Tus grandes ojos oscuros. Lucía Victoria Torres
y después empezaban a negociar los terrenos. A una señora que tenía casa al otro lado de la ciudad le pregunté por qué venía a adueñarse de un lote. Me contestó que quería otra casa. La pobreza también es ambiciosa. Quisimos irnos. Vacilamos. Nos cuestionamos. Perdimos el sueño. A Ken le pareció una imprudencia quedarse. Dijo que no sería un buen lugar para vivir. Que vendiéramos las casas. Que estábamos a tiempo. Pero yo ya me había hecho a la idea de que era nuestro último hogar. No quería moverme más. Insistí. Lo convencí. Y quedamos atrapados pues cómo cruzarse de brazos ante semejante situación. Me nació ponerme a ordenar ese caos y arrastré a Ken y a los mismos invasores. Empezamos con los senderos y caminos. E impotentes vimos lo que hacían los aprovechados y lo que ocurría. Nunca pude aceptar que se tomaran tierras ajenas y las repartieran. Las adjudicaban a los necesitados y luego les cobraban por todo. Por el derecho a sacar agua de un pozo o de una quebrada. Por cocinar en fogones comunitarios de leña o de petróleo. Por alcantarillados de mentiras construidos con materiales desechables. Por la conexión fraudulenta de mangueras y cables a tuberías del acueducto y postes de electricidad. Agua y energía robadas que la gente debía pagarles mensualmente. En menos de dos años nos inundaron las invasiones. Mil quinientas familias censamos una vez. Venían de pueblos o de otros barrios de la ciudad. Las funcionarias de la Alcaldía nos insistían en que no les dijéramos invasores o tugurianos sino “personas que tienen por costumbre prácticas invasoras de apropiación del terreno”. Que porque con esa marca nominal dificultábamos nuestra integración como habitantes de la zona. ¡Discutía con ellas! Me gusta llamar las cosas por su nombre y valorarlas en su justa medida. Nosotros habíamos pagado por el lote. Éramos residentes legales. Los invasores no. Pero forcejearon y se opusieron. Soportaron y sobrevivieron. Lo convirtieron en un acto de resistencia. Hasta que el despropósito pegó. Se asentaron y nació un barrio aquí y otro allá y uno más allá. Les ponían nombres acordes al hecho mismo. Las Independencias. Los Héroes. Nuevos Conquistadores. Libertad. Al nombrarlos los hacían reales. Y vea el resultado. Dieciocho barrios. Una comuna entera. Sin darme cuenta pude haber recorrido los siete kilómetros cuadrados que tiene el sector. No reconozco a toda la gente. Imposible. Sé que son más las mujeres que los hombres porque a ellos los matan más. Que hay menos casas que familias y que todas son de clase baja. Las funcionarias del Gobierno también nos recalcaban que dijéramos estrato socioeconómico y que especificáramos si era bajo-bajo, bajo o medio-bajo porque en el barrio no todos estaban en las mismas condiciones. Para mí no existía diferencia. La vida era difícil para todos y en todo sentido. Demasiada desocupación y carencia de lo básico. Aun así fuimos organizando la comunidad y saliendo adelante con ella. Que servicios públicos. Que transporte. Que puesto de salud. Que la escuelita para los niños. Hasta que empezó a meterse gente rara y se fue perdiendo el control. Primero aparecieron los guerrilleros. Detrás llegaron los paramilitares que los combatían. De ahí pasamos a los narcotraficantes y sus sicarios. Los peores porque para ellos el crimen es una forma de trabajo. Les gusta hacer dinero con el mínimo esfuerzo. Matan al que se les oponga y pagan lo que sea. Con ellos todo se enredó más. Se volvió ingobernable. Se depravó. Empezó a ser escabroso. Desplazaron a unos policías que no sabían defenderse y vacilaban para entrar a nuestro barrio. Se renovaban los delitos y los delincuentes y la población aumentaba pues la guerra del país seguía botando desplazados a las ciudades. Quien huye busca un lugar para aterrizar. Necesita donde acomodarse. Se somete con tal de alejarse de los enemigos aunque exista el riesgo de que surjan otros nuevos. Batalla en otro campo de batalla. Entonces el barrio crecía y a la vez se deterioraba. Los policías se rindieron y nos dejaron a la deriva en manos de inmorales y pícaros. Con su ausencia favorecieron el exceso y el atropello. Una situación así es ineludible cuando se la padece. De alguna manera hay que enfrentarla. La gente clama que alguien intervenga. Se cansa. Hace lo que sea para combatir el mal. El barrio no se quedó atrás. “Si la justicia privada es la única forma posible de defendernos, ¿por qué no aceptarla?”, le oí decir a uno de la acción comunal. Después otro señor dijo que como el presidente de la república había fundado las cooperativas de autodefensa para proteger sus tierras, “entonces no hay nada malo en hacerlo nosotros que trabajamos por una comunidad”. Me dio temor que se tratara de tolerar grupos armados como los que había