Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres
vi la cara por primera vez y por primera vez sentí miedo de un arma. Yo a veces anduve por la casa con el revólver en el bolsillo del delantal. Pero un fusil es otra cosa. Me dio escalofrío verme parada ante esos hombres tan armados. En ese retén aprendí que debía guardarme en casa temprano. Me pasó algo que me perjudicó y todavía ni entiendo. Desde entonces no volví a hacer diligencias por la tarde. Eran como las nueve de la noche y venía del centro. Casi no encuentro cómo llegar. Ningún taxista quiso llevarme. Uno me dijo: “Eso allá es pura candela”. Otro que era lo más peligroso de la ciudad. Y así por el estilo. Yo ya no sacaba el jeep pues sabía que le tenían ganas. Tuve que viajar en el metro y después tomar el colectivo que me dejaba en la puerta de mi casa. Pasando los edificios nos topamos con ellos. Nos hicieron bajar a los cinco. Al conductor y a los pasajeros. Yo era la única mujer. El corazón me latió duro y rápido. Creí que se me desprendía. Me eché la bendición. Al apearme un vecino me dio la mano. La sentí helada. También él temblaba. Todos temblábamos. Alcancé a mirar a uno de ellos directo a los ojos. Otro de ojos enrojecidos como trasnochados me reparó bastante mientras nos requisaban. Noté que al que miré comentó con un compañero. Me examinaron de arriba abajo. Me revisaron los documentos y la cartera. Luego murmuraron entre ellos. Yo ni hablé. Después de que verificaron que éramos del barrio nos dijeron: “Pasen tranquilos”. Desde ahí empezaron a molestarme. No me explico qué pudo haber pasado. En realidad nada raro ocurrió. Excepto que me chequearon. Y eso sí era maluco. Esa presión me ha parecido más insoportable que los enfrentamientos que oía por las noches desde mi casa. Qué estruendos aquellos. De tanto oírlos aprendí a identificar si eran ráfagas o explosiones. Balaceras o granadas. Me había acostumbrado a que el alboroto se apagara al amanecer. Pero un día salió el sol y seguía. Los papás faltaron al trabajo y los niños a la escuela. Así fue una y otra vez y otra. Me dio duro ver la guerra a plena luz del día. Además tenía que encerrarme a la fuerza y a mí eso me choca. Lo mío ha sido andar el mundo. Estar con la gente. Lo supe en mis años de noviciado y lo ratifiqué en los años como inmigrante sin papeles. Solo las nevadas han podido acorralarme en casa sin hacerme sentir el peso del encierro. Era el espacio que se le daba a la naturaleza para que hiciera su trabajo y yo aprovechaba para hacer muchas cosas. Ordenaba y limpiaba la casa. Lavaba cortinas. Sacudía muebles. Aspiraba alfombras. Les sacaba brillo a las ollas. También me cuidaba yo. Me hacía mascarillas en la cara. Me arreglaba las uñas. Me pintaba el pelo. Cocinaba. Comía bien. Practicaba el inglés con mi suegra. Veíamos películas en la televisión. Poníamos música. Si a ella la vencía el sueño y Ken no había llegado me ponía a leer. Anotaba frases bonitas que me encontraba. Escribía cartas a las amigas. A los sobrinos. A mis hermanos. Miraba los copos de nieve por la ventana. El tapete blanco que dejaba en la yard. Me sentía tranquila. Segura. La vida pasaba silenciosa. Tenía cierta pureza. No había estallidos ni detonaciones ni confusión. Yo podía dormir sin pesadillas. Sabía que afuera todo transcurría en paz. Llovía nieve en vez de balas. El campo de batalla no lindaba con los alrededores de mi casa. Había guerras pero estaban lejos. Aquí en cambio se ponía en acción la naturaleza de unos hombres cuya principal experiencia de vida es la muerte. Cómo mantenerse sereno cuando sabes que afuera suceden cosas dolorosas y censurables. Te llegan sus gritos y hasta su olor. Imaginas lo que te encontrarás al salir. Los efectos inevitablemente los verás. Sangre. Muertos. La vida extinguida. Pero lo único que puedes hacer es esperar a que todo pase. Es agotador. Más cuando lo malo no cesa sino que se alarga. Cuando el sol despunta y siguen oyéndose tiroteos hasta las nueve de la mañana. Las diez. Las once. Llega el mediodía y todavía percibes el eco lejano de los últimos disparos. Los sientes extraños en medio del cielo azul. El crimen suele escudarse en las sombras. Pero esos hombres al final no respetaban. Se aparecían por las calles a cualquier hora y disparaban los fusiles en medio de la gente sin importarles el destino de unas balas que podían recorrer kilómetros. Asomarnos por las ventanas se nos volvió tan arriesgado como estar afuera. En algunas partes la gente tenía que andar con cuidado en la propia casa. Donde Martica un tiro traspasó la pared y rompió un escaparate que estaba al otro lado. Cuando empezaban las balaceras ella se metía debajo de la mesa del comedor o se refugiaba en el pasillo y dormía sobre una colchoneta. Pobre mujer en esas y sola. No fue capaz