí el trabajo social, por usted me quedé en el trabajo social». «Maestra, ¿se acuerda cuando nos llevó a...?» No me acuerdo, a lo mejor a algún lugar de policías o alguna celda de detenidos o algo así. «Maestra, yo me di cuenta de que quería trabajar en el campo». «Yo estaba muy indecisa, iba a dejar trabajo social, y cuando usted fue mi maestra me convencí y me quedé». «Yo, maestra, ¡por usted me quedé!» ¡Ah caray!, pues es muy agradable oírlo y pienso que es real, no tenían por qué decirlo.
Destacaba el respeto que debían tener hacia la persona que entrevistaban. Les puse el ejemplo de un caso en el que se entrevistó a un chico vestido de mujer y que fue detenido por ejercer la prostitución y por faltas administrativas. El trabajador social, torpemente, le preguntó si era hombre o mujer. Por favor, ¡imagínense! Si un trabajador social hace ese tipo de preguntas con una persona detenida, ¿cuál puede ser el principio de atención, de apertura, de empatía para un trabajador social con esa pregunta de si eres hombre o mujer? Indudablemente, no es un buen principio de relación.
¿Usted tuvo algún profesor igual de significativo como usted lo fue para sus alumnos?
No. Cuando iba a pedir clases les decía que quería que me hablaran de lo que es el trabajo social, que me dijeran qué, pero no lo que dice el libro, sino que alguien lo haya vivido, que alguien haya ido a hacer la visita. Yo fui a México a visitar a los Manzano Muñoz, uno era Eduardo y el otro no recuerdo su nombre. Ellos habían hecho un estudio en el que relataban toda la rutina: desde dónde los aprendieron, las calles que recorrieron, el chofer, todo