en otras partes de la ciudad. Grupos de limpieza social. Me horrorizaba dicha alternativa. Pero la mayoría estuvo de acuerdo. Hasta ese día les fui a las reuniones. Lo que no se puede cambiar hay que tolerarlo y si no puedes tolerarlo tienes que alejarte. Concluí que también lo pernicioso se copia así conduzca al infierno. Me di cuenta de que eso era un círculo vicioso y peligroso. Que el miedo a las balas doblega a buenos y malos y que donde se carece de gobierno y nadie se atreve siempre hay quien se aproveche. Terminaron mezclándose guerrilleros con gente que estaba dispuesta a armarse, y paramilitares con policías que no sabían moverse solos. Todos querían mandar. Imponer su ley. Unos y otros lograron apoyo. Se propagaron. Se adueñaron de la zona por sectores. Aplacaron a las bandas de asaltantes y matones. Es verdad. Se volvieron autoridad. Cuando los guerrilleros alcanzaron el control ahí el Gobierno sí se preocupó. Aterrizó con un programa de mejoramiento para cambiar ranchos por casas de material. Sobre todo en la parte alta. La más conflictiva. Millones de préstamos internacionales invertidos y sin embargo poco mejoró la vida con eso. Siguió teniendo la misma dureza. La vida allá era una tragedia social desbordada. Saber que ahí están mis casas y queda todavía Flor. Mi muchacha me recuerda a las mujeres que lavaban ropa en la quebrada. Muchas veces llegué hasta donde ellas para conversar. No paraban de restregar la ropa y darle golpes contra las rocas mientras hablábamos. Yo me sentaba en una piedra. Me quitaba los zapatos y metía los pies a la quebrada. Era tan limpia el agua que me veía las uñas patenticas. Mis pies se hinchaban con las caminadas por las lomas. Qué asoleadas aquellas. Yo me ponía un sombrero. Tenía la costumbre de los sombreros. Desde niña en la finca los usábamos mis hermanas y yo. Luego en el verano en Estados Unidos. También echaba en el bolso una camisa vieja de Ken de manga larga para ponérmela encima. Siempre había algo de qué protegerse. Los mosquitos. Un alambrado. Una llovizna inesperada. El viento en la tarde que enfriaba. El invariable sol de una ciudad sin estaciones y en primavera perpetua. A esas mujeres el solazo les caía directo. Tenían las mejillas resecas y tostadas. Se metían descalzas a la quebrada. Se les emparamaba la barriga. Por las sienes les chorreaba el sudor que les humedecía el pelo y las hacía echarse agua en la cara y el cuello. Conversábamos bueno. Tranquilas. Con confianza. Como mujeres. Se desahogaban. Las oía con verdadero interés. En el colegio me enseñaron que una simple conversación puede transformar vidas. Que con un gesto sencillo de generosidad, por ejemplo, es posible cambiar un panorama oscuro. Y la lección más grande que recibí de la vida religiosa fue la aceptación de lo que nos pasa y no quisiéramos que nos pasara. Entonces se los decía a ellas y ahora me lo digo a mí. Trato de encontrar maneras de aceptar mi situación. De ayudarme así como me hubiera gustado ayudarles a todas esas mujeres de la quebrada. Era lo que intentaba. Ofrecerles al menos unas palabras que les dieran esperanza en un futuro más claro. Tan claro como el agua que tomábamos en las manos para mitigar la resequedad que nos dejaba en la boca la confesión de la intimidad. Para limpiar el llanto derramado al confiarla a otro. También yo sentía ganas de llorar. Pero me cohibía. Si era quien estaba consolando no podía desmoronarme. Oprimía las lágrimas y se las devolvía a mi corazón. Él me castigaba ocasionándome como un desgarre en el pecho. Yo le hacía entender que podía desahogarme por el camino de vuelta. A veces la perturbación me bloqueaba el llanto hasta por la noche cuando llegaba a casa y se me chorreaban las lágrimas apenas cerraba la puerta. Hablar con la gente humilde me ponía triste. Pero yo necesitaba descubrir a aquellas personas. Saber cómo enfrentaban su situación. En las historias cotidianas que me contaban veía el coraje que exige llevar una vida como la suya. Un coraje que la mayoría ignora porque la gente mal vestida y revejida con niños desnutridos nada les da a entender ni les dice. Es gente que apenas significa algo para quienes los aman. O para mí que los tuve cerca. Una gente que me enseñó la cara verdadera de la solidaridad. Lo que yo tanto he pregonado. En ninguna otra parte conocí personas capaces de privarse de algo para compartirlo con otro aunque nadaran en la necesidad. Los ricos que nos ayudaban desconocían el verdadero significado de su gesto. En algunos era solo apariencia y conveniencia. A otros ni les interesaba saber que los pobres existen y son gente buena. Cuando iba por las donaciones me tropezaba con su imponencia. Me atropellaban con su mezquindad. Me humillaban con su actitud. Me hacían sentir miserable y darles la razón a los que se sublevan.