de vivir con los hijos regados donde familiares. Un tiroteo de dos días definió su destino y el de otros que se cansaron y se fueron como ella. Se multiplicaron las familias con equipajes y los camiones de trasteo. También los avisos de venta en San Miguel. Apartamentos a mitad de precio. Edificios prácticamente desocupados. Zonas verdes y jardines vueltos maleza. Maleza llena de ratas y gatos y chuchas. El problema extendiéndose y extralimitándose. Cada día nos traía novedades. Menos momentos de tregua y más alrededores comprometidos. Una mañana me topé con un retén. Otra me enteré de que un disparo había aterrizado en una casa de los barrios acomodados de la margen sur y matado a una niña que huía por la ventana. Me pareció que la guerra era de tiempo completo y para todos. Las autoridades no reconocían que gente inocente moría en los tiroteos. Saber quién había muerto se volvía especulación. La verdad es solo conjetura cuando se esconde. Pero negarla de puertas para afuera no implicaba ignorarla adentro. Yo era consciente de los riesgos que corría y no me gustaba vivir como en una prisión. Estaría mejor en otro lado. Pero decidí quedarme. Como muchos otros. ¿Para dónde más irse? ¿Cómo dejar todo a la deriva? ¿Por qué? Fui obstinada. No oí los ruegos y consejos de la familia. Me sostuve en mis pretextos. Hasta que empezaron a acosarme y a pedirme la casa y vino el comandante de policía y ocurrieron los peores bombardeos. Fue una suerte salir antes. Lástima la forma como tuve que hacerlo. Pienso mucho en Flor. Me dijo que ya todo lo tenía empacado. Cómo habrá padecido allá sola con esa última operación. Me contó que hizo un refugio con los colchones. Que aquello parecía un temblor de tierra y que mis casas no sufrieron daño. De todos modos soy de las más afectadas. El sentido de mi vida estaba en la comunidad. Fuera de mí. Me involucré demasiado. Pierdo más. Pero si me equivoqué con lo que hice ya no queda arrepentirse. Impotente he visto cómo se disuelve lo bueno en lo malo hasta caer en una situación escabrosa. Tal vez moriré sin ver el desenlace de la batalla. Qué importa. Tengo suficiente con sufrir el efecto que tiene en mí. Cómo imaginar que apenas un disparo y un muerto pudieran desencadenar semejante cosa. Porque reaccionaron fue por el tiro a la comitiva oficial y el asesinato del oficial que investigaba los crímenes del barrio. La mayoría dice que siquiera el Gobierno intervino. Es cierto que donde se permite vivir sin ley surgen problemas graves. Pero qué manera de hacerse presente. Lo hicieron mal y tarde. Solo unos ineptos dejan agravar de esa manera un conflicto conocido. Y solo un gobernante pendenciero puede aprobar un ataque de esa magnitud en medio de gente inocente. Ser tan frío ante el sufrimiento ajeno. Porque hemos sufrido mucho. Todos. La gente ni se lo imagina. Le han dado bastante despliegue a nuestra situación. Cierto. Pero la prensa nunca logra dibujar las cosas como son en realidad. Menos una guerra. El desamparo. La maldad. La injusticia. A pesar de las fotos de caras tristes y gente llorando y la destrucción. Mostrar un alma destrozada es imposible. Cómo fotografiar un miedo de días. Una zozobra de meses. Lo que queda al final de la batalla. La ira. La confusión. La tristeza de la derrota. El desconsuelo por un fracaso producto del desafuero y la arrogancia. Yo sé que muchos en el barrio consideran que los buenos deben volverse malos porque en zonas tan enormes y corrompidas el bien no puede imponerse al mal. Creo que el bien existe pero allí parece imposible hacer justicia o poner autoridad como corresponde a los seres humanos y las sociedades. Es lo más problemático que yo he conocido en mi vida. Tanta falta de dinero y de normas. Tanto caos. No hay quien lo resista. Allá ha sobrado lo malo y engendrado cosas peores. Pero era de esperarse. Lamentablemente nuestra comunidad nació infectada. Por eso al comienzo a Ken y a mí se nos cruzaban los sentimientos cuando la Policía llegaba a tumbar ranchos y a expulsar a los invasores. Por un lado deseábamos que los sacaran por haberse apoderado de una tierra hermosa con laderas verdes y árboles espesos y una quebrada nítida. Era el paisaje y la tranquilidad que soñamos para nuestra vida en las casas que acabábamos de edificar. Una ilusión que empezó a disiparse cuando se murió el dueño de los lotes alrededor. Un terrateniente de ciudad sin herederos es bastante propicio para que caiga una invasión. Por el otro lado nos indignaba ver niños llorando alrededor de unas mamás que eran arrastradas por los agentes. Cómo gritaban esas mujeres. Cómo pataleaban. Me daba lástima semejante pelotera tan bárbara. Ken nunca había visto algo así. Más de una vez se enfrentó a los policías por defender a los invasores. Dejó de hacerlo cuando nos dimos cuenta